17 Instantes de una Primavera. Yulián Semiónov

17 Instantes de una Primavera - Yulián Semiónov


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fenomenal: fotografiaba visualmente el texto y lo memorizaba casi mecánicamente, sin esfuerzo alguno.

      «9 de diciembre de 1943. Epidemia de gripe en Inglaterra —apuntaba Goebbels—. Hasta el rey está enfermo. Sería maravilloso que esta epidemia fuera fatal para Inglaterra, pero es demasiado bueno para ser verdad.

      »2 de marzo de 1943. No descansaré hasta que todos los judíos sean sacados de Berlín. Después de la conversación con Speer en Obersalzberg fui a visitar a Goering. Este nacionalsocialista tiene en sus bodegas veinticinco mil botellas de champaña. Estaba vestido con una túnica y su color me produjo alergia. Pero qué le vamos a hacer, hay que aceptarlo como es».

      Stirlitz sonrió. Recordó que en 1942 Himmler había dicho lo mismo, palabra por palabra, sobre Goebbels. Este no vivía en una gran casa de campo con su familia, sino en una pequeña y modesta villa construida «para el trabajo». Estaba junto a un lago y se podía llegar a ella a través del mismo, pues el agua sólo llegaba a los tobillos y el puesto de guardia de la SS se encontraba apartado. Hasta ahí llegaban las actrices en un tren eléctrico y después continuaban el trayecto a pie atravesando el bosque. Goebbels consideraba un lujo excesivo e indigno de un nacionalsocialista traer a las mujeres en automóvil. Él mismo las acompañaba a través de los juncos y al día siguiente, por la mañana, cuando los hombres de la SS aún estaban durmiendo, las sacaba de allí. Por supuesto que Himmler lo supo en seguida. En aquel momento dijo: «Hay que aceptarlo como es…»

      Stirlitz arrugó las hojas con los dibujos de Goering y Goebbels, las colocó sobre la llama de la vela y esperó a que la llama comenzara a quemarle los dedos para tirar las hojas a la estufa. Las removió con un bello atizador de hierro fundido, volvió a la mesa y comenzó a fumar.

      Después acercó las dos hojas restantes: Himmler y Bormann. «Excluyo a Goering y Goebbels. Nadie va a apostar por ellos. Ni por uno ni por otro. Tal vez Goering se atreva a negociar, pero ha caído en desgracia y no cree en nadie. ¿Goebbels? No. No lo haría. Es fanático, luchará hasta el final, pero es posible apoyarse en él, porque en seguida comenzará a buscar una alianza. Uno de los dos: Himmler o Bormann. Si puedo obtener garantías de uno de ellos para trabajar contra los demás, ganaré. Si fallo en mis cálculos, seré un cadáver. Inmediatamente. ¿Por quién apostar? Creo que por Himmler. Nunca podrá decidirse a negociar. Sabe el odio que rodea su nombre… Sí, por lo visto, es Himmler…»

      Precisamente en ese momento Goering, adelgazado, pálido, con un dolor que le partía la cabeza, regresaba a Karinhalle desde el Bunker del Führer. Esa mañana había viajado en su automóvil al frente, hacia el lugar donde se habían abierto paso los tanques rusos. De allí corrió en seguida a ver a Hitler.

      —No hay ninguna organización en el frente —le dijo—. El caos es total. Los soldados tienen ojos inexpresivos. He visto a los oficiales borrachos. La ofensiva de los bolcheviques infunde espanto en el Ejército, un espanto animal… Creo…

      Hitler lo escuchaba con los ojos semicerrados y sosteniendo con la derecha el codo de su brazo izquierdo que no dejaba de temblar.

      —Creo…— volvió a decir Goering, pero Hitler lo interrumpió.

      Se levantó pesadamente. Sus ojos enrojecidos se abrieron de par en par, su bigotito se estremeció con desdén.

      —¡Le prohibo que, en lo sucesivo, vaya al frente! —exclamó con su voz de antaño, fuerte—. ¡Le prohibo difundir el pánico!

      —No es pánico, es la verdad —Por primera vez en su vida, Goering rebatía a su Führer y sintió que, de pronto, se le helaban los dedos de los pies y las manos—. ¡Es la verdad, mi Führer, y mi deber es decirle esta verdad!

      —¡Cállese! ¡Será mejor que se ocupe de la aviación, Goering! No se meta donde hay que tener una mente tranquila, previsión y fuerza. Veo que no es tarea para usted. Le prohibo que vaya al frente. Ni ahora ni nunca.

      Aplastado y humillado, Goering adivinaba cómo a sus espaldas, por detrás, sonreían los ayudantes del Führer: Schmundt y Burgdorf, dos nulidades.

      En Karinhalle ya lo estaban esperando los oficiales del estado mayor de la Lufrwaffe: los había mandado llamar al salir del Bunker. Pero no pudo comenzar la reunión. Su ayudante le informó que había llegado el Reichsführer SS Himmler.

      —Quiere hablarle a solas —dijo el ayudante con aquella dosis de importancia que hacía que su trabajo resultara tan misterioso a los que le rodeaban.

      Goering recibió al Reichsführer en su biblioteca. Himmler, como siempre sonriente y tranquilo, tenía en las manos una gruesa carpeta de cuero negro. Se sentó en la butaca, se quitó los lentes, limpió los cristales durante largo rato con un pedazo de gamuza y seguidamente, sin ningún preámbulo, dijo:

      —El Führer ya no puede ser el líder de la nación.

      —¿Y qué debe hacerse? —le preguntó maquinalmente Goering, sin tiempo de asustarse por las palabras del líder de la SS.

      —Bueno, en el Bunker se encuentran las tropas de la SS —continuó Himmler en el mismo tono sereno y con su voz habitual—. Pero no se trata de eso, al fin y al cabo. La voluntad del Führer está paralizada. No puede tomar decisiones. Debemos dirigirnos al pueblo.

      Goering miró la gruesa carpeta negra que estaba sobre las rodillas de Himmler. Recordó lo que en 1944 había dicho por teléfono su esposa a una amiga: «Será mejor que vengas. Es arriesgado hablar por teléfono, nos escuchan». Goering recordó que él había dado unos golpes con los dedos sobre la mesa, que le había hecho una seña a Emmy: «No digas eso, es una locura». Ahora miraba la carpeta negra y pensaba que allí podía estar una grabadora y que esta conversación sería escuchada dos horas después por el Führer. Y entonces sería el fin.

      «Éste puede decir cualquier cosa —pensaba Goering de Himmler—. El padre de los provocadores no puede ser una persona honesta. Ya se habrá enterado de mi desgracia de hoy con el Führer. Ha venido para llevar su misión hasta el final».

      Himmler, a su vez, sabía lo que pensaba el «Nazi número 2». Por eso, lanzando un suspiro, se decidió a ayudarle. Dijo:

      —Usted es el sucesor; por lo tanto, es usted el presidente. De modo que yo seré el canciller del Reich.

      Se daba cuenta de que la nación no lo seguiría como líder de la SS. Necesitaba una cobertura. No había mejor cobertura que Goering.

      Goering contestó también automáticamente.

      —Es imposible… —tardó un segundo y agregó, muy bajo, calculando que el susurro no podría ser registrado por la grabadora, si estaba oculta en la carpeta negra—. Es imposible. Una sola persona debe ser presidente y canciller.

      Himmler sonrió imperceptiblemente, permaneció en silencio durante un rato, después se levantó con elasticidad, intercambió con Goering el saludo del partido y salió de la biblioteca sigilosamente.

      12 Compañero del partido. N. del T.

      15-II-1945 (23 h 54 min)

      Stirlitz bajó al garaje. El bombardeo proseguía, pero sólo en algún lugar de Zossen. Por lo menos así le parecía. Abrió las puertas, se sentó al volante y puso en marcha el motor. El potente motor de su «Horch» gruñó de modo uniforme y sonoro. Stirlitz salió del garaje, cerró las puertas y arrancó nuevamente con fuerza. Se permitía arrancar así el coche cuando estaba solo, por la noche, durante los bombardeos. Los choferes alemanes eran muy ordenados. Sólo un extranjero era capaz de arrancar así el vehículo: un eslavo o un norteamericano.

      «Vamos, motorcito», dijo en ruso, después de haber encendido la radio. Transmitían música popular. Durante los bombardeos se transmitían siempre canciones alegres. Se había hecho un hábito. Cuando los golpes en el frente eran terribles o caían bombas del cielo, la radio transmitía programas alegres y cómicos. «Vamos, motorcito. Rápido para que las bombas no nos cojan. Las bombas caen más a menudo sobre un objetivo inmóvil, y la probabilidad del impacto disminuye


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