Cómo luchamos por nuestras vidas. Saeed Jones

Cómo luchamos por nuestras vidas - Saeed Jones


Скачать книгу
Nuestras miradas se encontraron, y me di cuenta de que le brillaban los ojos, como si estuviera a punto de llorar. Tenía la mano apoyada sobre la mía. Me estaba dando la mano. Pensé que iba a acercarse y a disculparse. Le sonreí.

      Tiró de mí para ponerme en pie. Me ardía todo el cuerpo y me quedé paralizado. Estábamos caminando hacia el frente de la sala. La gente estiraba el cuello para vernos cuando pasábamos por su lado. Aplaudían y decían amén. Intenté apartarme, pero mi abuela no me soltaba.

      Cuando llegamos al púlpito, el cura estaba limpiándose el sudor de la cara con un pañuelo. Se arrodilló, y mi abuela tiró de mí hacia el suelo para que lo imitásemos. Volví a sentir ese mismo sobrecogimiento con el que, años atrás, me había llevado la palma de la mano a la mejilla escocida. En esta ocasión, sin embargo, ese sentimiento se convirtió en una nueva especie de calor. Podría haber incendiado la habitación entera.

      —Este es mi nieto Saeed. Su madre es budista.

      El cura asintió con la cabeza, como si aquello fuera lo único que necesitaba saber sobre mí: no que agarraba los libros como una chica, ni que era mundanal, ni que coleccionaba imágenes de hombres desnudos del mismo modo en que antes coleccionaba piedras. Empezó a rezar en voz alta para que toda la iglesia pudiera escucharlo.

      —Dios santo, escúchame rezar por uno de tus corderos. Su madre ha elegido el camino de Satanás y ha decidido arrastrarlo con ella.

      Me estaba mareando. Me sentía como si todas las luces de la habitación estuvieran dirigidas hacia mí. No dejaba de pensar en qué aspecto tendría, de espaldas, para la gente que estaba sentada en los bancos de la iglesia. Con la cabeza inclinada, seguro que parecía que estaba llorando. Quería darme la vuelta y gritar que yo no era culpa de mi madre.

      —Contraataca, Dios. Haz que esa mujer sufra.

      Me impactó oírlo decir «esa mujer». Deseé poder controlar el fuego que me abrasaba y aferrarme a él durante el tiempo suficiente para gritarle a ese señor: «¿Quién coño te crees que eres? ¡Más te vale no hablar de mi madre!». Pero no pude. Mantuve la cabeza gacha, aturdido y callado. Sentí que me temblaban las rodillas, como si estuviera a punto de caerme.

      —Que recaigan sobre ella todas las dolencias y enfermedades posibles, hasta que se derrumbe bajo el peso del Espíritu Santo.

      Giré un poco la cabeza y observé a mi abuela. Mi madre tenía problemas de corazón. Cuando yo tenía cincos años, mi madre estuvo en una lista de espera para un trasplante de corazón. Mi abuela era consciente de todo eso. Conocía el corazón de su hija. Mantenía la cabeza inclinada y los ojos cerrados. Tenía el ceño fruncido, pero no sabía si era por mí o por él. Por el hombre que estaba maldiciendo a su hija. ¡A su hija! El cuerpo que unía el suyo con el mío.

      —Muéstrale tus plagas y salva a este niño. Amén.

      —Amén.

      El cura terminó y mi abuela le dio las gracias en voz baja. Yo no sabía qué decir, así que me quedé mirándola con la boca y los ojos muy abiertos, desconcertados, punzantes. Me cogió de la mano y me dio unas palmaditas, y después, poco a poco, se puso en pie. Le costó un poco levantarse —nunca olvidaré ese ligero tambaleo—, así que la ayudé a incorporarse. Durante un instante, mi abuela volvió a transformarse en ella misma; volvió a ser tan solo una anciana negra, afable, mansa, incluso. Entonces se rompió el hechizo. Buscó algo en el bolso, encontró las llaves y se bajó del púlpito sin siquiera mirarme. Vi como, uno tras otro, todo el mundo le daba palmaditas en la espalda y le estrechaba la mano mientras recorría el pasillo y se dirigía hacia la salida.

      No recuerdo haberla seguido. En ese instante, el recuerdo empieza a titilar como un rollo de película roto. Se quema hasta quedarse en blanco y luego aparecemos en el coche de mi abuela.

      Íbamos con las ventanas bajadas porque el aire acondicionado llevaba todo el verano roto. Una corriente se infiltró en el coche y se marchó como si supiera que le convenía dejarnos a solas. Yo no apartaba la mirada de la carretera que teníamos delante; las líneas amarillas se sucedían mientras me aferraba a lo único esperanzador de aquella tarde: que el verano terminaría y que yo me marcharía de Memphis. Que nunca volvería allí, que nunca volvería a pasar un verano con mi abuela. Era un hecho tan palpable como el silencio que nos envolvía.

image

      Al echar la vista atrás, creo que ella también era consciente de la velocidad a la que me estaba alejando de ella. Es posible que lo hubiera sentido durante todo el verano y que las visitas a la iglesia fueran un último recurso desesperado para aferrarse a mí, a su «nietecito de Texas», que ahora se había vuelto «mundanal». Ojalá hubiera sabido que, en realidad, de un modo u otro, las cosas iban a ser siempre así entre nosotros. Precisamente porque mi abuela me quería —me quiere—, intentaba mantenerme bien agarrado hasta que me dolió tanto que no tuve más remedio que liberarme de ella por la fuerza.

      Las personas no somos como somos porque sí. Sacrificamos versiones anteriores de nosotros mismos. Sacrificamos a las personas que se atrevieron a educarnos. La identidad parece no existir hasta que puedes decir «Ya no te pertenezco». Mi abuela y yo, sin saberlo, seguíamos al pie de la letra un guion que alguien ya había escrito para nosotros. Una mujer educa a un niño hasta convertirlo en todo un hombre, amándolo con tal intensidad que su dedicación termina por resultar repulsiva.

      Callado, al lado de mi abuela, en ese viaje en coche de veinte minutos que habíamos recorrido en tantas ocasiones a lo largo del verano, sentía que la distancia entre nosotros aumentaba, pero en ese momento no era capaz de entenderlo. En su lugar, un sentimiento de certeza enraizó en mí.

      Me prometí a mí mismo: aunque para ello tuviera que convertirme en un extraño para mis seres queridos, aunque tuviera que guardar secretos, tendría mi propia vida.

      Es posible que, a pesar de todo, mi abuela tuviera razón sobre mí. Mundanal: «Perteneciente o relativo al mundo como sociedad humana, con sus placeres y vanidades».

      Pues claro que quería ver mundo, experimentar al máximo todo lo que nos ofrece. Quería ser una parte auténtica de él, en vez de la sombra pasajera que me sentía a menudo. Quería comerme el mundo.

      Me quedé sentado, ardiendo por dentro, intentando comprender esa nueva identidad radiante y siniestra. Me sentía peligroso, perverso, incluso.

      Si esta era la sensación de la que hablaba mi abuela, no estaba seguro de poder sobrevivir a ella, después de todo.

      Pero no podía contar con mi abuela —ya no— para ponerle nombre a lo que fuera que se estaba abriendo camino en mi interior. Así que seguimos conduciendo, una anciana y su nieto, juntos y aislados, pasando una última tarde de verano preciosa en Memphis.

      PARTE DOS

      «En algún lugar entre los hechos que conocemos y la ansiedad que sentimos está la realidad en la que vivimos».

      Mamie Elizabeth Till-Mobley

       V

       Otoño de 2001 Lewisville, Texas

      Nunca olvidas tu primera vez. Dónde fue, cuándo fue, quién eras: dieciséis, en el partido de fútbol; veintiséis, al salir del bar; doce, en el parque. O quiénes eran ellos: los chicos cuyas bocas parecían heridas de cuchillo, los hombres con botas desgastadas, los que se parecían a tu padre o a tu hermano.

      Nunca olvidas cuándo te enfrentaste a la palabra por primera vez, o si, tras ella, te esperaba un puñetazo o un bate de béisbol. Si te la susurraron, la escupieron o la pintaron con grafiti. Si estaba disfrazada: nenaza, bujarra, rarito, afeminado. «Te gusta». «Yo no soy así». «Apuesto a que te gustan esas guarradas».

      Nunca olvidas tu primer «maricón». Porque el recuerdo, a su manera, te define. Se convierte


Скачать книгу