Cómo luchamos por nuestras vidas. Saeed Jones
pronunciar siquiera la palabra. Ni a tus amigos tampoco, ya que empezarán a sentarse en otras mesas a la hora del almuerzo, sin explicación alguna. Para entonces, ya habrá una voz en tu cabeza que te susurrará «maricón» por ellos.
De vez en cuando seguía soñando con Cody, aunque llevaba dos o tres años sin verlo. Mis sueños solían comenzar con su boca y el aspecto que debía de tener al pronunciar la palabra. «Maricón», con mucha saliva. Estaba al otro lado de la puerta cerrada, llamándome «maricón» una y otra vez y quitándose una prenda de ropa cada vez que lo decía. Llevaba una camiseta de tirantes blanca, unas bermudas desabrochadas a la altura de los tobillos y unos calzoncillos de cuadros rojos que se le deslizaban por las piernas, revelando cada vez más de la leve ristra de vello que le bajaba por el abdomen hasta llegar a la base de la polla, de un rosa pálido.
Cody —en mi mente— se convirtió en la palabra en sí.
La palabra «maricón» se lo tragó entero y lo escupió de vuelta en forma de sueño húmedo.
Antes de él, los primeros sueños húmedos que recuerdo no eran con niños ni con niñas. Empezaron con cuerpos amorfos. Un par de piernas bonitas, un torso presionado contra mi espalda, una nube de aliento caliente en el cuello, una lengua más larga de lo normal que recorría todo mi contorno. Los sueños no tenían género. Las sombras ocultaban los rostros. No había pechos, sino curvas suaves y perfectas. No había penes, sino venas palpitantes. Se trataba de un sentimiento que no sabía de géneros, hasta que apareció Cody. Y, en mis sueños, no dejó de aparecer. Para cuando empecé el instituto, de repente los cuerpos de hombre parecían estar presentes de una manera casi agresiva. No solo en sueños, sino durante todo el día. Hombres por todos lados. Una plaga de cuerpos milagrosos. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?
Cuando tenía unos quince años, un obrero negro estuvo trabajando tres días en la azotea de nuestro edificio. Había otros hombres trabajando allí cada día, pero su cuerpo es el cuerpo que recuerdo: brillante por el sudor, como si se hubiera sumergido en aceite de coco de pies a cabeza; con un tono de piel marrón rojizo, radiante bajo el sol; y los músculos tensos mientras trabajaba con las baldosas. Una sonrisa tan reluciente que resultaba obscena. Al volver a casa del instituto, siempre encontraba motivos para merodear por allí. Un día hasta llegué a preparar una jarra de agua con hielo y llevársela a los trabajadores. Una vez, al pasar por su lado, me llamó «chaval». Me lo repetí en voz baja, tratando de no sonreír demasiado mientras pudiera verme.
Su cuerpo se convirtió en una idea que me llevaba conmigo a la cama por las noches. En otras ocasiones también invocaba el cuerpo de mi entrenador de atletismo, o el de alguno de los jugadores de fútbol a los que mi madre vitoreaba mientras veía Monday Night Football. ¿Cómo se concentraba la gente con tantos cuerpos paseando por ahí todo el tiempo? Tantos hombres, tantos chicos, cada cual con un cuerpo que estudiar y memorizar.
Cuando ya llevaba bastante tiempo en el instituto, en todos mis sueños, mi cuerpo era el de una chica. La clase de chica con la que creía que esos tíos se acostarían. La esposa del obrero, la novia del futbolista, la mujer de la fotografía que el entrenador de atletismo tenía colgada en su oficina. Cualquier mujer valía. Cualquier cuerpo que no fuera el mío.
Por entonces, había empezado a escribir borradores de pequeños poemas, casi siempre desde voces de mujeres y casi siempre demasiado obsesionado con la mitología griega. Como Medusa, escribí sobre el rechazo a mirarme al espejo, por miedo a convertirme en piedra. Como Penélope, escribí sobre soñar con el cuerpo de mi esposo, mientras los años nos separaban como olas que rompían entre nosotros. Como Eurídice, escribí un poema en el que confundía el fuego del inframundo con el calor del cuerpo de Orfeo, durmiendo abrazado al mío. Siempre poemas de mujeres míticas sobre la distancia entre sus cuerpos y los de sus amados.
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