Historia de dos partículas subatómicas. Franco Santoro

Historia de dos partículas subatómicas - Franco Santoro


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celular.

      Esta vez caminó hasta su trabajo, pensando en qué carajos le había ocurrido a la mujer y su niño. Entonces, se dio cuenta de la necesidad apremiante de tenerla en su rutina. El más mínimo cambio en ella, cada día en el paradero, producía en su mente miles de historias nuevas, hipótesis sobre sus desventuras y las formas más originales de rescatarla. Gran parte de su tiempo giraba en torno a imaginarla y su desaparición le espinó el ánimo de manera terrible. Apenas llegó al trabajó se sacó la chaqueta y prendió el computador.

      ―¿Dónde estará esa mujer? ―dijo en voz baja. Gestó suposiciones en las que un exmarido golpeador la había encerrado en una habitación oscura y quitado al pequeño, llevándoselo al sur, a Chiloé… “¿Por qué pienso en Chiloé? Siempre he querido vivir allí”, se contestó. La imaginó sentada en una esquina de la cama, con parte de su cabello pegado a la cara, y cubierta por una infusión de transpiración y lágrimas. Teobaldo se acomodó en su silla y tomó el mouse para abrir los archivos de su computador y trabajar. “Tal vez su hijo enfermó gravemente y ahora está en la sala de espera de un consultorio, aguardando atención entre el vejestorio hipocondríaco y el pestilente olor a gaza y alcohol gel”, se comentó mirando el ordenador. De pronto, a lo lejos, escuchó lo que más ansiedad le producía en la vida: el caminar de su jefa, Cecilia Inostroza, cuarentona enérgica, concentrada en marcar con fuego su “sello personal” en la labor de sus subalternos. Sintió ese par de tacones precipitarse inminentes hacia su pequeño cubículo de trabajo.

      La conversación que se desencadenó estuvo cargada de cumplidos, caramelos y sarcasmos. Ella, con una voz que denotaba la inocencia más pura, trató a Teobaldo de “mi niño hermoso”, “mi pajarito de Dios” y “mi contador estrella”, mientras, recalcitrante, le enrostraba fallas de su labor contable, las que, a juicio del hombre, eran infundadas. El diálogo fue tenso, plástico, jaquecoso, y giró en torno al mismo tema durante casi media hora. Cecilia Inostroza subrayaba ―cada vez que el contador levantaba un poco la voz― que tenía la más noble de las intenciones, pues estaban ad portas de las evaluaciones semestrales, y lo consideraba un súper buen elemento dentro de la empresa.

      ―No se enoje, mi niño, disfrute la vida. ―Metió la mano al bolsillo―. Tome, un caramelo para endulzar el día ―dijo antes de retirarse.

      La boca del estómago de Teobaldo se llenó de gases, condición que lo dejó exhausto y con puntadas constantes. Al poco andar del día, un dolor tensional en su nuca le provocó un desagradable resentimiento que viajó rápido hacia los párpados de sus ojos. A pesar de que no volvió a ver a su jefa por al menos tres horas, no pudo quitarse de los tímpanos su sonsonete sarcástico y el respirar entrecortado de su boca, debido a las fajas que utilizaba para ocultar su panza irremediable. Tanto Teobaldo como sus compañeros de oficina habían colegido, en alguna reunión post jornada laboral en el bar La Escarcha, que la ausencia de la señora Cecilia Inostroza generaba una mayor productividad en el trabajo, pues sin ella se hacían las tareas diarias con gusto y hasta con algo de pasión.

      El oficinista, aquel miércoles en la mañana, continuó pensando en la mujer y su hijo de mochila de superhéroes. Concluyó que, si su ausencia en el paradero se repetía, intentaría averiguar dónde vivía, y así preguntarle, frente a frente, por qué faltó a la cita de las siete de la mañana.

      ***

      Pasaron alrededor de dos semanas desde la primera ausencia de la mujer y su pequeño con mochila de superhéroes. Teobaldo Vargas utilizaba sus ratos libres, de preferencia los sábados, para rondar un acotado perímetro ―tres pasajes y una avenida― donde concluyó que podía vivir la desaparecida.

      Esos días, el oficinista se levantaba temprano y bañaba a su esposa. Una vez vestida y sentada en la silla de ruedas, la trasladaba al jardín, bajo el parrón, con la cabeza tapada por un sombrero de playa, y la observaba a través de la ventana de la cocina. Antes de preparar el almuerzo, que casi nunca variaba de un plato de arroz o tallarines con carne ―o un delivery de sushi cuando era fin de mes―, oía en la radio del celular el programa sabatino que conducía Mariana Cáceres, economista de la Pontificia Universidad Católica de Chile y ex militante del partido Renovación Nacional, mujer segura de sí misma, homofóbica declarada y amante de “la buena mesa”, según dejaba entrever en sus comentarios culinarios de la sección: “¿Dónde almorzar hoy?”. Al oficinista le fascinaban sus discursos editoriales, pues la consideraba una acérrima defensora del Estado de Derecho y el libre mercado, además de catalogarla como “patrona de los emprendedores”.

      Cuando acababa de almorzar y darle de comer a su esposa, salía a la calle para vigilar un potencial avistamiento de la mujer y su hijo con mochila de superhéroes. Desaparecía de la casa tan solo por diez a quince minutos, pensaba que era el tiempo pertinente para no levantar sospechas ya que imaginaba que los vecinos del pasaje yacían alertas a su rutina. Se paseaba por las calles con el celular en la oreja, actuando como si tuviera la más relajada de las conversaciones. Reía, gritaba, hablaba de trabajo, de balances, números y planillas, con la mano izquierda en el bolsillo y la vista clavada en el horizonte.

      El sábado subsiguiente, Vicente Vargas se dio cuenta de las andanzas irregulares de su hermano y decidió seguirlo, sigiloso, a cincuenta pasos de distancia, por la Avenida Andrés Bello, calle extensa y en bajada, con pequeñas casas de abobe, coloridas y sin jardín delantero. Así era la prístina población Maipo, barrio consentido por el sol del atardecer que vaciaba su luz anémica, sin escatimar en naranjos, y se combinaba con gusto con los tintes de las fachadas amarillas, blancas, rojas y celestes. El pintor, ensimismado en su labor, tuvo que desterrar de su mente la sinfonía de aromas y melodías que le producía la avenida y concentrarse en su caminar, rápido, pero tranquilo. Teobaldo sacó su celular y comenzó a hablar. Movía las manos con algarabía y reía a carcajadas, cambiaba el aparato de oreja y saludaba a los vecinos con una sonrisita inocentona.

      El artista concluyó, luego de volver a su mediagua y recostarse sobre el cochambre de su cama, que el oficinista telefoneaba con una mujer y se alejaba del hogar para entregar algún tipo de solemne respeto a su matrimonio, esfuerzo que encontró innecesario ya que su vida conyugal, previo a la desgracia de su esposa, pendía de un hilo de irremediable delgadez.

      ―Sobre todo en el ámbito sexual ―recordó el artista en voz alta. En muchas ocasiones los oyó discutir, gritar y herirse gravemente con palabras.

      Teobaldo, antes del accidente automovilístico de Johanna, le hacía el amor y la penetraba durante tres, cinco, veinte o hasta treinta minutos. El tiempo no era el problema, pues la mujer sentía lo mismo sin importar cuánto durara el acto. El témpano que irradiaba su forma de amar era el verdadero apremio. No había besos ni miradas, tampoco un fogoso arranque de palpaciones ni de masturbación mutua. No había nada. Él anhelaba eyacular. Ella anhelaba todo. Por mucho tiempo intentó sentir, concentrar su mente en la pequeña chispa de placer que le producía la penetración, gritar sin ganas, suspirar como hechizada, y encontrar sentido a los repentinos aires de semental, de toro odioso, que tenía su marido, pero era un acto que no hacía más que dejarla con los labios vaginales irritados. Nada resultaba. Cometió el error de acumular el ímpetu en silencio, aguantando y tragando la amarga desdicha, reventada en jaquecas y acné. Cierta noche de inmejorable tibieza, desnuda en medio de la cama matrimonial, sintiendo el respirar agitado de su marido que acababa de eyacular dentro de ella, le sugirió, en un murmullo con sabor a grito desesperado, que para la próxima le hiciera sexo oral. El hombre se ofendió y rio incrédulo mientras contemplaba el techo de la habitación que se iluminaba y apagaba con los retazos de luz que dejaba la televisión.

      ―A ver si existe otro huevón que te culee durante treinta minutos seguidos.

      Dos semanas después, de forma repentina, en la mitad del acto sexual, Teobaldo se posó un buen rato entre las piernas de su mujer y le practicó sexo oral. Luego, sin previo aviso, levantó el rostro para vigilar su estado de excitación y, al ver que sus labios y ojos denotaban mera neutralidad, desenvainó la verga y la penetró con furia. Acabado el acto, se enclavijó a sus carnes y la abrazó con ternura.

      ―¿Te fuiste esta vez?

      ―Sí,


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