Historia de dos partículas subatómicas. Franco Santoro

Historia de dos partículas subatómicas - Franco Santoro


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por pecas un tono más oscuras que su piel tinte cacao. Quiso hacerle sexo oral.

      ―¿Puedo?

      ―Sí ―susurró ella.

      Posicionó las manos en su culo y lo abrió ligeramente para hacerle espacio a la lengua. A medida que ella se dilataba, él se erectaba. La conjunción de saliva con la humedad natural de su vagina se volvió incontrolable, fluían tal como lo hacían sus orgasmos.

      ―Vicente.

      ―Dime.

      ―Métemelo. Solo hazlo, y te dejo tranquilo por siempre.

      El pintor entró en ella, hundiéndose sobre la llanura de su cuerpo y las piernas semiabiertas. Los movimientos fueron intensos y rápidos. El culo de Johanna se meneaba en ondas acompasadas. El hombre eyaculó sobre el piso de la habitación y, acto seguido, hizo acabar a su cuñada, dedeándola con presteza y besándole el cuello, enternecido.

      La mujer expulsó un grito desfalleciente. Quiso ser contenida por un abrazo y se arrastró entre las sábanas para conseguirlo. Sin embargo, a los pocos minutos de acurrucarse, profesó un rechazo supino hacia Vicente. Imaginó, abatida por un sentimiento de culpa y terror, que aquel estado de hastío era el que se apoderaba de su marido cada vez que estaban juntos, por eso el témpano de sus carnes. Aun teniendo asumido que el amor hacia Teobaldo no tocaba el puerto de la correspondencia, añoraba con el alma estar recostada en su pecho, intercambiar a Vicente por él, y gozar en silencio del amor y la culpa, satisfecha por una venganza que la aferraría todavía más a la indiferencia de sus ojos.

      La mujer no pudo colegir de mejor manera las consecuencias de aquella noche en el motel, ya que, dos semanas después, tuvo el accidente automovilístico.

      ***

      Teobaldo Vargas bañó rápido a Johanna Bórquez y la dejó sentada en su silla de ruedas, recibiendo la brisa matutina.

      ―Vuelvo en un ratito, mijita. ―Besó su frente.

      Caminó hacia el pasaje donde creía que vivía la mujer del paradero y el niño con la mochila de superhéroes. Era domingo, hacía calor y traía consigo un suéter negro. Aguardó casi media hora, erguido y sospechoso, en la intersección de dos calles, hasta que vio al pequeño. El niño salió a pies descalzos de su casa, dando saltitos cortos debido al asfalto caliente. Entró a un negocio y se empinó para alcanzar la vitrina.

      ―¿Me da diez tabletones, tía? ―pidió a la señora del almacén.

      Teobaldo se acercó al boliche y espió al niño desde la entrada.

      ―¿Qué te compraste? ―preguntó al pequeño apenas salió.

      ―Diez tabletones ―contestó mirando al desconocido directo a los ojos―. ¿Quiere uno?

      ―No quiero. ¿Tú quieres diez más?

      ―No, gracias.

      Teobaldo se agachó.

      ―¿Vives con tu mamá?

      ―Sí.

      ―¿Solo con tu mamá?

      ―Sí.

      ―Yo soy amigo de tu mamá.

      ―¿Amigo?

      ―Sí, amigo.

      ―Ah. ―Se metió un tabletón en la boca y le quedaron los labios con chocolate―. Mi mamá está en la casa ahora, haciendo el almuerzo. Si quiere pasa a saludarla.

      ―Me gustaría, pero antes quiero que me respondas algo.

      ―¿Qué cosa?

      Teobaldo se rascó la cara y murmuró:

      ―Antes esperaban la micro en un paradero de la calle Arturo Prat. ¿Les pasó algo malo que ya no van?

      ―No, nada malo. ―Estiró con los dedos su polera hasta las rodillas―. Es que ahora me voy en furgón.

      ―En furgón.

      ―En furgón con la tía Carmen.

      ―¿Y tu mamá está bien?

      ―Sí.

      ―¿Y tu papá?

      ―Está en el cielo.

      ―Entiendo. ¿Desde cuándo está en el cielo?

      ―Desde que nací.

      ―Tu mamá debe sentirse muy sola, pero estoy aquí para salvarla.

      ―¿Salvarla?

      ―Sí, como un superhéroe, como los de tu mochila.

      ―Ah. ―Comió otro tabletón y miró hacia su casa―. Mira, ahí está mi mamá parada en la vereda. Nos está mirando.

      La mujer caminó rápido hacia las afuera del negocio. Se secó las manos en su delantal y dijo al oficinista:

      ―¿Quién vendrías siendo tú?

      Teobaldo Vargas se descompuso de la vergüenza.

      ―Es un superhéroe, mamá ―acotó el niño.

      ―Un superhéroe con suéter.

      ―Como Batman en sus ratos libres, mamá.

      El hombre tragó saliva y se atrevió a decir:

      ―Sé que no me conoces muy bien. Antes te veía a diario en el paradero de la calle Arturo Prat, frente a la vulcanita. De pronto desapareciste y me preocupé. En los ojos que veía cada mañana en ti, notaba que tenías muchos problemas, que estabas sola y que tal vez necesitabas a alguien que te rescatara. Por eso estoy aquí, para salvarte.

      La mujer guardó silencio, miró a su hijo con extrañeza y lo ocultó detrás de su cuerpo. Se acercó lento a Teobaldo y lo sujetó del brazo.

      ―¿Qué clase de huevón loco eres tú?

      Él se desaferró de las tenazas de la madre y caminó marcha atrás.

      ―Te veo otra vez cerca de mi cabro chico y te saco la mierda hasta cansarme. Estás advertido.

      Teobaldo corrió por la Avenida Andrés Bello, ahogado por la vergüenza y la pena. Recordó a Johanna Bórquez y el discurso que le tenía preparado antes del accidente, pero nunca le dijo.

      Recitó las palabras en su cabeza y las modificó, preso de la nostalgia y el pasado tramposo que borra cualquier retazo de miseria: “Ahora, en estos momentos, siento admiración y compasión al mismo tiempo, y te amo como nunca he amado”. El arreglo del discurso no estaba dirigido a la inválida actual, sino a su esposa previo al choque, a la mujer resuelta y sumisa, experta en el arte de la construcción, moldeada por su vida errante.

      Teobaldo Vargas se sentó en el sillón y prendió la tele. Cambió de canales, la apagó, la volvió a prender y cambió de canal otra vez. Se quedó pegado viendo los largos comerciales de Antena 3D. “¡Antena tres directo, gente que responde!”. Se preguntó quiénes eran los seres humanos que actuaban en esos anuncios; el cincuentón con polera de piqué metida en el pantalón que mostraba el nuevo asador multiusos, ideal para preparar hamburguesas con la familia en un domingo. ¿Quién era ese hombre que se dejaba poner un gorro de chef y un delantal estampado con la bandera de Estados Unidos, que volteaba un pedazo de carne, una y otra vez, mientras le sonreía a su mujer? “¡Antena tres directo, gente que responde! ¿Cansado de no alcanzar el vaso de bebida? ¿Agotado de que la mesa de centro quede tan lejos del sillón?”. Teobaldo no se imaginaba a esas personas teniendo sexo salvaje, tampoco haciendo caca. “Son perfectos ―murmuró para sí―. Las hamburguesas les quedan redondas, sus sábados son siempre soleados, las mujeres acinturadas, los hombres calvos, pero blancos, gordos, pero sanos. El pasto es verde. Manejan sus automóviles lento. Los adolescentes tienen la piel suave como el mármol,


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