Historia de dos partículas subatómicas. Franco Santoro

Historia de dos partículas subatómicas - Franco Santoro


Скачать книгу
del entorno forman mi yo, tal como las partículas de materia son formadas por excitaciones del campo. El último cuaderno estaba dedicado al estudio del vacío. Un átomo es 0,1% materia (protones, neutrones, electrones) y un 99,9% de vacío. Si unificamos el total de átomos que compone la humanidad y le despojamos el vacío, cabríamos todos en el bolsillo de un pantalón. Valentina leía hojas al azar y no terminaba de leer nada.

      Teobaldo Vargas me arrojó las botas Siete Leguas.

      ―Tienen sangre, debe ser sangre de mi hermano ―me dijo.

      ―De seguro es de él.

      ―¿Cuánto tiempo estuviste en la cárcel? ―me preguntó de súbito.

      ―Muchos años. Salí un tiempo antes por buena conducta.

      ―¿Y es cierto todo lo que pasó? ¿Es cierto todo lo que robaron?

      ―Sí, es cierto.

      ―Todavía no entiendo cómo Ana Belén se metió con mi hermano. ―Se levantó del sillón en el que reposaba y abrió la puerta―. Necesito que se vayan. —Me miró a los ojos—. Me dio asco recordar a Vicente. Váyanse.

      Volvimos a Ancud y nos quedamos en la pensión. Valentina estuvo toda la noche leyendo los cuadernos de su hermana.

      ―Cada palabra está escrita con el mismo tipo de letra menos una frase ―me dijo en un momento de la madrugada.

      ―¿Cuál frase?

      ―Esta frase que dice: Aquí termina la historia de dos partículas subatómicas.

SEGUNDA PARTE

      CAPÍTULO II

      La sinestesia es una enfermedad única. En realidad, todas las enfermedades son únicas, pero esta se destaca de las demás. La persona sinestésica enclavija los cinco sentidos en uno supremo. Así, puede ver aromas, oler colores e incluso sentir cómo cambia la fragancia de los pómulos luego del llanto, esos que huelen a calor, rabia, o en ocasiones, a guerra.

      Esa enfermedad hizo a Vicente Vargas González un artista, un pintor. Decía que la ignorancia generó su pasión y que el temor, al paso del tiempo, lo enloqueció. Inventaba colores todos los días y les ponía nombre.

      ―El tufo a cerveza tiene un tinte nunca visto, una mezcla de pantano y flores, indescriptible, al igual que el sonido que irradia una madre angustiada ―dijo hace muchos años―. El domingo huele a arroz con leche, es un aroma distinto al resto de los días, no sé la razón, pero así es. Y esa distintiva esencia genera un sonido diferente, similar al de un largo pasillo de madera de una casa antigua, ese ruido que hace cuando cruje. No es el sonido exacto de las horas dominicales. Se parece un poco, pero nada más. ¡Ni te digo el color que tiene el domingo! En muchas pinturas está retratado.

      Vicente Vargas González vivía jugando pool. En la calle Arturo Prat, calle principal de la población Maipo en Puente Alto, existía un salón antiguo donde lo recibían a gusto. Se había ganado un taco hacía dos años, luego de jugar una partida con un feriante mítico. Apostó una pintura que terminó vendiendo a dos mil pesos en la plaza de la comuna, la que hoy, vale más de lo que uno puede imaginar.

      Vicente Vargas González residía detrás de la casa de su hermano, en su patio, en una mediagua cubierta por enredaderas, arañas y un parrón de uvas violáceas. Allí pintaba sin descanso, las veinticuatro horas del día en ocasiones. No dormía ni comía, solo dejaba los pinceles para leer la Biblia.

      ―Apostaría a que Jesús tenía piojos y ladilla —reflexionaba, risueño―. Además de oler a axila, aserrín, transpiración y vino.

      Al cumplir los quince años comenzó a asistir a la iglesia todos los días y dejó de ir al colegio, cuestión que enojó al cura encargado.

      ―Ándate, mocoso ―le dijo el sacerdote―. Ándate y ponte a estudiar.

      Y Vicente le obedeció. Estudió el Antiguo y el Nuevo Testamento. Lo escribió en las paredes de su mediagua, dibujó un arcoíris y se cortó el prepucio para tener una férrea alianza con Dios.

      ―Eso dice la Biblia ―le dijo a su hermano cuando lo pilló sangrando hasta las rodillas.

      Días después de haber cumplido los dieciocho años empezó a salir de su casa para vender sus pinturas en el centro de la comuna. A veces las regalaba, otras, pagaba para que se llevaran alguna, y de vez en cuando, carabineros lo recluía en el calabozo de la comisaría por estar pintando en lugares prohibidos. Lo trataban con cariño, un cariño fundado más en la compasión que en el amor genuino.

      ***

      Quince años después de su muerte, una mujer le ha dedicado un pequeño discurso en el Museo de Bellas Artes de Santiago:

      Vicente no retrataba paisajes, solo los utilizaba para depositar en ellos los sentires de su cerebro. Estos eran profundos, no codificables en letras ni menos en palabras. Era lucidez pura frente a la existencia, sin el respiro que nos obsequia la inconsciencia.

      Dibujaba el amanecer de Puente Alto desde La Ballena, un cerro desaparecido en honor al progreso. Allí retrataba la cordillera y sus faldas, los infinitos verdes que tenían los árboles, algunos casi amarillos y otros casi negros. Desde el cerro se veían cientos de tejados con pelotas atrapadas, muertas, desinfladas, rodeadas de palos y manchas de polvo.

      Su hermano, en aquella época, don Teobaldo Vargas, le compraba todos los materiales y hasta se endeudaba para ello, pero Vicente le decía que aún no estaba preparado para vender sus obras. En definitiva, el alma del pintor siempre pareció un hilo que estaba a punto de cortarse.

      No todo lo que dicen de Vicente es cierto. El mito es un buen negocio, la locura en el arte también lo es. Dalí sabía de eso, muchos lo saben. Sin embargo, como dice su amigo Felipe Aliaga, resulta bueno mitificar un poco el cerebro del pintor de Puente Alto, pues nadie se traga todo lo que dicen de él.

      “Si contara las cosas tal cual como sucedieron ―me dijo un día―, tampoco lo creerían del todo, y Vicente pasaría a la historia injustamente disminuido. Entonces, no me queda más remedio que exagerar algunas cosas para que la humanidad calibre naturalmente la visión que tiene de él. Será, con seguridad, la justa visión. Lo que sí es real, tanto como puede serlo, es que falleció como un inútil, como un flaco con pinta de pajero que pintaba y dibujaba todo el día porque era lo único que sabía hacer”.

      ***

      Vicente Vargas González conoció a Felipe Aliaga Contreras en una de esas mañanas frías donde el sol ilumina sin calentar. Luego de haber ido a vender bronce, cobre y un alto de latas de cerveza a una chatarrería de la Avenida Tocornal Grez, el pintor caminó despacio por la calle, vislumbrando la fragancia dulce que despedía la distribuidora de polulos Gladys, aquel sucucho de adobe, pintado de rojo y verde canario, que era capaz de derrotar a las flotantes partículas de bencina, originadas en una vulcanita diez metros más al sur. El artista, acabado esos minutos de frenesí, se dirigió a la picada de don Caco para tomar desayuno.

      ―Dos completos italianos con mucha mayonesa, casera ―pidió encarecidamente.

      ―¿Y para tomar? —preguntó don Caco.

      ―Quiero una bebida blanca. La que sea.

      Felipe entró al local cuando Vicente tenía la mitad del segundo italiano en el estómago. La mayonesa la usó de bigote y el último sorbo de bebida le provocó un hipo del carajo.

      ―Disculpa, tienes mayo en la nariz ―dijo Felipe.

      Vicente se rio de su desgracia.

      ―El maestro no tiene más kétchup que este ―insinuó el pintor―. Si quieres ocuparlo, ocúpalo.

      Conversaron largo, entre pausas y mascadas, hasta enterarse que ambos jugaban pool.

      ―Vamos a jugar ―invitó


Скачать книгу