Historia de dos partículas subatómicas. Franco Santoro

Historia de dos partículas subatómicas - Franco Santoro


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importante.

      ―Hoy no quiero que pintes en el patio. ―Dio un sorbo a su café y se echó a la boca un trozo de pan con mermelada―. Entraré la camioneta para revisarla.

      ―Pero si la revisaste antes de ayer.

      ―Sí, pero debo revisarla de nuevo.

      En la noche de ese mismo día, Vicente entró a la panadería de la esquina para retratar a los panaderos. Trabajaban la madrugada completa, amasando y transpirando, rodeados de ruidos de máquinas. Se sacaban las poleras para disminuir el calor, mandaban una gran lengua de masa al pecho y desde esa posición cortaban pequeñas esferas que luego se convertirían en pan. Vicente dibujó el aire caldeado del lugar, los pelos en el pecho de los trabajadores y el aroma a alcohol que algunos fulguraban. Terminó de dibujar y escribió en una esquina de la hoja: Es un enigma si lo salado de la marraqueta es por la sal o por el pecho sudoroso del panadero.

      CAPÍTULO III

      Teobaldo Vargas González era un oficinista del Banco del Estado. Todos los días de su vida se levantaba a la misma hora, usaba las mismas corbatas y caminaba por las mismas calles. Era predecible como la lluvia, olía a jabón y chicle de menta. Su esposa se llamaba Johanna Bórquez. Era secretaria en GF Auditorías, una oficina contable ubicada en el edificio Don Carlos. Cierta noche de invierno, hacía dos años, Johanna sufrió un accidente automovilístico. Quedó con secuelas irreparables; un retraso mental severo y estar postrada en una silla de ruedas. Parecía una hermosa niña con arrugas que delataban sus casi treinta y cinco años de vida. Había que mudarla, darle de comer y vestirla. Teobaldo se encargaba de todo eso. Vicente de hablarle, meterse en su mundo de incoherencias y seguirle la corriente. La pintaba casi todos los domingos a la hora del atardecer. La trasladaba en su silla de ruedas hasta llegar al parrón. Ahí, bajo las hojas y las uvas, nacientes, maduras o marchitas, la dibujaba lentamente, plasmando su aliento a pastillas y la nostalgia que podía sentir el pedazo consciente de su cerebro. Vicente sabía que Johanna tenía pequeños momentos de lucidez en el día. Quizás siempre estuvo lúcida, pero no lo podía expresar, y sus ojos rojos no eran alergias primaverales, sino que desesperación.

      ***

      Teobaldo, el día del accidente de su mujer, estaba sentado en el living de su casa, fumando un cigarro y viendo las noticias en la tele. El volumen estaba bajo y el silencio de la noche entraba por todos los agujeros de la casa. La noche ―como diría Shakespeare― nodriza de la culpa. Hablaba solo y le pegaba piteadas a su cigarro. Murmuraba potenciales palabras para su esposa:

      ―Desde que te conocí he admirado tu capacidad de contar historias que bordean lo imposible y resultan ser ciertas. Las narras como si fueran nada o simples idas al baño. Fue lo que me atrajo de ti, tu capacidad de sobreponerte a lo adverso sin quejarte ni decir siquiera que estabas cansada o atemorizada. Sigo admirándote por eso. Sin embargo, desde que estamos juntos, he creído falsamente que necesitas de mi ayuda, que en realidad no eres fuerte. Me lo has hecho creer así. Me has convencido de eso. Ahora, en estos momentos, siento admiración, compasión y atracción hacia tu cuerpo al mismo tiempo, pero no te amo. Me hostiga decírtelo, me cansa besarte. El temor de saber con creces que no encontraré a nadie mejor que tú, me ha mantenido aquí estos últimos dos años, esperando enamorarme de otra para irme, mas no lo he conseguido. No puedo seguir engañándome; no quiero estar contigo.

      Ensayó ese discurso una y otra vez, gastándose toda la cajetilla de cigarros. Se fue a dormir cuando en la tele cortaron las trasmisiones, y la afonía se transformó en bofetadas para los tímpanos. Esa misma madrugada, una patrulla de carabineros llegó hasta su casa y le avisó del accidente.

      ***

      Vicente Vargas González llevaba siempre a su cuñada postrada a los salones de pool. Una vez, intentó enseñarle a jugar, pero ella no pudo aprender; no tenía la fuerza suficiente para sostener el taco. De modo que la dejaba sentada en una esquina de la mesa y desde allí la mujer gritaba todas las bolas que el pintor metía. No se entendía mucho lo que decía, pero de seguro eran halagos para él.

      El mes de enero, días después de celebrar Año Nuevo, ambos fueron a la playa. Vicente dijo a su hermano que se quedara en la casa. “Aprovecha. Dale en el gusto al cuerpo. Será pecado, pero también es necesidad. Dios lo entenderá”. Teobaldo no respondió, metió su mano al bolsillo y le dio dinero al artista. Estuvieron tres semanas en El Quisco, en la cabaña del bisabuelo materno.

      ―Tome, Nino. ―El pintor le entregó una docena de billetes a su bisabuelo―. Se lo manda Teo, dice que es para que pueda ponerle ducha al baño y construya un portón decente.

      El viejo miró el turro de plata de reojo y negó con la cabeza.

      ―Si quisiera bañera, reja, cerámica en el suelo y todo lo demás, regresaría a Santiago a encerrarme en mi casa. Dígale a su hermano que esto es una cabaña, y el chiste es que sea diferente a una casa.

      Vicente guardó el dinero en su bolsillo y cambió el tema de conversación.

      ―Silencioso el pasaje. El mar está lejos y puede oírse.

      ―Siempre es silencioso. Los viejos somos así.

      ―¿En las cabañas contiguas viven viejos? Al parecer no vive nadie.

      ―En este momento, nadie. En noviembre viene mi compadre Arévalo y su esposa.

      ―¿Y se juntan?

      ―Sí.

      ―¿Y qué hacen?

      ―Nada.

      ―¿Cómo?

      ―Solo nos sentamos en el jardín a conversar. Arévalo, de vez en cuando, viene en su furgón Volkswagen y lo revisamos.

      ―¿Siempre ha sido así?

      ―Sí. Esta población se fundó en los años setenta. En esa época, la mayoría de los que llegamos aquí ya éramos abuelos. Antes veraneábamos en los bosques de El Quisco, con carpas, cagando en hoyos en la tierra. Tiempo después, decidimos construir cabañas; compramos entre muchos amigos y compañeros de trabajo este terreno y creamos la población Los Setenta. Arévalo y yo somos los únicos que quedamos, todos mis amigos han muerto. A sus familias no las conozco, y no vienen para acá tampoco.

      Abrió una botella de vino y le dio un vaso a Vicente. El pintor balbuceó un par de palabras refiriéndose a la fundación de Los Setenta, una frase estúpida, indigna de eco, y le preguntó a su bisabuelo:

      ―¿No había dejado de ser alcohólico?

      ―Sí, ya no lo soy.

      ―Entonces, ¿por qué está tomando?

      ―Porque no soy alcohólico, pendejo. Te dije. ―Tomó un trago monumental―. En este mundo existen dos tipos de alcohólicos: el que toma todo el tiempo y el que no toma. No soy ninguno de ellos.

      Vicente asintió desinteresado. Luego, se acercó a Johanna y le ayudó a ponerse su traje de baño.

      ―¿Vamos a caminar? ―le preguntó.

      Ella, con un gesto indescifrable para un desconocido, dijo que sí.

      ―Guárdeme el vaso de vino ―dijo el artista a su bisabuelo―. Regreso más tarde.

      El silencio anaranjado. La brisa marina. La sal. El mar plateado en el horizonte, procesado por el pintor en ondas sonoras desesperantemente inexplicables.

      Había una avenida enorme que recorrer. Parecía que al final de ella descansaba el océano. Vicente compró una palmerita a Johanna y se la dio de a pedazos para que no manchara toda su cara con azúcar. Iban cantando “Mediterráneo”, de Serrat.

      ¡Quizás porque mi niñez sigue jugando en tu playa! / Y escondido tras las cañas / Duerme mi primer amor / Llevo tu luz y tu olor por


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