Historia de dos partículas subatómicas. Franco Santoro

Historia de dos partículas subatómicas - Franco Santoro


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quedaba a la altura del codo. Memorias estúpidas, pero que por alguna razón fueron importantes. Tenía noción de los zapatos de su abuela, mas no de su abuela, y aunque nadie le creyera jamás, Vicente recordaba el instante en que su bisabuelo le dio una mitad de limón.

      CAPÍTULO IV

      Un sábado por la tarde, Vicente Vargas González y Felipe Aliaga jugaban pool. El pintor le preguntó al cantante si había visto a la mujer del sombrero:

      ―¿La viste mientras estuve en la playa?

      ―No, nunca la vi.

      Las bolas de la mesa chocaban entre ellas, sonando en todo el salón, y Johanna, que yacía en un rincón del local, reía cada vez que las oía.

      ―Necesito pasear por Puente Alto para ver si encuentro a la chica del sombrero.

      ―Quisiera ser… ―cantó burlesco Felipe un tema que le había oído a Jorge Negrete― la golondrina que al amanecer, a tu ventana llega para ver. ¡A través del cristal! Y despertarte muy dulcemente si aún estás dormida...

      Vicente sonrió.

      ―No la busques, no la vas a encontrar ―dijo el cantante―. ¿Te has fijado en que cuando uno quiere que pase algo no pasa jamás? En resumidas palabras; si salgo con ganas de encontrar plata, nunca pasará. En cambio, si salgo con la mente vacía, de seguro encuentro cien pesitos.

      ―Necesito volver a ver el color de su aroma ―respondió el artista.

      Vicente caminó por Puente Alto intentando no pensar en la mujer del sombrero, pero su mente era un caldero. Tenía dos imágenes de ella, solo dos recuerdos que paseaban por el torrente de su sangre sin detención. No comía hace días. El dinero que tenía acumulado, obtenido al realizar un par de retratos por encargo a carbón, lo gastó, casi entero, en un mendigo que necesitaba zapatos. “Lo que necesito es copete ―dijo el mendigo―, pero gracias, amigo, por los bototos”. Vicente lo dibujó. El hambre hizo que entrara a una fuente de soda. “Un Barros Luco, maestro, y una bebida”, pidió. Mientras comía, vio una partida de brisca que jugaban un feriante y un vendedor de arroz inflado en la mesa más lejana del local. El vendedor venció con una elegancia sin igual. Su victoria fue tan aplaudida y aplastante, que el feriante levantó su cuerpo de la mesa y sacó un cuchillo del porte de su antebrazo.

      ―¡Tú no tocas ni un billete, enanito! ―rezongó el feriante―. ¡De seguro tienes un naipe escondido en tu culo, tramposo!

      El vendedor se quedó quieto como si supiera que alguien lo iba a defender.

      ―¡Sácale el cuchillo del cuello, conchetumare, sácaselo! ―gritó un hombre que punzaba al feriante en los riñones con un pedazo de vidrio.

      Todo volvió a la calma. El feriante tomó desde el respaldo de la silla su chaqueta de cuero, se bebió el último sorbo de cerveza, ese de espuma y amargura, y se marchó en silencio. Vicente miró al vendedor de arroz inflado y le preguntó:

      ―¿Puedo sentarme con usted?

      ―Siéntese no más, mijo ―contestó el viejo.

      El pintor pidió dos vasos de cerveza.

      ―Sé que usted es pintor, lo he visto en el centro ―dijo el vendedor―. No sé leer ni escribir, pero en memoria nadie me gana. Si acepta, vayamos a una quinta de más abajo. No quiero estar aquí.

      A las seis de la tarde, ambos salieron del local. El vendedor de arroz inflado andaba en una pequeña bicicleta adornada con muchas cabezas de muñeca en el manubrio. Entraron a la quinta de recreo Santa María, un lugar amarillo según Vicente, pues había un guitarrista, de camisa abierta hasta el inicio de la panza, desatando una melodía tan aguda como un nudo de garganta, y una gorda de vestido blanco, vieja como la luna, cantando con la fuerza de un parto una tonada de Facundo Cabral.

      No soy de aquí

      ni soy de allá.

      No tengo edad ni porvenir

      Vicente se dio cuenta de que todo el mundo conocía al vendedor de arroz inflado. Las garzonas lo saludaron con la calidez que se saluda a un padre y la lujuria que se saluda a un amante.

      ―¡Mi viejo chico y hermoso! ¿Cómo le baila?

      La garzona miró al pintor.

      ―Y este lindo acompañante, ¿quién es?

      ―Es un artista, un dibujante, un vago.

      La mujer hizo una mueca de impresión y le estrechó la mano.

      ―Hola ―saludó Vicente de vuelta, distraído con los colores delirantes que se evaporaban de las mesas.

      Tomaron asiento en un lugar apartado y conversaron hasta las cinco de la madrugada.

      ―Vi cómo pintabas a una mujer hace un tiempo atrás ―dijo el vendedor―. Iba en el metro y te vi. Yo también padezco de sinestesia ―el pintor le había contado de su enfermedad en el camino hacia la quinta―, bueno, en realidad no, pero al ver los colores de tu pintura pude recordar el aroma de la mujer que amé toda mi vida. Ella me dedicó una canción de Alberto Cortez. Era callejero por derecho propio ―cantó―. Soy callejero, por eso me la dedicó. Nací en la calle, literalmente. Mi mamá no alcanzó a llegar al hospital y me tuvo en la intersección de las avenidas Concha y Toro, y Gabriela, justo al frente del parque. Creo que eso marcó mi destino. Soy vendedor de la calle. Vendo de día. Me paseo por todas las poblaciones habidas y por haber; Carol Urzúa, La Papelera, El Molino, El Castillo, Venezuela, Santo Tomás, Teniente Merino, Chiloé, El Refugio, La Nocedal, La Legua, El Volcán, Marta Brunet… Poblaciones peligrosas, pero nunca he recibido un golpe, un tajo, ni nada, porque no soy choro. Soy pequeño y vivo, pero no choro. La única herida que tuve fue haberme separado de esa mujer. Mientras teníamos relaciones me cantaba: eres callejero por derecho propio. Ahora vive en Talca, o eso me han contado unos amigos. Tiene un hijo que según todo el mundo es mío, pero yo no sabía que había tenido un hijo. Me enteré hace muy poco. ¿Cómo me acerco al muchacho sin parecer un maldito hijo de perra? ¿Quién va a creer que no tenía idea de su existencia? Ni yo lo creo. A veces pienso que siempre lo supe. Tanto amor sin condón, tanto echarlo adentro, es obvio que algo tenía que pasar. Cuando supe que ella se fue a Talca, mandé cartas a su supuesta dirección. No hubo respuesta. No sé leer ni escribir, no puedo abusar tanto de la gente para que me ayude a redactar. Sin embargo, un día un amigo me dijo: tu amada se fue cuando supo que iba a tener un bebé tuyo. Le pregunté por qué, y respondió: él es un callejero por derecho propio, y quiero que lo siga siendo. Quiero creer eso y que el hijo no es mío. Ni siquiera sé si es hijo o hija. Dios quiera que sea hijo. Las mujeres odian a todos los hombres cuando su padre las abandona.

      El vendedor de arroz inflado habló hasta que su lengua igualó la textura de una toalla, y el pintor escuchó su sonsonete carraspeado hasta la inminente hipnosis. En un momento de la noche hablaron de Felipe Aliaga.

      ―Canta bien el chiquillo ―comentó el viejo―. También lo vi en el metro, cuando pintabas. Deberías traerlo a la quinta para que cante.

      Y Vicente lo llevó a la quinta. Felipe hizo explotar sus cuerdas vocales, convirtiéndolas en leyenda.

      ―Cantar solo, es excitante ―dijo Felipe―, pero que todos bailen al compás de tu voz es como para eyacular.

      Vicente era el único que no bailaba. Él pintaba. Dibujó al garzón que limpiaba las mesas y embellecía los vasos con su trapo, y a las parejas nacientes; las que serían pareja solo por una noche, por un culión y un desayuno ligero en algún motel de la comuna, y a aquellas que surgían para no morir, al menos no tan pronto. Todo eso pintó, y siempre, como color de fondo, estaba la voz de Felipe Aliaga. También había colores provenientes de la memoria del pintor, tintes complicados de parir, pues sus recuerdos debían estar calibrados a la perfección para hacerlos. Fue así como vislumbró, en retazos de pinceladas, el aroma de la chica del sombrero.


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