Cienfuegos. Alberto Vazquez-Figueroa
los milagros.
El cojo Bonifacio comenzó a caminar cada vez más rectamente, y pese a que durante un tiempo se esforzó por conservarlo en secreto, al poco le confesó a su primo Celso que ciertas noches de luna se le aparecía una virgen que le obligaba a seguirle a paso vivo por senderos de montaña para conseguir de ese modo que su atrofiada pierna recobrara el vigor de los tiempos pasados.
El monaguillo se mostró escéptico, alegando que si la Virgen deseara hacer milagros no tenía por qué recurrir a tan fatigosos ejercicios de rehabilitación, pero como se daba el caso de que sufría desde niño un leve tartamudeo que le convertía en blanco de mil burlas, decidió acompañar al cojo en sus nocturnas correrías con la esperanza de que tal vez hablando largamente con la extraña aparición se corrigiera de igual forma su defecto.
Pasaron cuatro noches en vela y al relente sin resultado alguno, pero a la quinta, y cuando comenzaba a desconfiar de las fantasías de su primo, la vio aparecer como nacida de la nada; envuelta en una larga túnica y con el cabello al viento, fantasmagóricamente iluminada por una luna en creciente que jugaba a aparecer y desaparecer entre las nubes.
Quiso decirle algo pero su tartamudez empeoró a tal punto que ni siquiera el más leve sonido acertó a escapar de entre sus labios, limitándose a permanecer clavado allí, tan aterrorizado, que hasta diez minutos más tarde no advirtió por la humedad de sus ropas que se había orinado encima.
Corrió luego en silencio tras el cojo, que parecía tener ahora alas en los pies, pero pese a todos sus esfuerzos la prodigiosa aparición se diluyó en el aire coincidiendo con la llegada de una nube y resultó inútil que registraran juntos los intrincados senderos del bosque, quedando bien patente que la celestial señora había decidido regresar al lugar de donde vino.
Juró no contarle nada a nadie, pero cuando tres días más tarde el señor cura se extrañó de que a todo lo largo de una pormenorizada confesión el monaguillo no hubiera tartamudeado ni siquiera una vez, este se sintió en la obligación de revelarle que su evidente mejoría en el habla se debía sin duda a la intervención de la divina providencia.
Fray Gaspar de Tudela no se había distinguido a lo largo de su ya dilatada existencia por la agudeza de su mente o lo acertado de su juicio, pero tras rumiar largamente sobre los extraños fenómenos que estaban ocurriendo en su parroquia e interrogar a fondo al inocente Bonifacio, decidió que lo más sensato sería acudir en persona al sendero del bosque haciéndose acompañar por su fiel sacristán y media docena de las más fervientes beatas del lugar.
Era noche de luna llena en pleno agosto; noche tan clara que incluso podía distinguirse en la distancia la silueta de la isla vecina con su inmenso volcán que semejaba un gigantesco pecho femenino; noche de olores densos, gritos de aves en celo, millones de grillos y estrellas fugaces que surcaban el cielo persiguiendo murciélagos.
Y todos la vieron tal como la habían descrito, o tal como aparecía en las estampas y en los cuadros, con su inmaculada túnica y su cabello al viento; más hermosa que en la más perfecta imagen que hubieran reproducido jamás manos humanas.
Nació de la luz y se adentró en las sombras, y cuando a instancias del cojo Bonifacio la siguieron aprisa y en silencio, cada cual rogaba en un susurro que le concediera su viejo sueño más amorosamente atesorado.
La perdieron de vista unos instantes, pero al poco la descubrieron de nuevo al borde de una quieta laguna, tan inmóvil y blanca como un ángel de cementerio que permitiera de improviso que la túnica se deslizara de sus hombros para quedar totalmente desnudo y a la espera de un hermoso milagro indescriptible.
Y el milagro cobró forma en la figura de un mozarrón que surgió de la espesura, la alzó en vilo y le obligó a que le ciñera las piernas a la cintura para convertirse así de improviso en una sola persona.
La beata más anciana dejó escapar un lamento y otra lanzó un suspiro.
Una tercera gritó incapaz de contenerse, y fray Gaspar de Tudela la emprendió a sopapos, coscorrones y patadas con el desconsiderado tartamudo y el estúpido cojo que le habían obligado a ser testigo de cómo la señora vizcondesa de Teguise le ponía los cuernos al vizconde con un sucio cabrero.
Ya de regreso al valle trató de presionar a las mujeres suplicando que por el bien de la comunidad guardaran el secreto, pero dos días más tarde comprobó, desolado, que apenas quedaba nadie entre sus feligreses que no estuviera al tanto de las andanzas nocturnas de la rubia extranjera.
El valiente capitán León de Luna, señor de La Casona, regresó a los quince días de una expedición de casugo a la isla vecina, y apenas pisó la arena de la playa, un alma caritativa le puso al corriente, con pelos y señales, de los pintorescos acontecimientos que habían tenido lugar en sus dominios durante los largos meses de su obligada ausencia.
Se lo tomó con calma.
No obstante, y para mayor desgracia del jovencísimo Cienfuegos, la calma del vizconde era mil veces más temible que las iras de cualquier otro ser humano, y como el capitán amaba hasta por el último poro de su cuerpo a aquella criatura excepcional que era su esposa, decidió injustamente lavar su honor sin más ingredientes que la bastarda sangre de aquel lejano primo segundo pelirrojo al que se prometió a sí mismo dar caza y ajusticiar personalmente.
Descansó dos días y dos noches, intentó poseer a una mujer que parecía haberse convertido en hielo entre sus brazos y cuya mente se encontraba sin duda en otra parte, y convencido de que no recuperaría su amor hasta que no le arrojara a los pies la cabeza del culpable, aprestó sus armas, llamó a sus perros y se lanzó a los montes decidido a no regresar sin su trofeo.
El cojo Bonifacio le vio cruzar muy de mañana el platanar, leyó en su cetrino rostro la firme decisión de sus asesinas intenciones, y apenas se perdió de vista en la primera curva del sendero, trepó a una roca y emitió aquel largo silbido de llamada que tan solo los nacidos en la isla interpretaban.
Al poco le respondió Cienfuegos desde la cima del peligroso acantilado, y sobre las cabezas del ofendido esposo y de sus perros se cruzaron de uno a otro lado las palabras de una conversación que a él le resultaba ininteligible, pero que hacía referencia a su honor perdido y a las ansias de muerte que abrigaba en el pecho.
Fue en ese instante cuando el pastor averiguó que la maravillosa criatura que había transformado por completo su existencia estaba casada y era dueña de media isla, y le dolió infinitamente descubrir que jamás volvería a verla pese a que su cuerpo y su alma la reclamaban noche y día.
No le preocupaba el vizconde; ni le inquietaba advertir cómo iba trepando fatigosamente por el empinado sendero precedido por sus tres enormes perros, porque por muy valiente hombre de armas que fuese, de poco le serviría entre aquellas montañas que ningún godo había conseguido coronar y por las que él era capaz de moverse con los ojos cerrados. Le preocupaba el hecho de que jamás volvería a tener entre sus brazos a la maravillosa criatura que en tan solo unos días había sabido hacerle olvidar su soledad de años; no aspiraría ya más su olor a hierba siempre limpia; no escucharía la suave voz que le susurraba al oído dulces palabras que no acertaba a entender, ni podría continuar diciéndole cosas que un millón de veces deseó decir a alguien sin tener quien le escuchara.
El capitán seguía avanzando.
Sus armas lanzaban destellos al ser heridas por el sol de la mañana, a menudo le llegaba, apagado, el ladrido de un perro, y en una de las ocasiones en que el vizconde cruzó justamente bajo él por la escarpada ladera del barranco, se preguntó qué ocurriría si de pronto decidiera empujar con el pie el peñasco más cercano permitiendo que rodara pendiente abajo arrastrando a otros muchos.
Del señor de La Casona no quedaría probablemente nada.
De sus perros tampoco.
La tentación le asaltó unos segundos, revoloteó en torno a su rojiza melena y se posó sobre su hombro como una multicolor mariposa asustadiza, pero la espantó de un manotazo, consciente de que no era capaz de matar de ese modo a un ser humano, y continuó muy quieto mordisqueando una brizna de hierba mientras observaba la lenta progresión de su enemigo.