El anillo de Giges. Joaquín Luis García-Huidobro Correa

El anillo de Giges - Joaquín Luis García-Huidobro Correa


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constituyen para este hombre sencillo una fuente de identidad: “gracias a nuestras tradiciones cada quien aquí sabe lo que es y lo que Dios espera de él”.

      El conocer las costumbres de otras sociedades, lleva a reflexionar de inmediato acerca del valor de las propias prácticas. Se plantea entonces si acaso todas las normas que se siguen en una sociedad tienen simplemente el valor de aquella que indica que se saluda dando la mano derecha, es decir, si todas las normas son meramente convencionales. Bien podemos concebir un pueblo en donde se salude con la mano izquierda, o no con las manos, sino haciendo una reverencia, como los japoneses. ¿Sucede lo mismo con el resto de las normas? Además, se presenta el problema de cómo podemos juzgar si las costumbres de los otros pueblos son mejores o peores. Naturalmente, no podemos tomar como criterio de juicio nuestras propias costumbres. Los atenienses no pueden decir que las costumbres funerarias de los egipcios son peores porque no corresponden a las que se practican en Atenas, eso sería una gran ingenuidad. Otro tanto, con los modos de adquirir la propiedad o de llevar a cabo la guerra.

      Parece difícil encontrar unas costumbres que sirvan de criterio para todos, porque éstas no existen en abstracto, sino que siempre son las costumbres de un pueblo determinado. De ahí, entonces, que algunos piensen que tratar de encontrar cosas que son buenas o malas en sí mismas, y no sólo “buenas para mí” o “buenas para ti”, es tanto como intentar saltar sobre la propia sombra. No se puede. Las normas morales, entonces, dependerían radicalmente del lugar y la cultura en donde se halle el sujeto en cuestión. Esta es la conclusión a la que llegaron muchos de los que pertenecían a ese grupo de intelectuales que llamamos “sofistas”.

      § 7. Los sofistas eran los representantes más típicos de lo que se ha denominado la ilustración ateniense del siglo v a. C. Se caracterizaban por su confianza en la ciencia y la técnica, por su talante democrático e igualitarista, por sus concepciones evolucionistas en materias biológicas, y muy particularmente por su relativismo moral y por su rechazo a la religión tradicional. Varios de ellos pusieron de manifiesto una distinción que desde entonces sería patrimonio de toda la historia de la filosofía, a saber, la que se da entre naturaleza (phýsis) y convención (nómos). Sostuvieron que no cabría hablar de cosas justas o injustas por naturaleza, sino que, en el campo de la ética, todos los criterios son convencionales.

      La comparación entre culturas

      § 8. El relativismo admite diversas formas. Una de ellas consiste en sostener que lo bueno y lo malo dependen completamente del sujeto. Cuando Glaucón relata a Sócrates la historia de Giges, el pastor que, gracias al anillo que lo torna invisible, se transforma en tirano, le pone delante el siguiente problema:

      Son pocos los que sostienen este relativismo. Lo más habitual es una forma moderada, que afirma que los criterios morales dependen de la cultura, del medio social, de la época en que se vive o de otras causas semejantes. Como se ve, no es un relativismo radical, porque admite que, dentro del ámbito de que se trata, existen parámetros que son comunes para todos los que participan de ese ámbito (incluso podría considerarse como una forma de objetivismo, en la medida en que se aceptara la validez universal del principio “se debe seguir las prácticas de la propia sociedad”). No debe entenderse, entonces, como una consagración del capricho individual. Lo que niega es, simplemente, que existan principios morales de valor universal o supracultural. Además, muchas veces el relativismo se conecta con el empeño por mostrar que la diversidad supone un valor para la humanidad, es decir, algo positivo, y que los pueblos mantienen legítimamente costumbres muy distintas.

      Hay que admitir, por tanto, que los relativistas ponen de relieve un hecho importante: no hay un modo unívoco de ser humanos. La excelencia personal conoce manifestaciones muy diversas. Sócrates, Tomás Moro, Juana Inés de la Cruz, Chesterton, Gertrud von Le Fort y Teresa de Calcuta son personas que alcanzaron un alto grado de excelencia humana, pero no cabe duda de que fueron muy distintas. Sin embargo, de allí derivan una conclusión muy discutible, el relativismo, es decir, la negación de la existencia de normas morales que posean un valor universal.

      § 9. Aunque importante, el tema de los principios supraculturales no es sencillo. De partida, si por “principios supraculturales” se entienden criterios de acción que no están incluidos en ninguna cultura, la conclusión obvia es que no existen tales principios. Pretender algo así sería como intentar que hubiese un lenguaje que no fuera ni castellano ni alemán, ni latín, sino lenguaje puro. Esto no es posible. El lenguaje vive en un idioma, aunque sea éste muy rudimentario. Algo parecido pasa con los principios morales. Resulta notorio que ellos siempre residen en una cultura determinada. La pregunta es si todo su valor deriva del hecho de que esa cultura los acepte o si, por el contrario, tienen una validez supracultural.

      Quienes admiten esos principios supraculturales no sostienen, tampoco, que hay ciertos principios que de hecho son necesariamente reconocidos por todas las culturas. Puede que los haya, pero eso sólo implicaría una constatación fáctica, se trataría de la circunstancia meramente empírica de que una convicción o costumbre está muy extendida, y no afectaría ni a su validez ni a la obligación moral de seguir esos principios. Además, todos conocemos el caso de culturas que ignoran algunas cosas tan elementales como no hacer trabajar a los menores de edad en tareas que afectan su integridad física, o que los sacrificios humanos no son una manera adecuada de rendir culto a la divinidad. De hecho, las culturas presentan diferencias muy importantes. Ya lo vieron los sofistas, y es algo que está al alcance de nuestros ojos. La duda es si esas diferencias impiden realizar juicios acerca de determinadas prácticas que se dan en culturas distintas de la propia. De este modo, cuando


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