El anillo de Giges. Joaquín Luis García-Huidobro Correa

El anillo de Giges - Joaquín Luis García-Huidobro Correa


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persuadir, pero no parece tener un fundamento racional. Por eso, dicen, deberíamos ser precavidos y, cuando escuchamos afirmaciones del tipo “esto es malo”, tendríamos que traducirlas por “a ese sujeto no le gusta esa cosa”. Con todo, el emotivismo nos enseña que tenemos que tener esa precaución no solo cuando una persona habla de comida o de música, sino siempre que utilice un lenguaje práctico, es decir, cada vez que se refiera a acciones que pueden o deben ser realizadas u omitidas, como el caso de la tortura señalado más arriba. Como dice Spinoza, todos tenemos la experiencia de que no hay menos diferencia entre los cerebros que entre los paladares, lo que muestra que no es la comprensión racional la que fundamenta nuestros juicios morales, como sucede en las matemáticas, sino simplemente nuestra fantasía.1

      § 17. La propuesta del emotivismo es sugerente. Se apoya básicamente en la tesis de David Hume según la cual la razón no cumple una función práctica, sino sólo científica, o sea, teórico-especulativa. Esta razón es capaz de constatar cómo son las cosas, por ejemplo, en la astronomía, o realizar cálculos matemáticos u operaciones lógicas, pero no tiene nada que decir en el mundo de la acción, en el campo del deber. Por lo mismo, la razón es incapaz de percibir la distinción entre el vicio y la virtud, puesto que, según esta postura, no son propiamente objetos de su conocimiento. En efecto, en ninguna parte del mundo que nos rodea vemos algo así como un vicio: nuestra mirada nos muestra árboles, nubes, casas o montañas; también nos hace ver gente que se lleva a la boca y traga ciertos objetos en mayor o menor cantidad, pero en ningún caso nos hace ver un objeto llamado “vicio” o “virtud”, glotonería o templanza. ¿O es que alguien ha encontrado un vicio en un laboratorio o con un telescopio? Lo dice Hume con toda claridad, cuando trata de probar que “la moralidad no es objeto de la razón”:

      De ahí a la radicalización de la distinción, propia del relativismo, entre juicios de hecho (los relativos a objetos externos) y juicios de valor (referidos a nuestras reacciones sobre determinadas cosas o conjunto de cosas) no hay más que un paso. El excluir del quehacer científico las afirmaciones relativas al campo de la libertad, el emotivismo parece permitir que nuestro lenguaje sea mucho más preciso, aun a costa de que renunciemos a las pretensiones de alcanzar una verdad en el ámbito de la ética. Según esta postura, en el terreno práctico, la actividad de nuestra razón se limita a poner los medios para conseguir determinados fines que no son racionales: es la esclava de las pasiones. Sin embargo, si se admite esa propuesta las consecuencias son particularmente inquietantes. Vamos por partes.

      Cuando alguien dice que las berenjenas son malas en vez de decir que no le gustan, no nos preocupamos demasiado. Del hecho de que diga una cosa semejante no se deriva nada de gran importancia. Procuraremos no ofrecerle ese plato cuando venga a nuestra casa; quizá nos dejemos llevar por su ejemplo y no compremos esas verduras, en fin, nada excesivamente grave. A nadie se le ocurriría prohibir las berenjenas porque alguno o muchos sostengan que son malas. Sin embargo, en el terreno moral parece que el panorama es distinto. En muchos casos, cuando decimos que un acto (por ejemplo, la explotación de menores) es malo, lo que estamos intentando, además de transmitir una información, es que, en casos especialmente graves, se prohíba ese tipo de acciones o, al menos, que no se promueva como un modelo social deseable. Sin embargo, si los juicios morales fueran sólo juicios emotivos, cuando decimos que la explotación de menores es mala lo que estaríamos diciendo es únicamente que no nos gusta o que nos repugna esa práctica. Podemos usar palabras todavía más fuertes y decir que nos horroriza e incluso afirmar que todas las personas que conocemos comparten esa opinión, pero siempre nos mantendremos en el terreno de los gustos y las emociones. Es decir, nuestros juicios sobre lo bueno y lo malo no tendrían un estatuto mayor que nuestros juicios sobre lo dulce y lo amargo. El problema está en que, si esto es así, nos quedamos sin título alguno para pretender que determinadas conductas sean exigidas o prohibidas en la sociedad. Sólo a un tirano se le ocurriría imponer una cuestión de gusto. ¿Con qué título podríamos nosotros pretender prohibir la explotación de menores u otras cosas semejantes? Si los juicios morales no son juicios racionales, no hay modo de salir de este atasco. Podríamos decir que esa prohibición se fundamenta en la ley y ésta, a su vez, es expresión de la mayoría, pero con eso no hacemos más que volver al problema de siempre: ¿y por qué tengo que hacer lo que quiere la mayoría? Probablemente haya que hacerlo en ciertos casos, pero la razón no puede ser “porque la mayoría así lo quiere” ya que incurriríamos en una petición de principio. Tampoco podemos decir “porque la mayoría tiene la fuerza para hacer cumplir su voluntad” porque en este caso no habría más obligación de obedecer a la mayoría que la de entregarle la billetera al asaltante que nos dice: “La billetera o la vida”. Del sólo hecho de que uno o muchos opinen algo no se deriva obligación alguna para el resto de los individuos. Otra solución consistiría en afirmar que es más eficiente y progresa más una sociedad donde los menores no son explotados, pero ¿por qué estamos obligados a ser eficientes y progresar? Como se ve, el problema sigue siendo el mismo y las respuestas de ese tipo son igualmente insatisfactorias.

      Razón práctica

      Si


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