El anillo de Giges. Joaquín Luis García-Huidobro Correa

El anillo de Giges - Joaquín Luis García-Huidobro Correa


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actividades nuestras, mientras que las primeras simplemente suceden en nosotros. Los medievales llamaban a unas —las que se producen por intervención de la libertad— “actos humanos”, y a las otras “actos del hombre”. Ambas actividades son muy importantes, pero unas —los actos humanos— son exclusivas nuestras, mientras que las otras las tenemos en común con el resto de los animales. Se trata de una distinción importante: únicamente somos responsables de los actos que podemos llamar humanos, pues sólo en ellos nos proponemos un fin y elegimos los medios para alcanzarlo. En otras palabras, somos responsables de estos actos porque depende de nosotros llevarlos a cabo. En los actos del hombre también existe una finalidad, pero no es puesta por nosotros. Por eso resulta ridículo tratar mal a una persona por factores como la raza o el lugar de su nacimiento, que no dependen de ella. El derecho y la moral se preocupan sólo de aquello que es fruto de la libertad.

      Necesidad de un fin

      § 27. Detrás de cada acto humano, entonces, podemos reconocer un fin. Existe, en principio, una coherencia entre lo que hacemos y lo que en último término perseguimos. Sin embargo, vemos que los hombres persiguen cosas muy diversas, basta pensar en Nerón, Carlomagno, Stalin, Homero Simpson o Teresa de Calcuta. ¿Son equivalentes todas sus aspiraciones? ¿Da lo mismo dedicar la vida al servicio de los demás o a su explotación? Por otra parte, ¿hay un fin que sea común a todos los hombres, o cada uno debe buscar hacer en la vida lo que le parezca? En realidad, siempre hacemos lo que nos parece, pero ¿da lo mismo eso que elijamos hacer? A primera vista, si todos tenemos un único fin se corre el riesgo de introducir una monótona uniformidad en la vida humana. Sin embargo, pensar que no hay un fin común a los hombres tiene también grandes inconvenientes, como el de basar la unidad del género humano en la sola pertenencia biológica a una especie. Esto llevaría a prescindir de un fundamento más profundo, como podría ser la existencia de una naturaleza humana, que permita explicar antropológicamente la igualdad fundamental de los miembros de nuestra especie. Más de alguno podría pensar que el solo hecho de tener en común con sus vecinos una determinada condición biológica no constituye una razón para sentirse especialmente obligado para con ellos. Por lo mismo, desde el punto de vista político, puede resultar muy peligroso que algunos hombres decreten que otros no tienen el mismo fin que ellos y, por tanto, no son acreedores de los mismos medios —incluido el respeto por la propia dignidad— para lograrlo.

      El contenido de la felicidad

      § 29. El problema, entonces, no reside en la identificación de aquello que, en último término, mueve nuestros afanes, sino en saber en qué consiste, de hecho, ser feliz. Porque, aunque todos estamos de acuerdo en que queremos ser felices, no todos coincidimos en el contenido concreto de la felicidad. Unos, en efecto, la buscan en el dinero, otros en los honores y los de más allá en el placer o en otras cosas. Resolver esta cuestión no es poco importante, a menos que se quiera pasar la vida diciendo, como Mick Jagger:

      “I can’t get no satisfaction,

      I can’t get no satisfaction.

      ‘Cause I try and I try and I try and I try.

      I can’t get no, I can’t get no”.

      Si tenemos en cuenta esa sugerencia aristotélica, en algún caso resultará relativamente fácil descartar ciertas cosas como representativas del último fin, o sea, de la felicidad. No parece que el dinero o el poder lo sean, ya que, en el fondo, no se buscan por sí mismos, sino con vistas a otras cosas. La historia del legendario rey Midas es muy ilustrativa de por qué la riqueza no puede ser el fin del hombre. Consiguió de Dionisio el don de transformar en oro todo lo que tocara, para descubrir después que hasta


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