Facundo de Zuviría. Patricio Colombo Murúa

Facundo de Zuviría - Patricio Colombo Murúa


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en 1810 con la brillante victoria de Suipacha obtenida especialmente por obra y gracia de Güemes y su legión salteña, y que duró hasta 1821. Este proceso bélico demostró —por la ceguera y los errores de los gobiernos porteños— que las armas de la patria no podían sostenerse en el Alto Perú y —gracias a Güemes— que las fuerzas del rey resultaban inexorablemente batidas en Salta.

      Los romanos decían potestae terra finitur ubi finitur armorum vis, es decir que la potestad —la soberanía— sobre la tierra termina donde no puede sostenerla la fuerza de las armas. A esta conclusión debieron arribar los patriotas y también los realistas que obviamente habían sufrido grandes descalabros en esta interminable catástrofe bélica.

      El armisticio en realidad se transformó en un instrumento de paz. Zuviría redactó la primera Constitución de Salta que brindó a la provincia una institucionalidad duradera.

      Finalmente, cabe señalar el destacado rol que cumplió Zuviría como presidente del Congreso General Constituyente que aprobó la Constitución de 1853 que, con sus modificaciones, está vigente en la República Argentina.

       Para llevar mi nombre entre las gentes.

      Escudo de la familia Zuviría.

      2- Frase que Zuviría estampa en la «Introducción» a su obra cumbre El principio religioso como elemento político, social y doméstico.

       El hogar paterno

      Desde su más tierna infancia, Facundo dio claras muestras de ser poseedor de una especial singularidad. Pasado un período de tiempo que excedía generosamente los términos normales para la adquisición del lenguaje hablado, el pequeño no lograba articular una sola palabra.

      La familia, expectante, por un lapso prolongado no tuvo el simple y habitual placer de escuchar los balbuceos preparatorios, ni los habituales sonidos onomatopéyicos que emiten los niños pequeños y que suelen encantar a padres y parientes. A su madre le fue negado el simple deleite de oír el balbuceo de sus primeras palabras, ocasión en la que habría podido conocer el timbre de la voz del pequeño Facundo.

      Ella, hondamente preocupada, había consultado este extraño caso con el médico de cabecera de la familia, con los más reconocidos pedagogos del medio y finalmente con su hermano —a la vez padrino de Facundo— que era un sabio sacerdote.

      Pero en aquellos tiempos y en la muy noble y leal ciudad de Salta, efectivamente, no había nadie que pudiese ayudarla a identificar la etiología del mal evanescente que parecía afectar a su amado hijo y menos quien pudiese prescribir un tratamiento para lograr la remisión de su enigmática enfermedad.

      Después de estos tenaces pero frustrados intentos de esclarecer y remover este morbo, ella finalmente hizo su propio diagnóstico y decidió que se trataba de un impedimento espiritual. Era una rémora que podía ser curada por un remedio que los místicos consideraban infalible para solucionar los problemas del alma: la oración.

      Terminada la ronda de consultas, doña Feliciana fue a la Catedral de Salta y arrodillada a los pies de la imagen del Señor del Milagro, formuló ante el Cristo crucificado una promesa solemne que incluía, además de las consabidas oraciones y misas a su cargo, una contrapartida que debía cumplir el niño mudo. En efecto, debía vestir el severo hábito franciscano hasta que, merced a la solicitada intercesión divina, el niño saliese de su estado contemplativo y le fuese concedido el don de la palabra.

      Los temores de doña Feliciana se desvanecieron con el transcurso del tiempo; cuando el pequeño cumplió los siete años de edad, comenzó de pronto a hablar correctamente y con un dominio del lenguaje que resultó sorprendente para su edad. A partir de entonces, este niño peculiar, convertido luego en un brillante adolescente, se volverá paulatina y progresivamente un desenvuelto e infatigable conversador.

      En la etapa de su escolaridad desarrollará sus capacidades de expresión oral hasta convertirse en un ameno interlocutor y luego en uno de los oradores más destacados de su generación. Años después, Benjamín Villafañe —toda una celebridad de su tiempo— lo recordará en una carta que le remite a Félix Frías —en los tiempos que este compartía con don Facundo el doloroso exilio político en Bolivia. Villafañe escribe: «He tratado al Sr. Zuviría; es un hombre que habla mucho; es como yo me lo había imaginado y como Ud. me lo pintó en una de sus cartas».

       Una esmerada educación

      Facundo quedó huérfano a los diez años y su tío, el canónigo Castellanos, se hizo cargo de su educación. Cuando cumplió los doce años de edad, lo envió a la ciudad de Córdoba, donde ingresó becado en el prestigioso y tradicional Colegio de Monserrat fundado en 1687.

      Esta institución escolar había sido fundada merced a una generosa donación de más de 37.500 pesos, realizada a fines del siglo XVII por el presbítero Dr. Ignacio Duarte y Quirós, que incluía la estancia de Caroya, donde pasaban sus vacaciones los estudiantes y algunos docentes y directivos del colegio.

      Pedro Frías dice: «El muchacho salteño llega en un buen momento» porque «el Deán Funes se hará cargo pronto de la enseñanza del Monserrat y de la universidad».

      En efecto, en 1807 el deán Gregorio Funes, un destacado ex alumno de ambas instituciones, fue designado como Director del prestigioso Colegio Mayor de la Universidad de Córdoba en el que estudiaba Zuviría.

      Funes era un sabio sacerdote y poseía un espíritu progresista y una inteligencia cultivada y abierta a las ciencias modernas. Además de sus titulaciones cordobesas, se había recibido de Bachiller en Derecho Civil en la Universidad de Alcalá y obtuvo la matrícula para ejercer la abogacía en Madrid, título que agregaba un gran bagaje intelectual y científico a los estudios clásicos atesorados por él, que había realizado previamente en la Universidad de Córdoba.

      En 1808 se nombró al deán Funes como Rector de la Universidad de Córdoba. En ese cargo le tocó ejecutar la Real Cédula que otorgaba a esta casa de altos estudios el rango, los privilegios y prerrogativas de una universidad mayor, jerarquía que tenían las universidades de Europa y las más prestigiosas de América.

      El tradicional Colegio de Monserrat de Córdoba donde se educó Facundo de Zuviría.

      De forma inmediata Funes imprimió a la enseñanza que impartía esta institución educativa una orientación de sesgo definidamente moderno. «Sumó el francés —idioma que era la lengua franca en el siglo XIX— al latín y la aritmética a la lógica. El compás empieza a alternar con el silogismo»—continúa describiendo Frías en la obra citada. La ciencia moderna comenzó a asomar junto a la sólida formación intelectual que aseguraba la ratio studiorum jesuítica, que la tradicional universidad no había abandonado radicalmente a pesar de los diversos avatares sufridos por la institución educativa.

      Desde la conducción de la universidad, Funes hizo sentir en forma inmediata la impronta de su espíritu, abierto


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