El camino de la imperfección. Andre Daigneault

El camino de la imperfección - Andre Daigneault


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por Dios. ¡Nunca!

      LA ESPERANZA Y LA MISERICORDIA

      San Claudio de La Colombière exclamaba:

      Yo te glorificaré dando a conocer lo bueno que eres con los pecadores y cómo tu misericordia está por encima de cualquier malicia, que nada es capaz de agotarla, que ningún pecado, por muy vergonzoso o criminal que sea, debe llevar al pecador a perder el coraje. Podría perder todo menos la esperanza que tengo en tu misericordia.

      Hay en el evangelio una pedagogía desconcertante. Dios no se revela a los fuertes y a los inteligentes, sino a los débiles; no a los virtuosos y a los fariseos, sino a los publicanos, a las prostitutas, a los pecadores; no a los poderosos de este mundo, sino a los niños desprotegidos.

      Cuanto más vacío está un vaso –decía Marthe Robin–, más líquido se puede poner en él; cuanto más vacía está el alma para recibir, más la favorece Jesús con sus dones.

      EL PECADOR ES UN SANTO EN POTENCIA

      Al final de su vida, Francisco de Asís, en un acceso de indignación, respondía así a un joven que lo llamaba «santo»: «¿Tú crees que soy un santo? Entonces no sabes que esta misma noche podría irme a la cama con una prostituta si Cristo no me sujetase».

      Este es el espíritu de humildad de los verdaderos santos. Saben que están en el mismo barco que los pecadores, y por eso, en un determinado momento, no hay diferencia entre un pecador y un santo. Porque el santo se reconoce como pecador siempre en estado de conversión, tal como el pecador, por muy débil que sea, se debe reconocer como un santo en potencia.

      PRIMERA PARTE

DESCENDER AL FONDO DE LA POBREZA

      1

      EL CAMINO DE LA FUERZA

      Para adquirir a Dios, primero se debe perder todo.

      El camino del alma es un descenso.

      DIVO BARSOTTI

      CUANDO SE ES POBRE Y CRUCIFICADO

      «Conocéis las miserias de la vida, pero ignoráis el verdadero dolor. Todavía no habéis recibido el verdadero golpe que traspasa el corazón. Tal vez nunca lo recibáis, porque muy pocos lo han recibido, aunque muchos digan haberlo hecho. El dolor no es nuestro fin último; la felicidad es nuestro fin último. El dolor nos conduce de la mano hasta el umbral de la vida eterna.

      Solo tenemos una cosa que hacer en este mundo: transformarnos en santos, y es preciso sufrir mucho para eso. Lo sabemos cuando se es cristiano, pero no decimos suficientemente que solo hay una manera de sufrir en serio. Consiste en renunciar previamente a toda consolación. Mientras no se realice ese sacrificio, la esperanza de la santidad no será más que un sueño o un juego.

      No se entra en el paraíso mañana ni pasado mañana; se entra hoy, cuando se es pobre y crucificado».

      LÉON BLOIS

      Es necesario cambiar nuestra manera de afrontar la santidad. Imaginamos demasiadas veces el camino de la santidad como una subida, un progreso continuo o una ascensión hasta las cumbres de la espiritualidad, como un fruto de nuestros esfuerzos o de nuestra voluntad. Esta imagen de santidad privilegia sobre todo a los fuertes, a los virtuosos, a los voluntariosos, y consiste en creer que la generosidad humana y la buena voluntad serían capaces por sí mismas de hacernos alcanzar la santidad.

      La santidad propuesta por Cristo no es una santidad de orden natural, sino una santidad acogida en nuestra pobreza. Cristo vino para los pecadores y los débiles, y no para los fuertes y para los sanos. Algunos tienen cualidades para acceder a la santidad; tendrán siempre que temer aquello a lo que se llama el coraje de los fuertes y de los orgullosos.

      Con todo, este esquema de perfección humana basado en la voluntad y en la ascesis sigue un trayecto exactamente contrario al de la santidad que Jesús nos propone en el Evangelio.

      «Baja deprisa» (Lc 19,5), le dice él a Zaqueo, para mostrarnos el verdadero camino, que no podemos recorrer si nos negamos a bajar. Está claro que Jesús no propone una escalera de perfección cuyos escalones subiríamos uno a uno hasta poseer finalmente a Dios allí en lo alto, sino un camino de descenso hasta las profundidades de la humildad.

      «Aquel que se eleve será humillado, pero el que se humille será ensalzado» (Lc 14,11).

      LA BUENA Y LA MALA ESCALERA

      En la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14) se habla de la buena y la mala escalera, de la verdadera y la falsa santidad, de descender hasta su pobreza y miseria o de elevarse por la vanagloria y por la complacencia en sus propias virtudes y en la admiración por parte de los otros.

      El fariseo se pone delante, en la parte más alta del templo; expresa una solemne acción de gracias en los términos oficiales de la liturgia de la época: «Dios mío, te doy gracias...». Da gracias por sus virtudes, por su «imagen idealizada»; agradece a Dios sus obras, obras que le han permitido, en su opinión, alcanzar lo más alto de la escalera. El fariseo solo tiene ojos para su propia virtud. Apenas lanza una mirada al publicano, que está allí detrás, y rápidamente lo juzga.

      DESPRECIABAN A LOS OTROS

      Jesús opone de esta manera, como muchas otras veces lo hará, dos tipos de actitudes religiosas. El fariseo es un hombre irreprensible en sus prácticas, que enumera con buena conciencia.

      En verdad él parece estar «convencido de ser justo» (Lc 18,9), y lo está realmente en lo que respecta a la justicia que la ley meramente humana puede alcanzar, pero que no tiene valor ante Dios. Su autosuficiencia, su orgullo espiritual, su certeza son casi una autodivinización.

      La principal acusación de Jesús contra los fariseos es justamente la de ser justos y despreciar a los otros (Lc 18,9). Por eso no pueden ser tocados por Jesús, porque viven en la torre de marfil de su autosuficiencia y de sus supuestas virtudes, en lo alto de la escalera, juzgando a los pecadores, que están allí abajo. Quieren salvarse a sí mismos por sus obras y por su perfección.

      ¿DIOS JUEZ?

      Los fariseos ven en Dios el juez imparcial de las obras humanas: para ellos, la salvación es así el salario y la justa recompensa a los méritos de cada uno. Jesús nos muestra el verdadero rostro de Dios, autor de todo bien y de toda gracia: la salvación a sus ojos es un don gratuito ofrecido a todos, y sobre todo a los pobres y concedido a cualquiera que se abra y lo reciba como un niño. Antes de morir en la cruz, Jesús ofrece y da la salvación al ladrón, aquel a quien llamamos bueno y que se abrió totalmente, en pobreza, a la misericordia infinita que le era ofrecida. Eso es lo que más choca a los fariseos y al pequeño fariseo escondido en cada uno de nosotros: que los obreros de la undécima hora, que no trabajaron todo el día, reciban el mismo salario, o mejor, el mismo don, que aquellos que trabajaron y soportaron el peso del día y del calor.

      San Pablo, el antiguo fariseo, consideró como «basura» su propia justicia, la que le venía de la Ley, «para ganar a Cristo y ser hallado en él, no con la justicia mía, la que viene de la Ley, sino la que viene por la fe en Cristo, la justicia que viene de Dios, apoyada en la fe» (Flp 3,8-9).

      «Y si encontré misericordia –dice aún san Pablo– fue para que en mí, el primero, manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna» (1 Tim 1,16).

      POR LA GRACIA

      Sabemos que fue sobre todo con ocasión de la crisis en la Iglesia de Galacia cuando san Pablo desarrolló su pensamiento a este respecto. Algunos predicadores judeocristianos fueron a enseñar a los gálatas la necesidad de la circuncisión


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