El paso detenido. Alejandro Fernández Barrajón
llevando sus semillas; al volver vuelven cantando, trayendo sus gavillas». Porque hoy también se alegran mi padre y mi madre y le agradecen a Dios el don de mi vocación y, con eso, ya me siento redimido.
Lo más valioso que Dios me regaló en mi infancia –y en mi presente– son mis hermanos. ¡Mis cinco hermanos! No puedo imaginarme mi infancia sin ellos, y todos los momentos de intensa felicidad que recuerdo están llenos de ellos. Nuestros juegos, nuestras risas, nuestras aventuras, nuestras complicidades... Ha sido una hermosa historia de amor. Como si Dios se hubiera empeñado en acompañar mi vocación y cuidarla de la mejor manera posible; con mucho amor. El amor de hermano es el más auténtico, el más desinteresado, el más limpio. Lo es también el amor de la madre, pero con frecuencia ese amor es un amor más protector, más instintivo, más natural. El amor de hermano empieza y acaba siendo solo amor, sin adjetivos, sin etiquetas, sin intereses. Y aunque la vida nos va separando y cada familia busca su espacio, su lugar y su independencia, allí, en el fondo de nosotros, donde nadie entra y curiosea, queda un resquicio de amor fraternal que tiene todas las trazas de ser eterno. Al menos así lo es en mí. Creo que no dudaría en dar la vida, si fuera necesario, por cualquiera de mis hermanos.
He tenido la dicha de estudiar desde muy niño en la universidad de la naturaleza. Con solo cinco años acompañaba a mi padre mientras él pastoreaba, aunque al final del día, extenuado por mil pasos inútiles, él tuviera que subirme a sus espaldas para poder volver a nuestro hogar. Y allí estaba mi madre con todo dispuesto para la cena. En la sencillez de nuestra cocina, con su techo de carrizo y su suelo empedrado, crepitaba el fuego abundante para calentar nuestros miembros ateridos por el frío de la montaña. El candil encendido acompañaba nuestra cena mientras escuchaba las viejas historias de los abuelos, con lobos y princesas, héroes y moralejas. El cielo ha de ser algo así, sencillo y sublime a la vez, donde sobra el amor y no hacen falta muchas palabras.
Conozco todos los senderos de las montañas que conducen a Valdelagua. Sé muy bien dónde habitan los zorros y cuál es el lugar preferido de las víboras cuando llega el mes de junio y se despabilan con los primeros rayos intensos de sol. Y también aprendí que son muy peligrosas en septiembre, cuando se enraman y se sienten protectoras de sus crías. Puedo recordar con asombrosa exactitud cómo es la encina donde crían todos los años las torcaces en la ladera del monte Valhondillo. La naturaleza fue mi primera escuela, y allí, sin libros, sin clases, sin aulas, aprendí a leer a Dios y descubrí que su misericordia es eterna y no tiene límites, mucho antes de que pudiera leerlo en los salmos. Y si alguna vez no lo veía muy claro, me lo mostraba mi madre con sus abrazos y su mirada. He sido un privilegiado total. Llevaba mis pantalones rotos, no tenía ropa de domingo, pero era el niño más feliz del mundo junto a mis hermanos y en nuestro humilde hogar. Recuerdo haber hecho mi primera comunión con un traje prestado, porque en mi casa no se podía hacer una inversión tan cara.
Era inevitable. Cada mañana, cuando llegaba con mis cabras a lo alto del monte y contemplaba la inmensa llanura manchega, que empezaba a iluminarse en el horizonte con vivos colores anaranjados y rojos, amarillos y añiles, me olvidaba de mis cabras y comenzaba mi oración. Era algo tan espontáneo como el agua que brota de la fuente. Se me pasaba el día contemplando las hermosísimas flores blancas de las jaras, las multicolores telas de las arañas, las formas curiosas de las piedras en la pedriza, los huevos pecosos de las cujás en sus nidos entre los sembrados, donde a ellas les gusta anidar...
Y, sobre todo, era para mí un momento sublime encontrarme con alguna mata de peonías en el mes de mayo o de junio. ¡Unas peonías en los cerros agostados de La Mancha! Era como un hallazgo, como un milagro, y no me atrevía a cortar ninguna por si acaso era un sacrilegio. Aún hoy, después de tantos años, podría encontrar si me lo propusiera alguna mata de peonías. Allí, en lo alto del monte, cuando se insinuaba la madrugada, comenzó a tejerse, como una tela de araña, mi vocación a la vida consagrada. El monte fue mi primer seminario, y el amanecer, mi primera lección bíblica. Aún quedan cruces en las piedras de pizarra de los montes aledaños a nuestra casa familiar que yo esculpí siendo niño a fuerza de golpes de piedra. Están allí como testigos de una infancia que Dios quería hacer suya. Fue la historia de una seducción en toda regla que solo Dios y yo sabíamos.
No sé muy bien por qué os cuento estas cosas, pero forman parte de lo que soy y siento hoy. No sería nada sin estas experiencias de la infancia que se han convertido en armazón de mi vida y de mis sueños. Exactamente igual que le sucede a cualquier ser humano.
Os dije que quería desnudarme y ya he comenzado a hacerlo sin rubor. Mi infancia está impregnada de aromas de tomillo y de romero.
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CONSAGRADO EN ESTOS TIEMPOS
No he dedicado excesivo tiempo para pensar si lo mío es o no es ser consagrado. Lo cierto es que lo soy. Me he dejado llevar sin violencia y con consentimiento. Yo entiendo eso de la Sagrada Escritura: «Me has seducido, Señor, y me dejé seducir». Me siento profundamente identificado con el profeta Samuel, porque sentí la llamada a una edad muy tierna. Y me siento también identificado con el profeta Amós, el pastor y cultivador de hijos, natural de Técoa, en la montaña de Judá. También yo he sido pastor en las montañas de Fuente el Fresno, en la llanura manchega, en la sierra de El Madroñal, donde aún cría el águila, y en el cerro Rubio, donde dormita el molino que fue antaño y que ha vuelto a ser hoy. ¿Qué diría Amós si levantara la cabeza?
Mi vocación se parece mucho a esa brisa suave que nos toca la cara en la madrugada y que no queremos dejar de sentir, porque es profundamente reconfortante. Alguna vez he sentido un impulso primario dentro de mí que se ha rebelado contra mi vocación. Me ha sucedido siempre que veo a un padre con su hijo pequeño en los brazos. La experiencia de ser padre debe de ser tan hermosa que más de una vez le he preguntado a Dios por qué tengo que pagar un peaje tan alto para ser consagrado, y siempre he oído en las entretelas del alma: «Te basta mi gracia». Siento, os lo confieso, una envidia sana y provocadora cuando veo a un padre con su hijo y yo me veo consagrado y sin hijos. Lo voy disimulando lo mejor que puedo con los jóvenes seminaristas de los que he sido formador y a los que he acompañado –y sigo acompañando–, a los que siento como hijos de verdad, aunque muchos de ellos me saquen dos cabezas y tengan ya sus propios hijos. No deseo renunciar a la paternidad, porque es un don precioso. Si no puedo ser padre biológico, no quiero dejar de ser, al menos, padre espiritual. Pero nunca un hombre rancio e infecundo.
Los años ya van pesando en mí y cada día que pasa siento más que este es mi camino, que soy medianamente feliz en él y que no deseo otra cosa que serlo cada día más. Las canas que ya pueblan mi cabeza me dicen que es hora de asentarla y de disfrutar de la cosecha de experiencia que ya voy recogiendo.
La vida me ha tratado generalmente bien; me ha querido y yo me he dejado querer. He tenido momentos de noche oscura, sobre todo cuando la envidia me ha rodeado hasta querer despeñarme. Sí, ha sido así, y ha sido triste y doloroso.
Miro hacia atrás y veo que no he sido del todo fiel. Me consuela ver que los profetas y los santos tampoco han sido perfectos. Yo he fallado al Señor, a la Iglesia y a mis hermanos en todos mis votos. Pero también soy fácil para abrirme al perdón y reconciliarme enseguida con los hermanos. He saboreado muchas veces la gracia divina, y con tanta fuerza que he borrado totalmente mis infidelidades, aunque no puedo dejar de estar al acecho. Siento que debo mucho a Dios, pero no me siento eterno deudor, porque sé muy bien que he sido perdonado por Dios; de los hombres no estoy tan seguro. Me consuela mucho esa frase del Pregón pascual: «Dichosa la culpa que mereció tal Redentor». ¡Qué consoladora!
Y desde esta perspectiva veo cómo van pasando los días de mi vida, más bien rápidos y fugaces, como ríos que van a dar a la mar, como diría Jorge Manrique.
Creo que soy frágil en general. Lo sé porque he vivido con mucho dolor y preocupación momentos concretos de mi vida que ahora, que ya son pasado, los considero simples anécdotas. Pero, en conjunto, creo que no he sido suficientemente probado por Dios y me siento inmensamente lejos de Job. Ningún acontecimiento ha conseguido arrebatarme la paz y la esperanza, y jamás he pensado que la vida no mereciera la pena. Más bien, por el contrario, me he sentido inmensamente dichoso