El paso detenido. Alejandro Fernández Barrajón
la iniciativa, la búsqueda, y se viven los tiempos más bulliciosos y apasionados. En medio de la crisis estoy vivo. Las crisis no son las causas de nuestros fracasos, sino nuestra terquedad por vivirlas con creatividad y esperanza. Si el viento nos acaricia de frente toda la jornada, apenas nos esforzamos por caminar. Si el viento nos azota la cara y nos impide avanzar con rapidez, hacemos un esfuerzo sobreañadido para superar la contrariedad y terminamos fortaleciendo nuestros músculos. Salimos más fuertes de la crisis que cuando entramos en ella. La peor de las crisis no es la que nos trae problemas, sino la que nos trae comodidades, resignación y riquezas materiales. Hay una crisis temible e insuperable: la resignación y la comodidad. Esta es la crisis que ha hecho resquebrajarse a la Iglesia y a la vida consagrada en los últimos años. La que ha vaciado los seminarios y noviciados y ha provocado la desbanda de fieles fuera de la Iglesia hasta dejar sus bancos vacíos y llenos de canas.
Los consagrados también estamos preocupados con las crisis. ¡Y hacemos muy bien! Hay quien utiliza la crisis en el ámbito de la Iglesia como un arma arrojadiza para acabar con nosotros. Pero la crisis no es el motivo que debe preocuparnos. Todas las crisis generan situaciones nuevas y alumbran esperanza: «La crisis es la fiebre del espíritu. Donde hay fiebre hay vida. Los muertos no tienen fiebre» (Pedro Casaldáliga).
En efecto, estamos en crisis porque vivimos en cambio permanente. Esa es nuestra salvación. Si hoy quisiéramos sacar una foto a la vida consagrada, nos saldría movida. Estamos de mudanza. A algunos les gustaría una vida consagrada estancada, la de siempre, la que no avanza, la sumisa... pero lo tienen difícil, porque la vida consagrada ha dejado de ser la novicia encerrada que no sabe de qué va la vida y se ha hecho adulta y mujer inquieta. Es decir, de las que no se callan. La vida consagrada de hoy no es ñoña ni tonta. ¡Faltaría más! En los últimos tiempos se ha sumergido en un profundo discernimiento que la está conduciendo a nuevas periferias y fronteras. Es verdad que hay una vida consagrada que envejece y se queda sin aliento, pero no es menos cierto que hay también una nueva vida consagrada que emerge a duras penas, pero con la convicción de que algo nuevo puede surgir. Y no me refiero precisamente a esas llamadas «nuevas formas de vida consagrada» que aún no han pasado la prueba de la selectividad, y ya veremos por dónde se internan. Por ahora yo tengo mis dudas de que sean capaces de ocupar esa tierra que va dejando libre la vida consagrada clásica. Percibo en ellas excesiva mentalidad de vieja cruzada. El tiempo y sobre todo el Espíritu nos lo dirán. No digo que su intento no sea bueno y loable, digo que todavía no han podido demostrar que son una alternativa seria y consistente.
Esta crisis nos está obligando a los consagrados a movernos, a cuestionarnos, a pensar juntos para decidir juntos. Las conquistas que la vida consagrada ha llevado a cabo en los últimos tiempos, consciente de su fragilidad actual, se van haciendo cada vez mayores.
Conciencia creciente de unidad, de colaboración y de encuentro entre los consagrados y con todos.
Una rica reflexión compartida, actual y valiente, sobre nuestro estilo de vida que la vida consagrada de hoy está haciendo suya.
Hablamos cada día más y con una cierta naturalidad de intercongregacionalidad, cuando hace solo unos años esto era impensable. Yo puedo hablar de que he conocido y trabajado en la primera residencia intercongregacional de España, en Salamanca.
Se están dando pasos importantes para recuperar, al menos en el ámbito de la vida consagrada, la igualdad y la dignidad de la mujer. Es verdad, sin embargo, que en este tema aún nos queda un largo trecho por recorrer. Pero avanzamos...
Existe una alianza muy estrecha en la vida consagrada de hoy con las pobrezas de todo tipo. Es un rostro muy visible y muy aceptado de la Iglesia en medio de la sociedad.
La vida consagrada se está tomando muy en serio, en general, el tema de su formación, aunque nos queda mucho por avanzar.
Del desencanto de otros tiempos, porque la misión se estaba comiendo a la contemplación y la vida social a la vida interior, se está volviendo de manera pausada pero segura a reivindicar un estilo contemplativo y una fuerte espiritualidad que no se desligue de la encarnación.
Está naciendo también una nueva manera de ser y de sentirnos Iglesia, como pueblo de Dios, que sea capaz de ser cercana a la gente y se despoje de vestiduras políticas e ideológicas, dispuesta a la renovación permanente y más preocupada por la justicia, la paz y la integridad de la creación. Una nueva vida consagrada sin mentalidad de estatus religioso especial que sabe moverse entre la gente con más naturalidad y menos conciencia de clase. La apuesta de la vida consagrada por la comunión está hoy fuera de dudas.
La vida consagrada de hoy está volviendo con mucha decisión a Jesucristo y al Evangelio, a la escucha de la Palabra y a su condición de testigo.
Está siendo muy buena esta tormenta de precariedad que está afectando a la vida consagrada para saber escoger lo fundamental y despojarse de tantas franjas y brocados que la alejaban del pueblo sencillo y la convertían en oferta extraña e incomprensible.
Existe ya una nueva mentalidad entre los consagrados a la hora de mirarnos y de vernos. Queremos pasar inadvertidos, es verdad, pero no queremos que pase inadvertida nuestra opción, porque en ella nos jugamos nuestra condición de discípulos y de testigos de todo lo que hemos visto y oído.
Hemos perdido las filacterias y los brocados de la autosuficiencia, del estado de perfección, de los privilegios, del poder y del prestigio, y empezamos a sentir que estamos muy cerca de nuestro pueblo. Allí donde estamos y se nos conoce, se nos aprecia, se nos valora y se nos busca.
3
TENEMOS ALGO QUE DECIR
La vida consagrada sobre todo tiene que ser, pero también tiene algo valioso que decir. Y quiere decirlo en voz alta. Aquella vieja humildad que nos llevaba a escondernos entre bambalinas se ha convertido en la modernidad en arrojo para salir a la calle y a la vida a gritar en voz alta que merece la pena ser consagrados, que estamos felices de serlo. Precisamente ahora que algunos se empeñan en decir lo contrario. El torrente impetuoso de gracia que la vida consagrada ha regalado siempre a la Iglesia y al mundo no puede detenerse hoy, aunque su cauce haya disminuido a causa de las grandes sequías espirituales que atraviesa nuestro tiempo. Realmente, el cambio climático es una realidad que afecta sobremanera a la vida consagrada. Tenemos algo que decir en la Iglesia y fuera de ella, y nadie puede negarnos esa palabra y ese testimonio. Para colmo, el papa nos pide que armemos lío.
Cada día que pasa nos hacemos más conscientes de la importancia que tiene en nuestra vida lo relacional y afectivo. Vemos con urgencia la necesidad de hacer desplazamientos para salir del templo a la plaza y de lo institucional a lo espontáneo.
Descubrimos la necesidad de vivir una vida consagrada más inserta en la realidad del presente y más alejada de esquemas excesivamente elaborados y, casi siempre, impuestos desde fuera, desde la tradición o desde la ley. Nos vemos cada vez mejor sintiéndonos compañeros de camino de Jesús por los caminos de Jerusalén a Jericó, que son los caminos de la vida, haciendo un alto en la casa familiar de Betania, el lugar de la amistad, del diálogo y de la fiesta.
No queremos volver al templo de nuevo, como el levita y el fariseo, sino que queremos acampar en los márgenes del camino, donde se encuentra tirado aquel hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó. El viejo templo tiene para nosotros resonancias muy dolorosas de poder, de marginación de los pequeños y de las mujeres, de mercaderes, de impuros y leprosos, de imperio de la ley sobre el amor. Y nos gustaría purificar esa imagen sagrada que percibe nuestro pueblo y que le aleja cada día más de nuestra Iglesia, comenzando por los más jóvenes.
La nueva vida consagrada no pretende en absoluto cuestionar el ámbito de la Iglesia. Ella se siente Iglesia y quiere respirar con la Iglesia al mismo ritmo. Sería un acto fallido quedar fuera de la Iglesia. Pero es consciente de que la Iglesia es también humana y, como tal, pecadora en abundancia. Desea hacer un ejercicio de revisión, de perdón y de propósito de enmienda. No pretende condenar a nadie, sino animar a todos a ver otras perspectivas, otros horizontes y caminos que nos conduzcan más directamente a Dios y nos ponga de rodillas más ante los pobres y menos