El niño problema. Guillermo Javier Nogueira
genéticamente estructurado, pero plásticamente configurado por su interacción con el medio. Esta configuración cambiante y evolutiva es lo que podemos llamar aprendizaje en un sentido amplio y fundacional.
Esta relación formula una de las “grandes preguntas” con respecto a las conductas humanas: ¿qué las determina? No tenemos una respuesta única y absoluta. Lo mejor que podemos decir es que la resultante final como conducta observable es una combinación variable e individual del bagaje genético y de las experiencias adquiridas en el devenir de un sujeto dado.
Este punto de vista es un buen punto de partida para poder analizar razonablemente cualquier conducta humana. Entre ellas, una en particular nos convoca y es a la que se dirige este libro: los aprendizajes escolares o, como los definía, Juan E. Azcoaga: “pedagógicos”. No son compartimentos cerrados y aún la distinción puede ser cuestionada ya que los aprendizajes en la escuela van montados y son acompañados por los aprendizajes en el medio del cual el niño es un emergente.
Un error habitual y muy frecuente es querer atribuir una falencia a uno solo de los extremos de esta díada congénito/adquirido, formulando frecuentemente el diagnóstico de organicidad poniendo lo biológico como causal exclusivo o determinante. Esta determinación está basada en un concepto erróneo y reduccionista. La existencia de compromiso evidente en un aspecto no debe excluir al otro. Lo prudente es pensar en términos de grados de compromiso en cada sector o dicho de otra manera: porcentaje, preeminencia, prevalencia, significancia e interacción. El vínculo entre sectores y sus fallas suele tener mayor relevancia que las características de cada uno por separado.
Nos será de utilidad considerar algunas generalidades hoy aceptadas del funcionamiento cerebral humano. En primer lugar, el enorme interés o tendencia constitutiva por vincularse con el medio y consigo mismo, lo que tentativamente llamamos motivación y gracias a la cual se desarrolla y configura. Le precede la atención y cabe preguntarse si ésta a su vez no depende de la “curiosidad”, que no sería otra cosa que esa tendencia constitutiva de búsqueda de completamiento, complementariedad o equilibrio oscilante. Las “series complementarias” de Freud y también –tal como las reconsidera Ricardo Rodulfo– “las series suplementarias” pueden ser vistas como una formulación integradora con cierta semejanza.
En el lenguaje coloquial hablamos de voluntad a esta tendencia innata para “dirigirse a”, “el yo moviente”, cuya indagación se revelará sumamente compleja y controversial por vinculársela con el libre albedrío, la creatividad y la ética. Es interesante pensar que estamos siempre en un equilibrio meta estable en busca de balance y que por lo tanto oscilamos entre polos variables y opuestos que funcionan como atractores. Cuando estamos en un punto, es manifiesta la carencia, lejanía o faltante del otro, en pos del cual iremos: excitación/inhibición. Esta interacción tiene intencionalidad estando estrechamente vinculada con los afectos y produciendo modificaciones variables que retornarán como reacomodamientos-aprendizajes en los esquemas preexistentes: la búsqueda oscilante de equilibrio aludida anteriormente.
Este es un proceso en busca de estabilidad y coherencia autogenerado o impulsado desde el exterior. No termina nunca mientras haya vida. El cerebro está siempre atento y en permanente “búsqueda”, haciéndolo de diferentes maneras y con diferentes objetivos, uno de los cuales es desambiguar. La incertidumbre lo mantiene inestable, se suele decir que “no la tolera”, a punto tal que si no tiene respuestas, las crea, a veces alucinatoriamente y con ayuda del lenguaje, cesando solo en patologías graves o con la muerte. Algunos de estos procesos están o pasan por el plano de la consciencia, o están listos para ingresar en ella: lo preconsciente y otros permanecen ajenos a ella sin que podamos dar cuenta de su existencia: el inconsciente. En este último grupo existen procesos e información que en determinadas condiciones pueden hacer su pasaje al plano consciente junto con otros a los que será imposible acceder y que tentativamente llamaré el inconsciente absoluto. Por ejemplo, los procesos biológicos que suceden en las neuronas, en sus conexiones y de alguna manera lo que sucede y se procesa allí. Sería abrumador e inútil tener conciencia de ellos. Seríamos una especie de Funes el memorioso pero a un nivel más radical.
El “descubrimiento” freudiano del inconsciente planteó un problema mayúsculo por el reconocimiento que la mayor parte de nuestras acciones o conductas son influenciadas y/o determinadas inconscientemente y en la mayoría de los casos no llegan a nuestra conciencia o lo hacen modificadas y a posteriori. Esto genera cierto rechazo que aún subsiste, expresado como el temor a la psicología o “psicofobia” y al psicoanálisis en particular. Freud produjo una herida narcisista; el hombre ya no sólo no habita una tierra considerada centro del universo por su propia presencia y semejanza con un dios –herida copernicana– sino que además se pone en duda su poder, voluntad y libertad de determinar sus conductas y su destino. Lo expresa duramente al señalar que “el hombre no es amo en su casa”. ¿Seremos autómatas predeterminados a actuar de la forma en que lo hacemos? Tanto la pregunta como las posibles respuestas no muy tranquilizadoras son intolerables e inquietantes para nuestro narcisismo o lo que de él queda. Este temor subyace en las discusiones entre los partidarios y los detractores de la inteligencia artificial, la robótica, los mundos virtuales y el avance de la tecnología, involucrando a pensadores y científicos provenientes de los más variados senderos como Yuval Noah Harari, Jean Baudrillard, Zygmunt Bauman entre muchos otros.
Si miramos un poco más, podremos advertir que este funcionamiento de búsqueda no se da simplemente al azar del encuentro fortuito del hombre y su entorno, ya que de ser así andaríamos erráticamente repitiendo experiencias innecesarias. Sería una forma de presente consciente constante, sin pasado ni futuro y por ende carente de aprendizajes. La construcción de los mismos depende de la memoria fraguada al calor de los afectos que les otorgan el valor apropiado. Como dice Damasio, los afectos son la sumatoria interactiva de impulsos, motivaciones y sentimientos y estos son “el cimiento de nuestra mente”. Su tremenda importancia constitutiva obliga a estimar su presencia y calidad en cada circunstancia que requiera conocer y evaluar conductas humanas.
Surgen otras preguntas de difícil respuesta, como qué es la voluntad, el libre albedrío, la responsabilidad, la génesis del pensamiento moral y la ética, como fue advertido en un párrafo anterior. Tela abundante para cortar por filósofos, sociólogos, antropólogos, psicólogos, médicos y lingüistas. Lleva una vez más al planteo de las dos grandes preguntas: el problema mente-materia y el problema naturaleza-cultura o congénito-adquirido.
La evolución
Es en el cerebro donde se dan, registran, guardan y utilizan tres evoluciones: biológica, personal y cultural. Lo biológico precede a la conducta social y esta a su vez es la productora y transmisora de cultura, pero atención: el camino es bidireccional.
Habiendo digerido el impacto de la revolución copernicana y aun masticando el de la freudiana, el paso siguiente será considerar otra revolución igualmente indigesta, la darwiniana, también gestora de trastornos en el narcisismo del hombre y temporalmente cercana a la anterior.
Copérnico obligó a no considerar la tierra como el centro del universo. Dolorosa comprobación para el hombre que se creía dependiente de una divinidad creadora que lo había hecho a su imagen y semejanza ocupando un lugar privilegiado en el centro del mismo. En lugar de eso, es el habitante de uno más entre muchos planetas y no necesariamente el central. Hoy en día mediante el telescopio Hubble y zondas espaciales sabemos que hay muchos universos similares, incluyendo la posibilidad de vida en algunos de ellos.
Darwin da otro fuerte golpe al narcisismo humano. No hay creador del hombre, peor aún, no hay creación. Somos una especie más, una variante devenida de otras. Contrariamente a como suele decirse, no descendemos del mono, sino que somos un mono distinto. El impacto se agrava al tener que aceptar que si bien ocupamos una posición privilegiada, no somos el eslabón evolutivo final e insuperable. Esta postura sumada a la aleatoriedad del proceso evolutivo es aún hoy día motivo de debate. Deterministas que intentan posicionar a los genes como inmutables y una causalidad lineal, cercana pero diferente del creacionismo religioso con su variante moderna: el diseño inteligente. En una posición distinta están por ejemplo Stephen Jay Gould y Steven Pinker, entre otros, que si bien reconocen el peso determinante