Tiempo mío, tiempo nuestro. Carlos Javier Morales Alonso

Tiempo mío, tiempo nuestro - Carlos Javier Morales Alonso


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más esclavo.

      En la naturaleza casi todas las cosas obedecen a un orden que se puede explicar empíricamente. Para ello se necesita conocer unas leyes de comportamiento que pueden descubrirse de un modo más simple o más complejo. De ahí que las ciencias de la naturaleza estén siempre en busca de un saber sobre el cosmos cada vez más cierto y extenso.

      Es verdad que los científicos no han conseguido explicar todos los hechos físicos que se han producido a lo largo de la historia o que se pueden prever de cara al futuro. Sin embargo, el profesional de las ciencias naturales actúa con la certeza de que todos los hechos pueden ser explicados en un momento u otro, porque, de suyo, la naturaleza no solo está sometida a unas leyes, sino que jamás podrá actuar contra esas leyes.

      De hecho, cuando el equilibrio de la naturaleza se disloca o se destruye, actuando incluso contra el ser humano, esto se debe a que el hombre ha violado sus leyes previamente.

      En la naturaleza —decía— casi todas las cosas obedecen a un orden que las antecede. La excepción está en el hombre. En efecto, en el hombre hay algo que está dado, que posee desde su nacimiento, pero hay un sinfín de rasgos distintivos de su ser que no le vienen dados, porque en la mano de cada hombre o mujer está la decisión de adquirir unas cualidades u otras, y aun de adoptar cualidades contrarias entre sí. Dentro de la naturaleza solo el ser humano puede contrariarse y contradecirse a sí mismo.

      Curiosamente, esos rasgos distintivos adquiridos son los más relevantes en su vida, los que más cuentan en la felicidad de cada momento y en la felicidad total de su existencia. La felicidad es la conciencia de una vida cumplida, de una vida cuyo sentido se ha alcanzado satisfactoriamente.

      Para ahondar en este punto, tengamos en cuenta que todo hombre o mujer es un ser humano porque ha recibido la esencia o naturaleza humana. Pero esta esencia tampoco se le ha dado cumplidamente: necesita la educación y la cultura para alcanzar la felicidad deseada. Sin educación y sin cultura la esencia o naturaleza de cada persona se deforma y se animaliza (el «buen salvaje» es un mito; con todo el atractivo de lo mítico, sí, pero no una realidad verificable). La educación y la cultura pertenecen al ámbito infinito de la libertad.

      El ser humano es naturaleza y libertad. Mejor dicho: es una naturaleza libre, de modo que solo puede ser natural cuando actúa libremente; solo puede crearse cumplidamente cuando la libertad de la persona ha elegido el sentido de su vida y los medios cotidianos para alcanzarlo, para dotar a su vida de un significado pleno. El hombre ha sido creado al ser concebido (lo que he llamado creación primera) y está en continua creación de sí mismo (lo que puede denominarse creación segunda).

      Esta segunda creación debe realizarse constantemente en relación con la primera: no puedo destruir el don de la naturaleza que me ha sido dada para luego crear un ser totalmente distinto. Pero tampoco puedo conformarme con lo que me ha sido dado al nacer: en ese momento el don de mi ser no está totalmente creado; necesita completarse cada día según la dirección que yo elija libremente, para llegar al destino que también habré elegido con plena libertad.

      Como el artista, el hombre proyecta libremente lo que desea, partiendo siempre de las facultades recibidas en su naturaleza (de lo contrario sería un insensato). Y, como el artista, el hombre puede realizar lo proyectado en cada momento de su vida o, por el contrario, cambiar de proyecto e incluso empezar a proyectar lo contrario. El hombre, como el artista, es dueño de su proyecto creador y del modo de cumplirlo.

      Nos movemos en el ámbito inmenso de la libertad. No obstante, si cada persona humana ha recibido el don de su naturaleza para que lo desarrolle libremente, entonces el sentido de su vida, el hacia dónde quiere llegar, tampoco es una elección únicamente suya, como no es suyo el punto de partida. Cada persona elige libremente el sentido de su vida, sí; pero en esa elección, en ese proyecto vital, hay alguien que la llama a ser lo que ella quiere ser. Hay alguien que le da dado el ser personal, singularísimo, libérrimo, y que, precisamente por habérselo dado, sabe llamarla al destino que a esa persona le conviene. De ella depende, también de modo libre, dirigirse hacia ese destino personal y único.

      El sentido final de cada vida humana es elección de la propia persona y, sin dejar de serlo plenamente, también es elección de quien le ha hado el ser, de esa otra persona a quien llamamos Dios. ¡Gran paradoja de la existencia humana! Dios llama a cada persona libremente, por medio de una vocación personal, personalísima; y de acuerdo con esa vocación que la antecede, de acuerdo con esa llamada que la persona siente desde que tiene plena conciencia de su libertad, ella proyecta libremente quién quiere llegar a ser. Si no existiera esa conjunción de voluntades (Dios y el hombre), la vida de cada persona perdería su sentido trascendente, de modo que su deseo de infinitud estaría condenado al fracaso.

      La vocación personal, después de que cada hombre o mujer la haya conocido en su sentido final, debe ir descubriéndose, en sus detalles y concreciones particulares, a lo largo de todos los días de una vida. Vivir es crearse de continuo, pero partiendo de la creación que cada uno recibió en el principio de su ser.

      Cuando un hombre o una mujer no proyecta su vida de acuerdo con su vocación, no alcanzará su destino: alcanzará una meta más o menos satisfactoria o más o menos lamentable; pero esa meta no será la suya, la que colma toda su capacidad de ser. La falta de sintonía con el destino provoca, tarde o temprano, un estado espiritual de carencia, de inadecuación entre el fin de la existencia y todo el esfuerzo realizado.

      Como se ve, el destino no es una fuerza maligna ni azarosa, sino el diálogo entre el yo y el Tú supremo que me conduce a la comunión de dos voluntades. Un diálogo entre dos seres libres, que puede cumplirse o frustrarse. Por lo tanto, el destino es un proceso (el diálogo de la existencia temporal entre la persona humana y la divina) y, a la vez, un término o punto de llegada (la comunión amorosa y eterna entre dos seres libres).

      Como poeta, mi visión del hombre se ha ido perfeccionando desde mi experiencia de la creación poética y desde el testimonio de otros poetas y artistas. Por eso la analogía entre el artista y cada ser humano me resulta totalmente natural: ambos son auténticos creadores. Para mí no se trata de un recurso retórico que me ayude a persuadir a los demás sobre la complejidad de la existencia humana. Ni siquiera se trata de una línea argumental (la vida humana y el trabajo artístico) más o menos ilustrativa y sugerente, con un fin propiamente didáctico. No, no: yo veo que los problemas del hombre en cuanto hombre son los mismos que los del artista en cuanto artista.

      Pues bien: esta analogía natural nos servirá para evidenciar (no hay tiempo aquí para analizarla) la gran paradoja humana que hemos observado: que cada persona haya de elegir libremente su proyecto de vida, que es el proyecto de su propio ser personal, y que, a la vez, ese proyecto sea una respuesta a la vocación del Ser supremo, una vocación otorgada por Él a esa persona antes de darle el ser.

      Así le ocurre al poeta. Ni yo ni ningún poeta digno de tal nombre podemos escribir un solo verso por un acto de voluntad propia (hablo de un verso como parte de un poema verdadero, no del verso fácil que relumbra y se apaga enseguida). Uno siempre escribe un poema porque le viene dado, imprevisiblemente, un primer verso: unas palabras que son solo la antesala de un inmenso paisaje que habrá de ir descubriendo con otro y otros versos, hasta que el paisaje se le presente total, completo, cumplido; de una forma que también le viene dada y que no se toma por una decisión intelectual ni por las simples ganas de echar el cierre y dedicarse a otra cosa.

      No obstante, el poema, en su principio, en su desarrollo y en su cierre, es lo más libre que yo pueda haber escrito. Por eso yo soy el responsable único de todo lo que digo. Sin embargo, sé que yo no he escrito el poema a solas; sé que ese poema era necesario con una necesidad que me trasciende.

      Pues así ocurre con mi proyecto personal, trazado libremente, cuando se siente urgido por una vocación, una llamada de lo alto, en orden al cumplimiento de un destino de felicidad inmensa. Y si el reino de la poesía y del arte es el reino de la libertad absoluta, pues no hay ninguna expresión más libre que la de ese poema o la de cualquier otro mensaje artístico, no por ello el poema deja de estar condicionado —luminosamente


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