A ver qué se puede hacer. Lorrie Moore
orgullo como para coquetear. Tiró la toalla y saludó a su esposa en el público. ¡Hola, cariño! Seguía intentando descubrir cómo había hecho Ronald Reagan para zafar sin hacer nada salvo estar sentado ahí; cuando él, Bush, quiso hacer lo mismo, lo descubrieron. ¡Es muy injusto! ¡Hola, cariño!
Clinton permaneció a horcajadas de su propia banqueta pero luego se levantó como un cantante de baladas cuando fue su turno, micrófono en mano, brindándose a cada una de las personas que hicieron preguntas al estilo de Garland o Piaf. Mezcla entre trago de cóctel dulce y bloc tamaño oficio, habló del deseo y su difícil matemática.
Perot, mientras tanto, usó su banqueta como un zapato de elevación y parecía divertirse con su nueva estatura. Logró armar un chiste recurrente con el presidente. Se divirtió. Diablos, mira lo que estaba haciendo: ¡se estaba candidateando para presidente!
Pero todo esto tenía lugar del otro lado del espejo. En algún otro mundo. El mundo de Lewis Carroll. ¿O no?
¿Es este, el más largo y espantoso de los cortejos –la adulación televisada, los malos dulces, el estilo de cabello cambiante–, el futuro de las campañas presidenciales? Me recuerda el comentario que hizo una vez una transexual que antes había sido travesti: “Cuando era travesti, vestirme de esta forma era divertido. Pero ahora que soy mujer es realmente tedioso”.
En el mundo de Lewis Carroll, lo extraño y lo vano son leyes de la física: las sonrisas cuelgan del aire. Las tortas dicen CÓMEME, escrito hermosamente con grosellas. Las tortugas cantan sobre su propia sopa. Pero luego de la elección, quien sea presidente tendrá que pasar por la densa niebla plateada del espejo, hacia nuestro lado, el lado del pueblo estadounidense, el lado real de la sala.
(1992)
SHADOW PLAY, DE CHARLES BAXTER
A veces, cuando los cuentistas se ponen a escribir novelas se vuelven desenfadados. Inspiran profundo y dejan de lado la vergüenza: algo parecido a lo que les pasa a los tímidos con el vino. Donald Barthelme se vuelve mítico y paródico, Alice Munro, una audaz costurera (que hilvana cuentos para hacer novelas). Andre Dubus nos pide que reconsideremos la nouvelle (como una forma equivalente). Quizás Grace Paley haya mostrado la mayor bravata de todas: simplemente no molestarse.
Charles Baxter, cuyas tres brillantes colecciones de relatos (Harmony of the World, A Relative Stranger y Viaje de invierno) lo ubican en el mismo nivel que los escritores antes mencionados, construyó su primera novela como una cronología inversa. Primera luz (1987), la detallada y conmovedora historia de un hermano y una hermana de Five Oaks, Michigan, es un intrincado deshacer, una progresión narrativa en reversa hacia el momento en que el muchacho, Hugh, toca por primera vez la mano de su hermana bebé. Es una estrategia que tiene dos fines: que Baxter se apropie del género y que demuestre lo indisoluble de los vínculos entre hermanos. En su segunda novela, Shadow Play, Baxter regresa a Five Oaks –una ciudad de mentiras “orgullosas”– y al tema de los hermanos y lo indisoluble.
Quizás porque ya ha estado antes allí, esta vez Baxter está más seguro. En Shadow Play, la novela ya no es una forma que hay que tomar y rehacer, sino un lugar amplio en el cual moverse libremente. Baxter está más suelto, es menos severo. La narración no ha sido domesticada; Baxter la consiente, le desordena afectuosamente el cabello, la deja ir a donde sea. Paradójicamente, el resultado es una novela construida de forma más convencional y, al mismo tiempo, un libro sorprendente y lleno de suspenso.
Shadow Play es en primer lugar la historia de Wyatt Palmer, un chico intensamente brillante y artístico que crece y se encuentra encerrado en la más pedestre de las existencias: de día es un burócrata municipal aburrido, de noche, un cansado esposo, padre y jefe de hogar. Cuando una compañía química llamada WaldChem se instala en la ciudad y presiona al gobierno (por el bien de la economía local, obviamente) para que ignore las violaciones de las leyes de salubridad, Wyatt es arrojado repentina y precariamente al centro de un drama en relación con el comportamiento ético en tiempos “poséticos”.
En el marco de una economía en contracción, hay demasiados ciudadanos en Five Oaks que desean hacer un pacto con el diablo: salud a cambio de dinero; vidas a cambio de puestos de trabajo. Como funcionario municipal, a Wyatt le gustaría “notificar al Estado que las normas y regulaciones de gestión de residuos in situ y las restricciones habilitantes están siendo violadas”.
Pero el director de WaldChem es un amigo de la escuela secundaria; Wyatt juega al golf con él; le ha dado a Cyril, su rebelde hermano adoptivo, un trabajo en la planta. Y como le dice el intendente: “Los tiempos están en tu contra”. Al permanecer callado, ser amable y ayudar a los que lo rodean, Wyatt hace un pacto nefasto: consigo mismo y con el mundo. Ha dejado de ser el cuidador de su problemático hermano adoptivo; ahora es un miembro más de la audiencia. Como escribió Baxter en Primera luz: “Nadie sabe cómo hacer eso en este país, cómo ser hermano”.
De manera similar al relato “La lotería” de Shirley Jackson, en Shadow Play Baxter toma los grandes temas del bien y el mal y los pactos primitivos y los sitúa en los términos de lo municipal y los rituales locales. Está interesado en esos rincones oscuros de la civilización donde la barbarie logra enclavarse y progresar. El Estados Unidos del que habla este libro se ha convertido en una especie de infierno. “Las casas emitían una luz sucia, la luz de ‘no lamento nada’, la luz de ‘escúchame’. De esa forma no se necesitaba el fuego eterno”.
Shadow Play es también un examen de cómo los valores del Medio Oeste, como la amabilidad, la pasividad y la voluntad de ayudar y adaptarse, pueden contribuir con la pudrición y la muerte de una comunidad. Cuando su hermano adoptivo desarrolla un cáncer de pulmón y deja su trabajo de custodio en la planta, Wyatt permanece impasible. “No tenían que hacer WaldChem tan peligrosa esos bastardos”, despotrica Cyril, agonizante. “Podrían haberla hecho más segura”.
“Fuiste fumador”, responde Wyatt en voz baja. “Fumaste cigarrillos durante toda tu vida”. Es una respuesta tan malvada en su neutralidad que más tarde “estaba parado en su propio living, reprimiendo el impulso de gritar”. “El veredicto sobre él, ahora lo sabía, es que era servicial y negligente, un accesorio”. Cuando Wyatt acepta ayudar a Cyril a suicidarse (aquí pensamos en otro oriundo de Michigan, el doctor Jack Kevorkian),4 no solamente ha representado la metáfora central del libro sino que se ha arriesgado a sufrir un ataque de nervios; un ataque repleto de tatuajes, adulterio, un incendio intencional y ¡una mudanza a Brooklyn!
Esto último no es un estímulo menor: en el paradigma geográfico del libro de Baxter, la ciudad de Nueva York es el Edén y el anti-Edén. Aquí la fruta del árbol del conocimiento no se está pudriendo en la entrada para el auto de cada casa; las casas no tienen entrada para el auto; los árboles fueron cortados hace años. Desde entonces, las buenas luchas fueron peleadas y perdidas, y aquí, si bien no se la puede llamar paz, se puede vivir en algo cercano a la calma que sigue al desastre. Wyatt conocía de memoria el mapa del subterráneo de Nueva York, y cuando era joven fue artista, un pintor de retratos. Ahora, con su familia en Nueva York, puede retomar donde dejó antes de que el interior y el centro del país lo interrumpieran de forma tan grosera. Puede intentar algo atípico del Medio Oeste, algo como una coda, una secuela crepuscular; en tiempos no ecológicos, una ecología de la esperanza y la pérdida.
Una de las grandes fortalezas de Charles Baxter como escritor siempre ha sido su capacidad para captar las vidas interiores encalladas de los excéntricos reprimidos del Medio Oeste. Y aquí, en su segunda novela, aprieta el acelerador. Del personaje de la madre de Wyatt se dice que está loca, pero (ya sea que responda al talento de Baxter o debería ser causa de preocupación para esta lectora) los pasajes que le dan voz a su locura son lúcidos, agradables, empáticos: “Ella sabía que los pájaros a veces estaban de acuerdo y otras no con sus nombres, pero mantuvo esa información para sí misma”. “Los ángeles”, piensa, “eran tan vanos, tan bonitos. Llevaban aros de coral y sombreros angustiosamente desarmados”. Cuando Wyatt lleva a su madre a Nueva York, y esta encuentra simpática la vida de una vagabunda, Baxter trata este hecho con una cierta dignidad