A ver qué se puede hacer. Lorrie Moore

A ver qué se puede hacer - Lorrie  Moore


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Maupassant. Algo clásico de las historias de Pritchett es que utiliza visitantes o viajes para crear una disrupción en la cercanía o la presunción de cercanía de la vida de un personaje. La suya es una ficción muy inglesa en la que se despliega la ironía, se expone la hipocresía y se abraza la excentricidad. Pritchett capta la frustración y el esfuerzo bajo el orden moral del ciudadano promedio y nunca deja de ser gracioso. Y su humor nunca se endurece o distorsiona. Su prosa es siempre límpida: divertida pero nunca enturbiada por el desconcierto.

      A Careless Widow reúne seis relatos tranquilos y engañosamente simples, similares a caminatas. En “Un viaje a la costa marítima”, un viudo hace un viaje inútil para cortejar a su antigua secretaria en el que termina enfrentándose a partes de su pasado que él había dejado de lado. En “Cosas”, una pareja de ancianos recibe la visita de la hermana de la esposa, recalcitrante y malhumorada, cuya vida inestable cuestiona la de ellos (coagulada, ahora, en torno a las comodidades y los objetos de una jubilación burguesa). En “Una viuda descuidada”, un peluquero solitario se toma unas vacaciones para escapar de la espantosa rutina de su vida profesional: “Las mujeres venían a él para que las cambiara, para que las perfeccionara. Llegaban quejándose y despeinadas y él las transfiguraba. Las equipaba nuevamente para la cacería. Para él, ellas eran solamente rodetes. Cuando se ponían de pie, siempre se sorprendía de que tuvieran piernas y brazos y pudieran caminar. A veces, aunque no con frecuencia, admiraba el extremo opuesto de ellas: los zapatos”. Escaparse solo resulta posible durante menos de un día, hasta que descubre que su vecina de Londres –la viuda del título– está parando en el mismo hotel: “Eso era demasiado. Ella era la vida ordinaria, y la vida ordinaria siempre iba demasiado lejos”.

      En todos estos relatos, el pasado figura como una especie de personaje: una lámina, un catalizador, un tonto sabio. Los personajes de Pritchett están terminando su decimocuarta década pero no se sienten viejos. Su relación con el pasado aún no está formada, no es clara, todavía no ha sido negociada. “Es un error volver al pasado. Quiero decir, a mi edad. A nuestra edad”, dice la viuda descuidada. Los apetitos aún abundan: “Lo miró codiciosamente, atentamente”. El refrán “hasta el día de hoy” es suspirado como un antiguo chiste agridulce.

      En “Cocky Olly”, los pensamientos de la narradora viajan de manera irremediable hacia el pasado, aparentemente porque ella se ha negado a viajar físicamente a los lugares de su infancia por los que pasa cuando va y vuelve de Londres. “Uno de estos días, cuando esté sola, quiero ir y mirar esos lugares, pero nunca lo hago”, dice. Luego, la historia se enreda en un largo recuerdo de infancia para nunca regresar al tiempo presente. “Entonces volvimos a jugar Cocky Olly”,2 dice, y termina el relato con su cuento infantil favorito. “Y todos nosotros, corrimos por todas partes”.

      Situado –ya sea sentimental o incómodamente– en el ondulante paisaje del pasado, un personaje de Pritchett puede darle la espalda a la muerte. El autor mismo mira a la muerte, si no de forma directa, al menos con ironía. Su humor lúgubre hace que en el relato que le da título al volumen la topografía local ofrezca un lugar llamado “El ataúd” para alpinistas ambiciosos. En “Un cambio de política”, un relato oscuramente cómico, el amor y la muerte intentan aventajarse mutuamente a través de bizarros cambios en la trama: el dueño de una imprenta –casado con Ethel, que está en coma a causa de un infarto– se enamora de Paula, una editora para quien Ethel trabajó como secretaria. “Tengo la sensación de que he estado despierto toda la noche durante años”, le dice él a su nuevo amor. Movida por la culpa, Paula visita a la esposa en el hospital: “En un momento se escuchó el ruido de unos cilindros de oxígeno que eran descargados de camiones en el patio. Los ojos no se movieron. De repente, a Paula se le ocurrió hablarle con una voz autoritaria, oficinesca: ‘¡Ethel!’, dijo… No hubo movimiento en los ojos”. Como el título sugiere, las circunstancias cambian abruptamente en esta historia y nada saca más rápido a Ethel de las fauces de la muerte que el deceso inesperado de su marido en un accidente ecuestre. En otro giro curioso de la historia, las dos mujeres se vuelven amigas cercanas y alquilan una cabaña juntas en otro pueblo. A la muerte se le da la espalda. El pasado, de forma práctica y productiva, se vuelve útil en el presente.

      En el último relato, “La negociación de la imagen”, Pearson –un célebre escritor anciano, quizás no diferente a Pritchett– debe lidiar con un fotógrafo que tiene la intención de capturar su imagen para la posteridad: una suerte de máscara mortuoria. “Te perderás todos los etcéteras de mi vida”, dice el escritor. “Soy todo etcétera… Mi rostro no es nada. A mi edad, no lo necesito. No es más que un sirviente que empujo delante de mí… No sabe nada. Simplemente se concentra. Lo mando a sonreír en fiestas, a dar conferencias… llama a las personas por el nombre equivocado. Sonríe indiscriminadamente. Besa a personas que nunca me presentaron… Sé que tengo un rostro que es como un tazón de sopa con manijas que le sobresalen… ¡Lo que yo daría por una estructura ósea, por una nariz con un hueso en su interior!”. La foto que finalmente ve es una tranquilizadora mezcla entre la vida y la muerte: “Ninguna anémona brillante, solo la cabeza calva de un sapo melancólico, sus pies aferrados a un tronco, flotando en la literatura. Oh, Fama, gritó Pearson. Oh, Maupassant. Oh, Historias de Hoffmann. Oh, Edgar Allan Poe. Oh, Grub Street”.3

      Se siente intensamente la presencia de un maestro en estos cuentos; una presencia aguda, similar a esa añorada nariz huesuda. La literatura de Pritchett es de una humanidad profunda: la ampliación del afecto por parte de un artista maduro hacia rincones inesperados, el entusiasmo incansable de un amante de la vida. “Miré las cabezas de todas las personas en la sala”, dice uno de sus narradores. “Parecían personas de otro planeta. Yo las amaba a todas y no me quería ir”.

      (1989)

      2 Juego infantil inglés tradicional similar a las escondidas. [N. de la T.]

      3 Calle de Londres en la que hasta principios del siglo XIX vivían escritores por encargo empobrecidos, aspirantes a poetas y editores y libreros de poca monta, luego pasó a usarse como término peyorativo para señalar a escritores de obras con poco valor literario. [N. de la T.]

      THE MACGUFFIN, DE STANLEY ELKIN

      Las novelas de Stanley Elkin han sido criticadas, en algunas ocasiones, por su desestimación de la forma y de una trama organizada, y por lo que algunos podrían ver como una complacencia excesiva con los dones poéticos del autor: su alto estilo embobado. En The MacGuffin, esa loca poesía joyceana sigue estando agradablemente allí. Las oraciones son largos riffs de jazz; las palabras ascienden rápidamente y se espuman; la prosa está exuberantemente poblada de tropos, de tropiezos excitantes: los intentos de imitarla son siempre deficientes. Pero con más autoconciencia que en sus novelas anteriores –que incluyen El no va más y George Mills–, Elkin ha ubicado en el corazón temático de este libro una discusión sobre este “fracaso” suyo en la construcción narrativa.

      El título parece decirlo todo. El término MacGuffin, utilizado por Alfred Hitchcock, se refiere a ese elemento de una película de Hitchcock (o de una narrativa en general) que es solamente un pretexto para la trama. El MacGuffin pueden ser los papeles que buscan los espías, el robo secreto de un anillo, cualquier mecanismo o artilugio que haga avanzar la trama. La trama, por otro lado, es simplemente un pretexto para la exploración de un personaje. El MacGuffin en sí mismo no tiene casi ningún significado intrínseco. El MacGuffin, dijo Hitchcock, no es nada.

      En la novela de Elkin, sin embargo, el MacGuffin parece ser una extraña idea en transformación. O tal vez sea una idea fija en un mundo absurdamente cambiante. Pensemos en el chiste que supuestamente dio origen a este término: dos hombres están en un tren. “¿Qué es ese paquete?”, pregunta uno. “Un MacGuffin”, contesta el otro. “¿Qué es un MacGuffin?”. “Sirve para atrapar leones en las Tierras Altas de Escocia”. “¡Pero no hay leones en las Tierras Altas de Escocia!”. “Ah, bueno, entonces no es un MacGuffin”.

      En la novela de Elkin, el MacGuffin está personificado como “la musa de su argumento”, los “desplazamientos raros, el ángulo idiosincrático sesgado”. Es una voz imaginada, un diablillo


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