Fabricar al hombre nuevo. Jean-Pierre Durand

Fabricar al hombre nuevo - Jean-Pierre Durand


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competencia profesional es una combinación de conocimientos, habilidades, experiencias y comportamientos, que se ejercen en un contexto preciso; se constata durante su implementación, en situación profesional, a partir de la cual puede validarse. Así pues, a la ­empresa le corresponde localizarla, evaluarla, validarla y hacerla evolucionar (cnpf, 1998: 5).

      La fuerza de esta propuesta es doble: por una parte, evacuar formalmente la inclusión del diploma de la definición de la competencia –¡la palabra está ausente de la definición!– e introducir el término de comportamiento como componente esencial de la competencia profesional; por otra parte, el cnpf ya sólo menciona una única instancia susceptible de validar la competencia: la empresa; tal es la consecuen­cia de la eliminación del Estado como garante de los diplomas. El lector atento observará que el verbo reconocer (las competencias) no pertenece al vocabulario de la federación patronal, porque el reconocimiento, en el vocabulario utilizado en las relaciones profesionales, significa una remuneración adaptada a este, en tanto que el verbo validar no posee esta connotación. En el mejor de los casos, la validación de una competencia permite la habilitación para ocupar tal puesto o tal función, o incluso, autoriza al asalariado a solicitar una movilidad. Finalmente, la desaparición de la referencia al diploma, base común en un sector para jerarquizar las competencias, limita mucho la «portabilidad» de una empresa a otra, limitando así la movilidad entre firmas: a este cuestionamiento el cnpf contesta que les corresponde a las empresas hacer que evolucionen las competencias de los asalariados; así que cada uno sabe lo selectivo que es el derecho a la formación.

      La apuesta de esta definición de la competencia profesional gira alrededor de dos conceptos que rompen con la historia de la cualificación en Francia. Se trata del concepto de comportamiento y el de evaluación, y a fin de cuentas de la evaluación del comportamiento. Nosotros analizamos finamente las casillas de evaluación de los asalariados y la mayor parte de ellas contienen dos objetos de evaluación: el trabajo y los comportamientos. La primera parte de las casillas trata de medir los resultados del trabajo en términos de volumen de producción y en términos cualitativos con cuestiones que se resumen en esta: ¿acaso los resultados corresponden a los objetivos? La segunda parte trata sobre los comportamientos de los asalariados, incluso los promotores de estas evaluaciones se defienden cuando son atacados por el hecho de que violan alguna parte de la personalidad o la intimidad de los sujetos. En una gran firma que produce motocicletas en Japón, los ítems de la casilla –llenada por el responsable jerárquico inmediato de los obreros sin que los resultados se comuniquen a los interesados– contienen cuestiones francas:

       cooperación: dominio de sí y de su afecto, respecto a la disciplina en el trabajo, colaboración con los demás y no apego a sus propias opiniones y a sus propios intereses;

       espíritu de iniciativa: voluntad de desarrollo personal, actitud respecto al kaizen, actitud de reto más allá del trabajo solicitado;

       responsabilidad: ¿se libra de sus responsabilidades? ¿Puede dársele trabajo con toda confianza?

      Qué sorpresa encontrar en un subcontratista de automóviles del centro de Francia una temática de la casilla de evaluación de los obreros que adopta casi palabra por palabra el vocabulario antes mencionado sin que, por supuesto, sean los mismos autores quienes hayan redactado las dos casillas:

       iniciativas: participación en la vida de la empresa y del taller o de su trabajo. El «muy bueno» busca él mismo y encuentra soluciones a los problemas encontrados sobrepasando el marco de su trabajo, y el «mediocre» atiende pasivamente las órdenes;

       disponibilidad: reacciones ante las solicitudes de servicio de la dirección: cambios de puesto, horarios, horas extras, etcétera. El «muy bueno» propone servicios antes de que se le solicite y el «mediocre» rechaza sistemáticamente los servicios solicitados;

       sociabilidad: comportamiento hacia su entorno (superiores, colegas, personales de los servicios centrales). El «muy bueno» no hace comentarios negativos del superior; corrección perfecta hacia todos; gran amabilidad. El «mediocre» tiene una actitud irascible hacia sus superiores, sus colegas y el personal de servicios.

      De hecho, este tipo de evaluación de los comportamientos trata mucho más de la subjetividad de los asalariados que del trabajo e intenta medir su apego o, más aún, su lealtad hacia la empresa, es decir, su ­lealtad hacia la dirección de la empresa. Nosotros encontramos otras vías más sutiles para evaluar esta fidelidad en la empresa que, al interrogar a los asalariados sobre la percepción de su futuro en la empresa, cuestio­na en realidad sus percepciones del todo subjetivas de la empresa, de la oficina o del taller donde realizan su trabajo. Por ejemplo, para preparar la entrevista anual de evaluación, el n+1 distribuye una hoja A3 doble cara que contiene solamente cuatro o cinco preguntas –sobra decir que la hoja está en blanco–, a las cuales debe responder el empleado o el obrero para la semana siguiente. ¿Qué pueden expresar estos últimos sobre «sus fortalezas y sus debilidades» en relación con las necesidades de la empresa? Algunos han confesado estar tan estresados que ya no podían dormir; otros se apoyan en familiares o en sus hijos, más preparados que ellos mismos. La mayoría de las veces, el objetivo es llenar al máximo los espacios en blanco. Las respuestas tienden a satisfacer las expectativas del n+1 y de los jefes, ¡ya que contienen lo que el interesado piensa que su jerarquía desea escuchar de su parte! En otras palabras, la evaluación se transforma en una prueba proyectiva en la que el asalariado escribe y dice lo que él debería ser según la percepción que tiene de su lugar en la oficina o en el taller. Por eso mismo, se compromete con la conformidad esperada de sus superiores; él empeña su personalidad con una posición sometida a las expectativas de la empresa.

      Por consiguiente, aquí se ha puesto en evidencia una paradoja de la evaluación individual: contrariamente a las apariencias y a las decla­raciones gerenciales, su primera función no es la sanción, positiva o negativa, de los asalariados por la jerarquía, sino la incorporación de los valores de la subordinación y de la sumisión ante el empleador. La prueba es que no hay vínculo organizado o institucional –o muy poco– entre los procesos de evaluación y las promociones o los bonos individualizados. En efecto, las propuestas de distribución de las primas o de los puntos individuales que hace el n+1 se llevan a cabo en tales obligaciones presupuestarias y reglamentarias, cuyo primer objetivo es no crear animadversión entre sus subordinados y él mismo: los calendarios de esta distribución y de la evaluación generalmente no concuerdan y él no necesita una máquina tan pesada como la de la evaluación para distribuir algunas decenas o, mejor dicho, ¡algunas centenas de euros anualmente! Finalmente, las promociones se basan en criterios en los cuales el comportamiento sólo es un aspecto, pues tienen mayor peso la tecnicidad y, sobre todo, las aptitudes para estimular o para dirigir un equipo que predomine generalmente sobre todos los demás.

      Estamos aquí frente a la otra vertiente de la implicación forzada. La primera dimensión proviene en gran medida del flujo tenso con mano de obra reducida, con una especie de objetivación de la obligación de mo­vilizarse para no romper este flujo con la finalidad de no penalizar


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