Los conquistadores españoles. Frederick A. Kirkpatrick

Los conquistadores españoles - Frederick A. Kirkpatrick


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desembarcado en la tierra de promisión; así lo cuenta Oviedo, que acompañaba a la expedición como oficial real. Se consumían de hambre caballeros ataviados de seda y brocados, comprados como alegre equipo para las guerras italianas, incongruentes en el salvajismo de estas tierras extrañas.

      Los mensajeros que se adelantaron para anunciar a Pedrarias esperaban hallar a Balboa rodeado de boato oficial. Le encontraron vestido como un labrador y ayudando a sus indios a colocar el techo de paja de su casa.

      Aunque sustituido en el gobierno general, Balboa fue nombrado por el rey adelantado del mar del Sur y gobernador de dos provincias costaneras. Dos años se mantuvieron las relaciones amistosas entre ambos; Pedrarias, como prueba de que las rencillas desaparecían y se unían las fuerzas, hasta dio su hija en matrimonio a Balboa, estando ella en España, y desde entonces se dirigió a él como a hijo suyo, empleando el lenguaje de un suegro afectuoso; pero la situación seguía siendo difícil. Balboa escribió al rey, dieciséis meses después de la llegada de Pedrarias, protestando con vehemencia de que su obra estuviera siendo destruida por las desoladoras crueldades perpetradas sobre sus leales aliados por los capitanes de Pedrarias. Entretanto, Balboa quiso continuar su obra navegando por el mar del Sur y descubriendo las ricas tierras que lo bordean.

      Desde Acla, puesto establecido por Pedrarias en la costa septentrional de la parte más estrecha del istmo, condujo Balboa hasta el mar del Sur los materiales para cuatro bergantines; trabajo que costó la vida a muchos indios. Se construyeron los cuatro bergantines; Balboa esperaba sólo hierro y resina que habían de traerle de Acla a través del istmo, cuando recibió una citación de Pedrarias. Obedeció al momento ; a la mitad del camino, en su viaje al Norte, encontró a Pizarro, que venía a detenerlo. Pedrarias creyó o alegó que Balboa, en una indiscreta conversación oída y contada por un delator, había mostrado propósitos traicione ros.

      El descubridor del mar del Sur fue procesado, condenado a muerte y ahorcado con otros cuatro. Pedrarias no formó parte del tribunal que juzgó a su yerno, pero delegó la tarea en debida forma al alcalde del lugar, Gaspar de Espinosa, el cual se había distinguido por su repugnante barbarie en la caza, matanza y doma de los indios. Por un notable cambio de fortuna, los barcos que Balboa hacía construido en el Pacífico sirvieron ahora para que Espinosa explorase, en una expedición al Oeste, las costas de las tierras no conquistadas.

      La muerte de Balboa fue un desastre. Aunque no era indulgente con los indios, deseó, luego de inflingir la primera lección cruel, rodearse de súbditos satisfechos y amigos. Era otra clase de hombre, más noble que Pizarro, y si le hubiera sido dado conquistar el Perú, hubiera tenido aquella conquista más felices consecuencias. «De aquella escuela de Vasco Núñez —dice Oviedo— salieron señalados hombres y capitanes para lo que después ha sucedido.» De todos modos, él es el segundo de los cuatro grandes caudillos que entregaron a España el Nuevo Mundo: Colón, Balboa, Cortés y Pizarro.

      En un aspecto, puede decirse que el nombramiento de Pedrarias marcó un hito en la historia de la conquista, pues se intentaron señalar los límites del poder real sobre los indios, tanto para aquel como para los que siguieran. Recibió instrucciones escritas sobre el trato humanitario y político a los nativos, que ya no iban a ser atacados, salvo que fueran ellos los agresores, o que se negasen a someterse pacíficamente. Los indios tenían que ser repartidos o encomendados como esclavos a los conquistadores españoles, pero cuidándose del buen tratamiento y siéndoles regulado un trabajo moderado, sin que su vida doméstica se viera perturbada y dejándoles cultivar su propia tierra. Había que esforzarse en lograr su conversión, a cuyo objeto se nombró un obispo para la diócesis de Darién, asistido por un grupo de clérigos. Se envió también a Pedrarias una «requisitoria» que había que leer a cada grupo de indios contrarios. Era una exposición teológica de la Creación, la autoridad conferida a San Pedro y sus sucesores, la donación que el Pontífice había hecho a los soberanos castellanos «de estas islas y tierra-firme del mar Océano», cuyos habitantes estaban obligados a reconocer la autoridad de aquéllos. «Si así lo hiciéredes, hacéis bien..., si no lo hiciéredes... yo entraré poderosamente contra vosotros... y tomaré vuestras personas y de vuestras mujeres e hijos, y los haré esclavos.»

      Este discurso, ininteligible para los indios —aun cuando hubiese sido posible explicarlo en sus varias lenguas—, fue pronto motivo de burla para aquellos a quienes fue confiado. Las prescripciones reales concernientes al trato humano y discreto de los indios nada significaron para los capitanes que enviaba Pedrarias a explorar y recoger oro. Acerca de uno de ellos, llamado Ayora, dice Oviedo: «Hizo extremadas crueldades y muertes en los indios, sin causa, aunque se le venían a convidar con la paz, y los atormentaba y los robaba... y dejó de guerra toda la tierra alzada... y entrañable enemistad.»

      Cuando, mediante los debidos trámites, se iba a sustituir a Pedrarias en el gobierno de Darién, la oportuna muerte de su sucesor le dejó aún siete anos al mando de aquella provincia. Al terminar este período se dio mana para lograr el gobierno de Nicaragua. Allí murió el terrible viejo, en 1530, después de dieciséis anos de tiranía en las Indias. Oviedo, que, justo es decirlo, le odiaba, declara que Pedrarias era responsable de la muerte y esclavitud de dos millones de indios. Aunque, desde luego, no sea esto estadísticamente exacto, es un significativo epitafio.

      [*] Cfr. mapa de referencia n. 2.

      [**] Cfr. mapa n. 3.

      V.

      NUEVA ESPAÑA (1517-1519)

      El relato de la caída de la civilización azteca ante los invasores españoles ha ocupado merecidamente un lugar preeminente en la imaginación popular, pues de cada página trasciende lo fabuloso, y, desde luego, muy pocos novelistas —o quizá ninguno— han concebido un argumento tan pletórico de incidentes o han llevado sus héroes a la victoria frente a mayor desproporción. Por otra parte, la existencia de la civilización de los aztecas —imperio organizado con ciudades construidas de piedra y rico en oro y piedras preciosas— conmovió al Viejo Mundo como cosa casi increíble.

      PEDRO MÁRTIR


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