Los conquistadores españoles. Frederick A. Kirkpatrick
comandante de Nueva España.
Esta audaz combinación vino a ser un burlesco círculo vicioso, puesto que Cortés fue elegido por las autoridades que él mismo había nombrado; pero las personas interesadas no vieron nada anómalo en el hecho de que un organismo cívico, cualquiera que fuese su formación, asumiera una amplia autoridad; y el municipio de la ciudad de Villa Rica de Veracruz contó estos trámites legales en un despacho[1] enviado al rey por medio de dos procuradores, representantes de la ciudad recién fundada. Cortés legalizó en esta forma su situación, que ahora no dependía ya de Velázquez, sino sólo de la corona. Demostró tener singulares dotes para el caudillaje persuadiendo a todos sus hombres para que renunciaran al botín con objeto de mandarle así al rey un argumento convincente en apoyo de sus pretensiones.
Entonces hicieron ceremoniosamente el trazado del plan rectangular de la ciudad, con su plaza central. Colocaron en la plaza el rollo que simbolizaba la justicia y, más allá, una horca. Se marcaron solares para la iglesia, el cabildo y la cárcel. Cortés fue el primero en acarrear piedra para los muros y en cavar los cimientos. Pero el trabajo estuvo a cargo de los labradores indios de la vecindad.
Mientras tanto, las relaciones con los indígenas costaneros eran amistosas; y del «gran Moctezuma» (como siempre le llama Díaz) vinieron mensajeros que incensaron a los extranjeros con incienso de copal y les ofrecieron regalos —paños de algodón, mantos de vistosas plumas tornasoladas, adornos de oro bellamente trabajados, «una rueda de hechura de sol, tan grande como de una carreta, con muchas labores, todo de oro muy fino..., y otra mayor rueda de plata, figurada la luna con muchos resplandores»—. Esta sensacional seguridad de la existencia de tesoros no era precisamente lo más a propósito para que se cumplieran los deseos de Moctezuma, repetidamente expresados en sus mensajes, de que no fueran a Méjico. Las circunstancias favorecieron a los invasores, pues era tradición corriente entre los aztecas que su benéfico dios tutelar Quetzalcóatl, después de enseñar a sus antepasados las artes de la vida, había marchado al Oriente, prometiendo regresar algún día. A este dios lo representaban como un hombre alto y barbado de hermoso cutis; así, cuando —en una época que venía bien con la profecía[2]— llegaron en casas flotantes hombres blancos con barbas, que domaban ciervos gigantes (caballos) y lanzaban el trueno y el rayo, Moctezuma, sacerdote y augur a la vez que rey, temió o casi creyó que el dios, acompañado por otros teules (seres sobrenaturales), había venido a reclamar sus derechos sobre aquellas tierras y que su propio trono estaba en peligro. De aquí su vacilación entre el terror sumiso y la alarma indignada; de aquí las ofrendas propiciatorias y los mensajes urgentes pidiendo que no se dirigieran a Méjico.
Además, el dominio de los aztecas, los cuales, partiendo del alto valle de Méjico, habían conquistado el territorio hasta ambos océanos, era una tiranía opresora y odiada. Las tribus de las costas caribes sufrían la conquista reciente, y, recordando sus tiempos de libertad, se quejaban de que los recaudadores de Moctezuma se apoderaban de todos sus bienes y se llevaban a sus muchachos y doncellas para sacrificarlos a los dioses aztecas. Y, sin duda, el tributo pagado en especie debía de ser una carga intolerable para un país que no poseía bestias de carga y tiro, en el que la rueda era desconocida hasta que apareció el cañón de Cortés. Así, sólo se cultivaban los huertos a mano, con utensilios de piedra, madera o cobre blando. Las espaldas de los hombres sustituían a las carretas, y los cereales exigidos por Moctezuma habían de traerse a través del calor tropical y el frío de las grandes alturas en un viaje de muchos días.
Las tribus subyugadas se afanaban, minando sus propias fuerzas, para mantener tres lujosas cortes reales y una ociosa aristocracia guerrera, pues el sistema político azteca se componía de tres reyes confederados que gobernaban desde tres ciudades, a saber: la isla-ciudad de Tenochtitlán-Méjico[3] y las dos ciudades que se hallaban al Este y al Oeste en el territorio adyacente. Cada rey gobernaba en su ciudad y en las cercanías, pero Moctezuma, señor de la ciudad insular, predominaba sobre los tres: era el supremo jefe militar y soberano de los territorios sometidos, que le tributaban. Un tributo singularmente gravoso debe de haber sido el del cacao, que sólo se daba en la costa tropical y había que traerlo a Méjico en grandes cantidades dedicadas a la preparación de una bebida reservada para los nobles y los sacerdotes; las semillas del cacao llenaban un gran almacén de la ciudad imperial.
Cortés, encantando con estos agasajos, visitó la ciudad de Cempoala, capital de la tribu Totonac*. El cacique de la ciudad estaba demasiado grueso para salir a su encuentro a darle la bienvenida; pero fueron a recibirle multitudes que lo condujeron por las calles, cubierto de flores, hasta el lugar en que el cacique se hallaba en pie, sostenido por dos criados, para saludar a los misteriosos y poderosos extranjeros. A Cortés se le presentó la oportunidad en Cempoala y en una ciudad cercana: cinco señores aztecas magníficamente vestidos, aspirando con arrogancia el perfume de las rosas que traían en las manos, llegaron —acompañados por una tropa de servidores y portadores de abanicos que les libraban de las moscas—, para exigir los tributos y 20 jóvenes de ambos sexos con destino al sacrificio, para expiar la buena acogida dispensada a los extranjeros sin recibir órdenes de Moctezuma. Cortés convenció a sus nuevos amigos, que al principio temblaron de miedo, para que se negaran al pago y encarcelaran a los recaudadores. Sin embargo, les contuvo en sus lógicos deseos de sacrificar y devorar a los cinco señores aztecas, y él mismo soltó secretamente a los prisioneros —primero dos y luego los tres restantes—, pidiéndoles que comunicaran al rey Moctezuma que Cortés era amigo suyo y que había salvado a sus súbditos. Toda la provincia de la tribu Totonac —que contenía unas 20 «ciudades»— se sublevó contra Moctezuma y se confió a la sabiduría y al poder de aquellos seres semidivinos.
* Cfr. mapas nn.4 y 5.
Cortés se había asegurado, con su astuta conducta, aliados activos y sumisos que le proveían de víveres y servidores, así como de un equipo de cargadores que los españoles necesitaban urgentemente para transportar los equipajes y la artillería. El «cacique grueso» trató de valerse de sus nuevos aliados en contra de una tribu enemiga —los feudos hereditarios y la guerra intermintente eran la situación normal del país—; pero Cortés insistió en reconciliar a los enemigos y añadió así otra provincia y otra veintena de «ciudades» a los que renegaban de Moctezuma y aceptaban el señorío del emperador Carlos. El cacique de Cempoala, en prueba de más estrecha amistad, presentó a los capitanes españoles ocho damiselas bellamente ataviadas, servidas por criadas. Estas mujeres fueron debidamente bautizadas; pero Cortés, confiando excesivamente en la nueva amistad, estuvo a punto de echarlo todo a perder cuando derribó violentamente, en presencia de los jefes del pueblo, que lloraban y amenazaban, los repugnantes ídolos a los que diariamente se ofrecían sacrificios humanos. En cada ocasión que le fue posible mostró este mismo celo por las cosas de la fe, refrenado a veces por los prudentes consejos del capellán, padre Olmedo ; la misa se celebraba donde quiera que podía obtenerse vino, y en sus vibrantes alocuciones a los soldados, siempre les recordaba Cortés que eran campeones de la cruz. Nadie tenía la menor duda de que sojuzgar a los paganos y esparcir el cristianismo eran deberes meritorios, y Cortés, aunque le disgustaban sinceramente la carnicería y la destrucción, no retrocedía ante los procedimientos violentos cuando parecían necesarios para una causa tan sagrada.
Ganada ya la región costanera, Cortés estaba dispuesto a marchar sobre Méjico y apoderarse de todo el país por medio de sus mismos habitantes. Por lo pronto, se cortó toda retirada por un acto de audaz confianza que se ha grabado en el pueblo español más que cualquier otra hazaña del conquistador. Mandó destruir todas las naves. Este golpe espectacular y decisivo no sólo forzó a los recalcitrantes a seguir adelante, sino que añadió al reducido ejército los 100 marineros que tripulaban los barcos, refuerzo muy conveniente. Los aparejos, las velas y piezas de metal fueron almacenadas en tierra; luego habían de prestar grandes servicios.
En la guarnición de Veracruz quedaron 150 hombres, y a mediados de agosto de 1519, el ejército español, de 15 caballos y unos 400 de infantería, emprendió la marcha hacia Occidente, acompañado de 200 cargadores indios que arrastraban a los seis pequeños cañones y 40 nobles de Cempoala con sus tropas; 1.000 cempoaltecas en total[4]. Tres meses duró la marcha hacia Méjico a través de 200 millas de terreno montañoso y volcánico. Durante estas doce semanas las tribus que salían al paso de los españoles