Récord de permanencia. Gabriel Insausti Herrero-Velarde
lo que decía el tao te kin, o lo que farfullaban algunos minimalistas en su jerga confusa, de que la verdadera realidad es la negación. Una ausencia, en este caso de muro, es lo sustancial. Lo más suyo de cada casa es precisamente la no casa, porque por ahí, por esa especie de boca siempre abierta, respira el edificio y sin ella moriría. En el fondo, qué sino levantar un recinto para la luz es construir un edificio. Lo más mágico y extraordinario de cualquier construcción, si uno lo piensa un poco, es que de la oscuridad rupestre o de la opacidad del palafito hayamos llegado a esos muros ma non troppo, a esas estructuras que dejan pasar la luz a ratos. Piénsese en un calabozo, en algo como lo que sufría el conde de Montecristo, y es fácil advertir que la mayor de las privaciones es esa, la de la luz.
De modo que, lejos de una arbitrariedad descabellada, el window tax contaba con sus razones. Una casa es tanto más valiosa cuantas más ventanas cuenta. Cuando uno compra una casa, lo que compra en realidad es una ventana, o un balcón, y luego viene lo demás. La casa más pobrezosa se redime un poco si en ella hay una ventana a un parque o un río o un descampado, porque uno puede pasarse ahí las horas muertas leyendo, escribiendo, fumando, lo que sea, y entrar en el resto de la vivienda sólo para los cometidos indispensables de la vida. Una ventana nos redime.
Yo, cuando nos instalamos en esta casa, supe que lo que había comprado con ella era fundamentalmente eso: un balcón, una ventana. Ahí pasaría buena parte de los siguientes años. El paseo, las murallas, el portal, los fosos y, más allá, el río y los barrios de la vega. Luego, las colinas que cierran la cuenca por el norte y las montañas que en invierno se ven a veces blancas. Había como una vocación en esa ventana y a ella me atengo.
Ahora, en mayo, está todo verde. Los chopos, los álamos y los castaños se han henchido, han cerrado la vista con sus copas, y casi no se distingue otra cosa que esa mancha verdosa frente al balcón, que se cimbrea a ratos con el viento. Año a año han ido creciendo, ocultando la vista de los barrios más próximos, y dentro de unos pocos la esconderán por entero. Desde el balcón sólo veremos las cumbres y un pedazo de cielo.
El único que me acompaña entonces es el gato. Un gato blanquinegro, muy silencioso, que en las últimas semanas ha dado en venir aquí siempre, hacia las once, cuando yo salgo a fumar el último. Sube por la cuesta, trepa a lo alto de la muralla y se sienta en una esquina, como si oteara el panorama a la espera de una presa. Un gato meditativo, que nunca tiene prisa y conoce todos los rincones.
A veces nos miramos el uno al otro unos segundos. Nos espiamos, casi. «Qué tipo más raro», pensará tal vez al encontrar en toda la fachada sólo estos dos ojos. «Ahora que todo el mundo duerme, él pasa la noche en su balcón como si quisiera tener la calle para sí solo. Y qué poca discreción, cómo mira hacia aquí sin disimulo». Otras veces, al cabo de un rato, el gato da un salto y se pierde por la maleza que corre al pie de la muralla. Durante unos segundos se oye el ruido de las ramas, se ve oscilar algún arbusto, y ya está. Un ratón menos. El gato y yo vigilamos la calle. Solos el gato y yo.
También un lugar puede ser despótico. Igual que un padre severísimo, que una amante celosa, puede exigir de nosotros una lealtad férrea a cambio de sus promesas de permanencia, de confianza, de seguridad, como si unas manos en forma de raíz surgiesen de la tierra y nos retuviesen ahí. No pertenecerle del todo, sin embargo, es el único modo de habitar un lugar.
Sólo vemos la luz en las cosas que la reflejan. Sólo vemos el espacio en las cosas que lo ocupan. Sólo vemos el tiempo en las cosas por las que pasa, rozándolas con su mano helada. Lo que está ahí siempre no lo vemos nunca. Quizá porque la verdad no está en lo que vemos, está en el ver.
Salgo al balcón y el mundo es un himno, enciendo la tele y es un sarcasmo.
Es un pasaje que citan a menudo. Está en el Libro de las fundaciones. «Hijas mías», dice allí Teresa, «no haya desconsuelo cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores: entended que si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor ayudándoos en lo interior y en lo exterior».
Ya se ve que misticismo y hastío no se excluyen. Teresa era perfectamente sensible a la tortura de la vida práctica, a la insufrible rutina diaria y a su sucesión de exigencias: lavar, planchar, cocinar, fregar… Y, sin embargo, contaba con un argumento teológico para ver ahí algo más que un mecanismo opaco e insoportable: que el centro de su fe, la Encarnación, consistía precisamente en que Dios había perdido su carácter puramente trascendente, inalcanzable, y había habitado en la misma rutina, redimiéndola. De hecho, había pasado la mayor parte de su vida así, entre pucheros, entre aperos, en lo más sencillo y material.
Si se tratase de hacer su propio gusto, sin duda Teresa se habría quedado en el oratorio, y ahí habría encontrado satisfacción más que suficiente; su descubrimiento, sin embargo, fue que aquellas penosas ocupaciones, aquellos requerimientos prácticos, formaban también parte de la vida contemplativa: no había pues que elegir entre Marta y María, la vida estaba en la suma de las dos.
Cuando contemplas un bodegón de Zurbarán, su silencio entre una jarra y un plato, el cerco de sombra que se extiende a su alrededor, sólo tienes que recordar a Teresa —«entre los pucheros anda el Señor»— para sospechar esa presencia. Para imaginar una historia íntima y secreta.
Hago siempre las mismas cosas: leo los mismos libros, paso por las mismas calles, hablo con la misma gente. De ese modo, cuando de pronto irrumpe la novedad más nimia —un jilguero en mi ventana, un rayo de luz tras unas nubes, una música a lo lejos— el mundo se me antoja un milagro. Y yo estoy en él.
Si tuvieras que pesar un día, qué pondrías al otro lado de la balanza.
La rutina consiste en conocer la partitura, pero no en oír la música.
Si en vez de caminar uno se quedase quieto en un punto, para mirarlo todo desde ahí y dar la razón a Leon Battista Alberti y su perspectiva, tendría que convertirse en pintor de paisajes.
Eso he pensado hoy mientras andaba entre campos. Primero, las urbanizaciones que terminaron de construir ayer por la tarde y donde los escasos vecinos llevan el cartel de “Se vende” escrito en la frente. Luego, la carretera por la que sólo pasan los ciclistas y algún que otro coche despistado. Después, un pequeño polígono industrial, desierto en día festivo. Y, por fin, los campos de cereal, hasta llegar a un señorío donde estaban las viñas en sazón.
Entre ese mar de viñas muy disciplinado, con las olas metódicamente dispuestas en línea, he contemplado un rato las colinas que quedaban hacia el oeste. Es una parte del paisaje que pasa bastante desapercibida: la mayoría prefiere fijarse en la peña que hay hacia el nordeste, con unos farallones en los que se suceden las buitreras a docenas y arranca un cañón donde se puede hacer noche en una ermita. Por las colinas del oeste, en cambio, todo es más suave y redondeado, más discreto, y los ojos transitan sin darse cuenta de los campos de labor a las cumbres. En los primeros crecen en primavera el trigo y la cebada, y en las segundas hay unos molinos de viento que están siempre dale que dale al aspa. Por eso los del pueblo de abajo dicen que viven del aire, como los poetas de antaño.
El caso es que no cuesta mucho esbozar una crónica de la intrahistoria del lugar, sólo con la imagen del paisaje. Están los molinos, sí, pero también la autopista y el túnel que atraviesa el monte aledaño. Y la antigua carretera, por la que ya sólo van los vecinos de los pueblos del valle, serpenteando monte arriba hasta el puerto. Y el desmonte, en la falda de la sierra, cerca de donde se encontraba la mina de Potasas, que daba de comer a media comarca y que cerró hace años. Y esas pequeñas hondonadas de los campos, que delatan el punto donde una vieja galería, tras años de abandono, se derrumbó. Y el pinar que plantaron en la ladera, y que cruza una pista de la serrería, por donde se oye a veces el runrún de un par de motociclistas que pasan el domingo aturdiendo los oídos del vecindario. La microhistoria de un lugar, en unos pocos rasgos.
A veces, cuando uno es lo bastante viejo, se topa con uno de esos lugares que puede reconocer todavía, pero bajo cuya máscara de hoy aún se recuerda el rostro de ayer. Sucede sólo si se han conocido de niño esos paisajes sin autopistas ni molinos, sin carreteras ni pinares, sin minas ni motocicletas, cuando estaba el mundo mondo y lirondo. Entonces esa crónica procede a una enumeración