Récord de permanencia. Gabriel Insausti Herrero-Velarde

Récord de permanencia - Gabriel Insausti Herrero-Velarde


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la sensibilidad moderna. El tedio como su condición natural, como el espacio en el que aparece lo único real, o sea, la soledad de la propia conciencia, espantada ante el espectáculo de la nada. El tedio como el rostro cotidiano de esa nada. El tedio como correlato anímico de la parvedad de la existencia. El tedio como conclusión dada de antemano, ante lo irrelevante de la propia biografía… o, por qué no, como punto de partida para la aventura.

      Hay tantas cosas… Vivir es hoy un barullo donde los objetos se atropellan, nos reclaman, nos ocupan. Y luego están esas cáscaras huecas, llenas de mayúsculas y siglas, o esas palabras tan largas, que acaban siempre en “ción” o en “ismo”, y que repetimos con mucho énfasis como si significasen algo.

      A veces, cuando se agita ese señuelo por todas partes, siento la tentación de la nada. Recuerdo entonces a un amigo que viajó por la India y el Nepal, de aldea en aldea, y que casi llegó a hacer cumbre en los Annapurnas. En uno de aquellos valles, en un rincón perdido, había encontrado un lago hermosísimo, sin ninguna población en varios kilómetros a la redonda. Había bordeado aquel pedazo de azul caído del cielo y había encontrado finalmente la cabaña de un hombre que vivía allí, solo. El anciano lo había invitado a pasar una noche bajo su techo, cuando declinaba el sol. Pero antes de cenar se había retirado un poco, con un instrumento parecido a una balalaika, a un hierbal que caía como una lengua verde hasta la orilla del lago. «Toda mi vida es esto», le había explicado aquel hombre, «el lago y la música de estas cuerdas, cuando se pone el sol».

      Sí, a veces, cuando nos atosiga la vida, parece que es preciso hacer como ese anciano: negarlo todo, retirarse a un lugar donde la multitud no estorbe esa visión del vacío que llevan las cosas dentro y que encierra una forma de felicidad. Y lo único que me salva entonces es un puñado de costumbres —la mesa, el balcón, la plazuela, la fuente, los castaños— del que se diría que ya formo parte. Regreso a ellas, a ese mundo a escala, a ese otro lago, como un pájaro que se posa cansado tras el vuelo… y sabe que antes o más tarde volverá a batir las alas, en busca de quién sabe qué bagatela.

      Lejos. Hay días en que sentimos todo lejos. Días en los que vamos de aquí para allá, hacemos las labores de la jornada y en ningún momento sentimos que habitamos las cosas. Es como si un cerco de indiferencia las cubriese. Igual da esto o aquello, ese camino que aquel otro, sólo importa cumplimentar un guión que nadie sabe quién ha escrito y llegar a la meta.

      A lo peor es eso, tener demasiado a la vista un propósito, otearlo al fondo de la escena, lo que interpone esa barrera entre las cosas y nosotros. No se trata siquiera de ese ensimismamiento que produce el dolor, esa niebla que rodea a quien se concentra en su sufrimiento y lo deja aislado, ajeno a todo, como si habitase ya otro mundo. Lo que sucede más bien es que hay que pasar aprisa sobre objetos, lugares, incluso personas, sin detenernos a darles a cada uno lo suyo, la parte de nosotros que les toca. Para defendernos de ese reproche que una voz nos dicta adentro, pintamos esa lejanía que casi nos sustrae de la vida. «Mañana», nos decimos. Y la vida es siempre hoy.

      Lo que llamo mío no cabe en mí.

      Ya casi ni es noticia. Se trata más bien de uno de los ritos con los que la televisión cierra su predecible círculo, cuando avanza la primavera. Los noticiarios muestran el deshielo de los polos y lo aderezan con una retahíla de cifras y porcentajes que dicen bien poco. Más elocuentes son esas imágenes: con un sonoro estruendo, del casquete polar se desgajan y caen inmensos bloques blanquecinos. Luego se fragmentan en pequeñas balsas a la deriva, sobre un pálido azul, formando una flota de grumos de paredes verticales que transita lentamente por el océano, a la deriva.

      Se habrá repetido miles, millones de veces en la historia del planeta, pero ahora esa imagen se nos ofrece como testimonio de una novedosa amenaza: si la Tierra sigue aumentando su temperatura, dicen, toda esa masa terminará por fundirse por completo, haciendo que se eleve el nivel de los mares. Y el proceso es cada vez más rápido, al parecer: el hielo refleja la luz solar y se funde sólo cuando el agua se calienta lo bastante, de modo que cuanta más agua y menos hielo haya, más se acelerará el fenómeno, en una progresión geométrica. Al final, mientras una voz en off explica estos pormenores, la cámara sigue a algún oso blanco solitario, en pie sobre una de esas precarias naves oscilantes, perplejo porque lo que tenía por un hogar definitivo va desapareciendo bajo sus pies.

      Quizá esa perplejidad es también nuestra. Si toda alteración nos obliga a cuestionar un orden que creíamos perpetuo, más aún cuando se trata de la naturaleza: de pronto, descubrimos que bajo nuestra ingenua fe en su vida inmutable y cíclica yace una historia, con sus cambios paulatinos, sus cataclismos, sus edades. Todas sus normas, que dábamos por supuestas, y sobre las que habíamos erigido nuestro mundo, deben ser revisadas. Qué será, por ejemplo, de ciudades como Venecia. Qué de tantos pueblos costeros, acostumbrados a mirarse en el espejo de un mar que nace a la puerta de las casas. En realidad, más que de lo que ya ha sucedido, esas noticias nos hablan de lo que ha de suceder: ensayan el vaticinio del profeta.

      Durante unos minutos imagino ese paisaje desolado, con la Ca d’Oro sepultada por agua y salitre, o las calles de Amsterdam bajo arena y coral. Son, sí, lugares ya perdidos, condenados de antemano ante un mar contra el que nada pueden diques y otros artefactos. Esa marea irremisible los irá sumiendo en el océano, aseguran.

      Entonces recuerdo aquellas andanzas, cuando niño, en la playa: al llegar las mareas vivas, en septiembre, las rocas que el mar dejaba a flote, al retirarse. Allí, entre algas y légamo, pertrechados de reteles dábamos con cangrejos, lapas, mejillones, carraquelas, alguna estrella marina, y componíamos en nuestros cubos un pequeño acuario que mostrábamos orgullosos a los mayores. Luego, con la pleamar, si intentábamos devolver aquellos tesoros a su sitio, comprobábamos que era imposible regresar. Sólo quedaba abandonar aquello sobre la arena, como un juguete inútil. El agua cubría ya las rocas, sumiéndonos en un extraño desconcierto. Porque, en una vaga y confusa intuición, tal cosa era un lugar para nosotros: algo a lo que se podía volver, que atesoraba una cierta ilusión de permanencia y que, de algún modo, nos permitía recobrar lo que se ha ido.

      Eso mismo, parece, vienen a decirnos ahora las noticias: lejos de su condición permanente de antaño, los lugares de hoy son efímeros, mudables. Irreales, incluso: contra la idea heraclitiana de que un hombre no puede bañarse dos veces en el mismo río, se nos invita a pensar que hasta en ese primer baño hay algo ilusorio. Un hombre no puede siquiera bañarse una vez en el mismo río porque no existe tal río, es decir, una sustancia continua e idéntica. Existe únicamente una sucesión de innumerables gotas de agua, distintas a cada instante. La desolación marina que anuncian esas imágenes casi arroja los paisajes que conocimos a una inexistencia turbia, oscura. Nos obliga a sospechar que no estuvimos nunca en ellos.

      DOS

      UN DÍA UN AMIGO, RECIÉN REGRESADO de un viaje, trajo por casa un fragmento de vidrio. «Es el azul de Chartres», dijo, dejándolo sobre la mesa, «fijaos, qué hermoso». En aquel poliedro irregular, mellado por varias partes como en una talla torpe y fallida, parecía que hubiese cuajado el cielo o se hubiese resumido el mar. Sobre el mantel de hule, entre platos, botellas y cubiertos, aquella esquirla celeste, birlada en un descuido por unas manos jóvenes.

      Pasó de mano en mano. Luego, mientras los demás admirábamos aquel brillo mate, él fue refiriendo su historia: al parecer, se trataba de un resto de los miles de probaturas que los maestros vidrieros habían hecho, durante la construcción del templo; luego, junto con parte del material desechado, ese cristal se había reutilizado en los vanos de la sala noble, en un castillo de la región; por fin, tras dormir durante siglos en la cripta del edificio, lo había rescatado de la sombra un estudioso al que mi amigo había asistido en unas prácticas, durante las vacaciones de verano. Ocho siglos resumidos en esa claridad indiferente.

      A través de qué manos, sobreviviendo a qué azares había llegado hasta nuestra mesa aquel vidrio, daba casi lo mismo. Como una piedra desgajada de un aerolito, o traída de otro planeta, proyectaba su luz sobre el hule, pregonando su naturaleza insólita: arena sometida a calor y presión, hasta lograr esa transparencia.

      ¿Por qué el azul de Chartres? ¿Qué cifraba, en la mente de sus constructores, aquel extraño


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