Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan


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si no lo deseaba, o encontraría una esposa por su cuenta, no algo arreglado. Quizás Ka-poel. Emitió una risita e ignoró la mirada de curiosidad de Gothen. Tamas se pondría absolutamente furioso si se casara con una salvaje extranjera. El momento de regocijo pasó, y resistió el impulso de abrir su cuaderno y mirar el dibujo de Vlora.

      —Es una parte muy bonita de la ciudad —comentó Gothen, interrumpiendo los pensamientos de Taniel. El quiebramagos sostenía la cortina apenas lo suficiente para mirar hacia fuera. Un momento después, el carruaje se detuvo. Taniel abrió la puerta.

      Estaban en el Distrito Samalí. Un humo espeso flotaba sobre la ciudad; se mezclaba con la llovizna y le irritaba los ojos a Taniel. Reinaba el silencio. La turba había sido reprimida hacía dos días, pero había arrasado con casi todo a su paso. De lo que alguna vez habían sido calles con mansiones majestuosas solo quedaban ruinas en llamas y casas destruidas.

      Excepto aquella. La vivienda tenía tres plantas y estaba construida con piedra gris. Había sido diseñada a imitación de los castillos de antaño, con parapetos y sendas. Los muros estaban ennegrecidos a causa de los incendios de alrededor, pero el edificio en sí parecía intacto. Era fácil darse cuenta del porqué.

      Había soldados en los parapetos. Con los adoquines de la calle habían levantado una muralla de un metro de altura frente a la entrada principal. Más soldados se refugiaban detrás, con los mosquetes listos, y miraban el carruaje recién llegado con hostilidad.

      Taniel se bajó del vehículo. Julene ya estaba de pie, poniéndose los guantes. Ka-poel descendió del asiento del conductor.

      —¿De quién es esta casa? —le preguntó Taniel al cochero.

      El hombre se rascó la barbilla.

      —Del general Westeven.

      Un escuadrón de soldados salió de la mansión y se dirigió directo hacia ellos. Taniel sintió que se le retorcían las tripas. Todos llevaban los uniformes grises y blancos y los sombreros con plumas de los Hielman del rey. Se suponía que habían sido eliminados. Y aun así, allí estaban, protegiendo la residencia del antiguo líder de la guardia del rey. El general Westeven tenía casi ochenta años, era antiguo desde todo punto de vista, pero se decía que seguía siendo agudo y perspicaz. De todos los comandantes de Adro, solo Westeven tenía una reputación similar a la de Tamas.

      —¿El general está en la ciudad? —preguntó Taniel. Seguramente Tamas se había encargado de él. No podría haber dejado semejante cabo suelto.

      —Corre el rumor de que ha vuelto —dijo el cochero—. En teoría estaba de vacaciones en Novi. Las interrumpió y regresó ayer.

      —Ka-poel, ¿estás segura de que está aquí? —preguntó Taniel. Ella asintió—. Estupendo.

      Los Hielman se detuvieron a cuatro metros de Taniel. El capitán era un hombre mayor con mala cara. Era unos diez centímetros más alto que Taniel y, cuando posó la mirada en su broche con forma de barril de pólvora, sonrió con desprecio.

      —Tiene a una mujer en la casa —dijo Taniel apoyando los dedos sobre su pistola—. Una Privilegiada. Estoy aquí para arrestarla en nombre del mariscal de campo Tamas.

      —Aquí no reconocemos la autoridad de los traidores, muchacho.

      —Entonces, ¿admite que la está protegiendo?

      —Es la huésped del general —dijo el capitán.

      Una huésped. Los soldados Hielman a las órdenes del general Westeven, ¿y ahora tenían a una Privilegiada? Era terreno peligroso. Taniel podía ver los rifles en las ventanas de los pisos más altos y en los parapetos. El capitán de los Hielman llevaba espada y pistola. Dos de sus guardias portaban rifles largos y delgados con cartuchos del tamaño de un puño adosados debajo: botes de aire en rifles de aire comprimido. Armas diseñadas específicamente para ser inmunes a los poderes de los magos de la pólvora. Sin duda, algunos de los tiradores de allí arriba tenían las mismas armas.

      Con Julene y el quiebramagos probablemente podrían entrar por la fuerza en la mansión. Una cosa era lidiar con soldados, otra era lidiar con la Privilegiada.

      Taniel sintió que Julene tocaba el Otro Lado. Sostuvo una mano en alto.

      —No —dijo—. Retrocede.

      —Ni lo sueñes —replicó ella—. Haré cenizas a todo este grupito y…

      —Gothen —dijo Taniel—. Contrólala. —Necesitaba salir de allí, advertirle a Tamas. Si el general Westeven estaba en la ciudad, no le llevaría mucho tiempo reagrupar sus fuerzas. Atacaría rápido y directo al corazón. Se humedeció los labios resecos—. Nos vamos.

      —Señor —dijo uno de los Hielman—. Ese es Taniel “Dos Tiros”.

      El capitán entrecerró los ojos.

      —No se irán a ningún lado, Dos Tiros.

      —Al carruaje —dijo Taniel—. Nos vamos. ¡Cochero!

      Los soldados se aprestaron a disparar.

      Taniel saltó al estribo del carruaje. Desenfundó la pistola y se volvió. Disparó a uno de los Hielman en el pecho antes de que pudiera ponerse en posición de disparo. Arrojó la pistola al interior del carruaje y miró hacia los soldados extendiendo sus sentidos en busca de pólvora. Dos de ellos portaban mosquetes comunes, y el capitán llevaba una pistola. Todos tendrían reservas.

      Encontró los cuernos de pólvora con facilidad. Tocó la pólvora con la mente y provocó una chispa.

      La explosión casi lo hizo caer del carruaje. Los caballos relincharon y Taniel se aferró con todas sus fuerzas mientras los animales huían aterrorizados. Echó una mirada hacia atrás. El capitán de los Hielman había quedado partido en dos. Uno de sus compañeros luchaba por sentarse. Los otros estaban hechos trizas sobre la calle. Nadie se molestó en disparar al carruaje que huía.

      Cuando el cochero finalmente logró controlar a sus animales, Taniel metió la cabeza por la ventana.

      —Yo podría haberlos atravesado —dijo Julene.

      —Y nos habrían matado a todos. Tenían al menos veinte soldados con rifles de aire observándonos, por no mencionar a la Privilegiada en el interior de la vivienda. Quiero que ustedes dos se bajen. Mantengan esa casa vigilada. Si la Privilegiada se va, síganla, pero no intenten entrar.

      —¿Adónde irás tú? —preguntó Gothen.

      —A advertirle a mi padre.

      Taniel trepó al asiento del conductor y le indicó que aminorara la velocidad por un momento. Gothen y Julene saltaron del vehículo por el otro lado y se dirigieron a un callejón. Taniel medio esperaba que ignoraran su orden e intentaran ingresar por la fuerza en la mansión, solo para no tener que lidiar de nuevo con ellos. Pero necesitaba a ese quiebramagos.

      —Se te pagará bien —le dijo Taniel al cochero. El otro asintió con la cabeza, con una expresión seria en el rostro—. Llévanos a la Casa de los Nobles. Tan rápido como puedas.

      —Olem, ¿sabías que alguien escribió mi biografía?

      Olem se irguió de su posición de descanso junto a la puerta.

      —No, señor. No lo sabía.

      —No muchos lo saben. —Tamas juntó las manos y miró hacia la puerta—. La camarilla real hizo comprar todos los ejemplares y ordenó quemarlos. Bueno, casi todos. El autor, lord Samurset, cayó en desgracia con la corona y fue exiliado de Adro.

      —¿A la camarilla real no le gustó su narrativa?

      —No, en absoluto. Daba una imagen muy favorable de los magos de la pólvora. Decía que eran un arma increíblemente moderna que algún día reemplazaría por completo a los Privilegiados.

      —Una conjetura peligrosa.

      Tamas asintió


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