Promesa de sangre (versión latinoamericana). Brian McClellan

Promesa de sangre (versión latinoamericana) - Brian McClellan


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Puede que el general Westeven esté detrás de ellas.

      Olem salió corriendo de la habitación.

      Los demás siguieron a Tamas; salieron al corredor y bajaron las escaleras. Olem se encontró con ellos en el segundo piso. El lugar estaba atestado de gente: ciudadanos, campesinos, mercaderes pobres. Parecía que media ciudad estaba metida allí dentro. Olem tuvo que abrirse paso a los empujones para llegar hasta Tamas.

      —Señor —dijo—. Hay demasiada gente en el edificio. Nos llevará horas vaciar todas las habitaciones.

      Tamas hizo una mueca.

      —¿Quiénes son estas personas? —Se había formado una hilera y no alcanzaba a ver hasta dónde llegaba. Sujetó al hombre más cercano del grueso overol que llevaba, con un martillo bordado en un bolsillo. Un herrero—. ¿Por qué está usted aquí?

      El hombre tembló ligeramente.

      —Eh, lo lamento, señor. Vengo a debatir mis nuevos impuestos. —Hizo un gesto con la mano señalando al resto de la gente—. Todos hemos venido para eso.

      —No se han promulgado impuestos nuevos —dijo Tamas.

      —¡Por el rey!

      Sonó un disparo cerca de la oreja de Tamas y el hombre cayó al suelo antes de poder desenvainar su daga. Vlora comenzó a recargar su pistola inmediatamente. Del otro lado de Tamas, Taniel había desenfundado las suyas.

      Todo el lugar se puso en movimiento. Se descartaron capas y abrigos, y por debajo de ellas aparecieron armas: espadas, dagas, pistolas, y algunas personas incluso tenían mosquetes. Lo que un momento antes era una fila sin sentido de ciudadanos y plebeyos se convirtió en una turba armada.

      Cayeron sobre los soldados de Tamas lanzando el mismo grito: “¡Por el rey!”.

      Olem se arrojó entre el mariscal y la mayor parte de la multitud. Disparó una pistola, desenvainó su espada y eliminó a tres realistas en un abrir y cerrar de ojos.

      Tamas extrajo su espada y gritó:

      —¡A mí! ¡Hombres de la séptima brigada, a mí!

      Los soldados desprevenidos fueron abatidos. La trampa se había disparado, y el corredor estaba demasiado atestado de realistas. Pero no esperaban encontrarse con tres magos de la pólvora y con la ferocidad del entrenamiento de Olem.

      —¡Vuelva a las escaleras, señor! —gritó Olem—. ¡Suba al próximo piso!

      Fueron avanzando hacia las escaleras en una retirada a pleno combate. Los realistas atacaban en masa, tratando de aprovechar su ventaja numérica. Tamas se colocó junto a Olem para contenerlos, mientras Vlora y Taniel disparaban sus pistolas desde detrás de ellos. Enseguida la escalera se llenó del espeso humo de la pólvora quemada. Tamas lo inhaló y lo saboreó.

      Del corredor emergieron uniformes grises y blancos. Soldados Hielman, lo que quedaba de la guardia personal de Manhouch. Eran doce. Llevaban los mejores rifles de aire con bayonetas colocadas, y cargaron contra ellos sin dudar. Estos no eran simples realistas. Eran asesinos entrenados, superiores incluso a los mejores soldados de Tamas. No vacilarían ni retrocederían hasta que los hubieran matado a todos.

      Los Hielman llevaban rifles de aire comprimido, pero el resto de la muchedumbre no. Tamas sintió que Vlora prendía fuego a un cuerno de pólvora, y un hombre que estaba junto a los Hielman explotó. Los bañó en sangre y porquería, y tumbó a dos de ellos. Tamas extendió sus sentidos y encendió la pólvora del mosquete sin disparar que cargaba un hombre. El tiro inesperado le destrozó el rostro a una mujer que estaba a su lado.

      Fueron por las escaleras hasta el tercer piso con los Hielman pisándoles los talones. Comenzaron a subir hasta el cuarto, cuando oyeron los chasquidos de los rifles de aire. Era un sonido que les helaba la sangre a los Marcados, pues un Marcado sabía que ese disparo era para él.

      Vlora se tropezó en las escaleras y cayó. Taniel, que estaba algunos escalones más arriba, saltó al instante hacia ella colocando la bayoneta en el extremo de su rifle, y chocó contra la avanzada de los Hielman con un gruñido silencioso. Su bayoneta cortó la garganta de uno de ellos con el movimiento rápido y practicado de un carnicero experto. Esquivó una estocada de bayoneta y forcejeó con otro Hielman. Este le llevaba unos diez centímetros y pesaba al menos veinte kilos más que él. Taniel levantó la culata de su rifle y le asestó un golpe tan salvaje que le hundió la nariz hasta el cerebro. El soldado cayó en silencio. Tamas sintió un escalofrío al ver luchar a su hijo. Podía ser Taniel “Dos Tiros”, pero en el combate cuerpo a cuerpo tenía la habilidad brutal de un soldado de infantería.

      Taniel se volvió hacia los cuatro Hielman que quedaban, listo para atacar.

      —¡Taniel! —le gritó Tamas—. ¡Retrocede! —Levantó a Vlora. En pleno trance de pólvora como estaba, el cuerpo de ella parecía no pesar absolutamente nada. Vlora apretó los dientes del dolor—. ¿Te dio en algún hueso?

      Ella meneó la cabeza.

      Tamas oyó un chasquido y luego sintió que una bala le rozaba el hombro izquierdo, a pocos centímetros de la cabeza de Vlora. Se volvió y solo pudo ver la extensión de un rifle de aire, que avanzaba veloz hacia sus tripas con la bayoneta colocada.

      Trasladó el peso de Vlora a una mano, y con la otra desenfundó su pistola y disparó desde la cadera. El Hielman cayó con el ojo atravesado por una bala.

      Para cuando Tamas llegó al quinto piso, los últimos Hielman yacían muertos en las escaleras. Tamas y sus hombres examinaron sus heridas. Olem tenía varios cortes nuevos; necesitaría sutura, pero nada más. En el caso de Vlora, el tiro le había rozado el muslo. Podía soportar la presión sobre la herida, lo que significaba que la bala no había tocado el hueso. Se pondría bien. Taniel estaba ileso. Una mueca salvaje le retorcía el rostro mientras limpiaba sangre y otros restos de su bayoneta. En algún momento Ka-poel se había unido a ellos. La pelirroja olía a azufre, y tenía las manos negras. Se las limpió en sus pantalones de gamuza y sonrió cuando vio que Tamas la observaba.

      Los disparos y el sonido de acero contra acero se fueron desvaneciendo en la planta de abajo. Tamas respiró hondo varias veces, escuchando el latido del corazón de Vlora. Ambos estaban recostados contra la pared, ella con la cabeza apoyada en el hombro de él. Tamas se alejó.

      En la escalera resonaron algunos pasos. Un momento después apareció Sabon. Tenía marcas de pólvora en los puños de la chaqueta y un corte superficial en un brazo. Lanzó un suspiro de alivio al verlos a todos juntos.

      —¿Algún herido? —preguntó Sabon.

      —Heridas leves —dijo Tamas—. ¿Dónde estabas?

      —En el comedor de oficiales. Salieron de la nada.

      —¿Bajas? —preguntó. “¿Alguien importante?”.

      —Algunas —dijo Sabon. Negó levemente con la cabeza ante la pregunta muda—. Por cómo se ven las cosas, era mayormente la chusma. Nos tomaron por sorpresa, pero una vez que nuestros hombres se organizaron, apenas contó como una lucha. Todos los Hielman vinieron por ustedes.

      —¿La Casa está segura?

      —Estamos trabajando en ello.

      —¿Enemigos capturados?

      —Tenemos al menos dos docenas que se entregaron sin luchar. Y otros cuarenta, heridos. Son hombres del general Westeven.

      —Lo sé. —Tamas se acercó a su hijo y le apoyó una mano en el hombro—. Bien hecho, Taniel.

      Taniel quitó la bayoneta del rifle y la guardó en su estuche. Se puso el rifle al hombro. Miró a Vlora y le hizo un leve gesto con la cabeza a Tamas.

      —Volvamos al trabajo, señor.

      Tamas miró a su hijo bajar las escaleras, seguido de cerca por la salvaje. Sentía que debía decir algo más. Pero no sabía qué.

      —Sabon.

      —¿Señor?


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