El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood
a la sórdida casa de ladrillo rojo de tres pisos.
Sacó la llave que le habían enviado los señores Costa y Delay y abrió la puerta. El lugar se sentía fresco después del relumbre de la calle ardiente, y estaba deliciosamente silencioso. Recordó el coro de chillidos de pájaros que había recibido su última aparición. Ahora el silencio era elocuente.
“Bien, bien”, dijo para sí, con una discreta sonrisa, al ver el mostrador temporal que se había construido a todo lo largo de la primera habitación para dejar abrigos y paquetes, “de verdad, muy bien.”
Luego subió la escalera, con muchos esfuerzos, pues aún se agotaba con facilidad.
No había prácticamente ningún mueble en la casa, ni una pulgada de alfombra en el piso y las escaleras, pero los cuartos estaban barridos y trapeados; todo estaba fresco y escrupulosamente limpio, y el inquilino al que pensaba alquilarle no tendría queja en ese sentido.
En los cuartos del primer piso vio con gusto que las flores se habían acomodado por toda la duela como él había indicado. El aire era dulce y perfumado. Las ventanas del fondo —los marcos llenos de jarrones de rosas— daban a un pequeño tramo de jardín verde, y Parnacute se asomó para fuera y vio el cielo azul y las nubes blancas que lo cruzaban flotando, perezosas.
—Bien, muy bien —volvió a exclamar, sentándose un momento en la escalera para tomar aire. La emoción y el calor del día lo habían fatigado. Y, al estar ahí sentado, se llevó la mano al oído y escuchó con atención. Un sonido de pájaros cantando le llegó tenuemente de la parte superior de la casa—. ¡Ah! —dijo, inhalando profundamente, el color volviendo a sus mejillas—. ¡Ah! Ya los oigo.
El sonido del canto se acercó, como traído por el viento. Subió trabajosamente hasta el último piso y luego, después de descansar otra vez, trepó por una escalera vertical a través de un tragaluz abierto hasta la azotea. En el momento en que su rostro sudoroso asomó sobre las tejas, un coro salvaje de pájaros cantores lo recibió con un sonido como de toda una campiña en primavera.
—¡Quisiera que mi amigo, el policía del parque, pudiera ver esto! —dijo en voz alta, con una risita jovial—, ¡y oírlo! —Encontró un precario lugar para descansar en la base del cañón de una chimenea, enjugándose la frente.
A su alrededor, el mar de tejados y chimeneas londinenses se extendía como un océano negro, pero aquí, como un oasis en el desierto, había una azotea de extensión limitada, y no muy alta comparada con otras, convertida en un perfecto jardín. Flores… pero, ¿para qué describirlas, cuando él mismo no sabía ni los nombres? Lo importante era que sus órdenes se habían cumplido a su entera satisfacción y que esa pequeña azotea era un mundo de colores vivos, moviéndose en el viento, perfumando el aire, recibiendo la luz del sol.
Por todos lados, entre las macetas y cajas de flores, estaban las jaulas. Y en las jaulas los mirlos y los zorzales, las alondras y los pardillos, cantaban apasionadamente en un coro que era más exquisito, pensaba él, que cualquier cosa que hubiera oído en la vida. Y ahí en el rincón junto a la gran chimenea, cuidadosamente resguardada del brillo del sol, estaba la jaula grande con los búhos.
—Casi podría creer que han adivinado mi intención, después de todo —exclamó el profesor.
Durante un largo rato se quedó ahí sentado, recargado en la chimenea, sin percatarse del cuello tiznado, escuchando el canto y deleitando sus ojos en el jardín de flores que lo rodeaba. Luego el sonido de una campana en la planta baja lo incitó repentinamente a la acción y volvió a bajar con dificultad hasta la puerta del recibidor.
“Aquí vienen”, pensó, sumamente emocionado. “Válgame, espero no cometer ningún error.”
Palpó su bolsillo y encontró su libreta, y luego abrió la puerta que daba a la calle.
—¡Ah, sólo es usted! —exclamó, mientras su enfermera entraba con los brazos llenos de paquetes.
—Sólo yo —rio ella—, pero traigo la limonada y las galletas. Los demás llegarán en cualquier momento. Ya pasa de las tres. Apenas hay tiempo para acomodar los vasos y los platos. Deben llegar unos cincuenta, de acuerdo con las cartas que recibió. Y tenga cuidado de no fatigarse.
—¡Oh, yo estoy bien! —respondió él.
La enfermera subió corriendo. Antes de que se oyera su primer paso en el piso de arriba, un landó de dos caballos se detuvo a la puerta y un lacayo se acercó sin demora a preguntar si el profesor Parnacute estaba en casa.
—Estoy, en efecto —respondió el anciano, sonrojándose y riendo al mismo tiempo, y luego salió hasta el carruaje para recibir en persona a la niña y el niño que bajaron. Se inclinó tiesa y torpemente ante la hermosa dama, quien le agradeció su bondad con palabras que él no pudo oír bien, y luego condujo a sus invitados a la casa. Al principio estaban muy tímidos, y no sabían muy bien qué pensar de todo aquello, pero una vez dentro, el sentido de aventura del niño despertó al ver la tienda vacía, y el mostrador, y la extraña variedad de flores en el piso.
Recordó la carta del profesor Parnacute que su padre les había leído hacía una semana.
—Mi lote es el número 7, ¿verdad, profesor? —exclamó—. Voy a liberar una jaula de pardillos, y me tocan una cobaya y un lori-no-sé-qué de regalo, ¿no?
El señor Parnacute, tembloroso y radiante, consultó su libreta presurosamente y respondió que estaba “perfectamente en lo cierto”.
—Señorito Edwin Burton —leyó—; para liberar: lote 7. Para llevar: una cobaya y un lori escuamiverde.
—Yo tengo el lote 8, por favor —dijo la vocecita de la niña, parada a su lado con los ojos desorbitados.
—Ah, no me digas, querida —dijo él—. Sí, sí, creo que tienes razón —volvió a batallar con su libreta.
”Aquí está —agregó, leyendo otra vez en voz alta—. Señorita Angelina Burton… —se acercó la libreta para descifrar la escritura en la penumbra—; para liberar: lote 8. Ése es de alondras totovías, ¿sabes, querida? Para llevar: una tortuga angulada. Correcto, sí; es correcto.
Llamó a la enfermera, que estaba arriba, para que les enseñara a los niños sus regalos, escondidos en cajas entre las flores —el escuamiverde y la tortuga—, y luego regresó a la puerta a recibir a sus demás invitados, que ahora empezaron a llegar en un flujo continuo. Hasta sumar veinte o treinta siguieron llegando, y no había uno solo que pareciera mucho mayor de doce. Y casi todos dejaron a sus mayores en la puerta y entraron sin acompañante.
Poner en orden a esta variedad de jóvenes entre los pájaros y las flores fue una cuestión de cierta dificultad, pero aquí la enfermera salió al rescate del profesor con energía y experiencia, de modo que él pudo economizar fuerzas y los niños se acomodaron sin peligro para nadie.
Y en esa pequeña azotea el espectáculo ciertamente era único. Ahí estaban todos parados, una extraordinaria mezcolanza de colores para los tejados del suroeste de Londres: los brillantes vestidos de las niñas, el plumaje de las aves, los azules y amarillos y escarlatas de las flores; mientras que el canto y las voces formaron un coro que trajo numerosas caras sorprendidas a las ventanas de los edificios más altos alrededor de ellos e hizo que la gente se detuviera, abajo en la calle, y se preguntara con expresión desconcertada de dónde rayos provenían esos sonidos en esa tranquila tarde de junio.
—¡Listo! —gritó Simon Parnacute cuando todos los lotes habían sido colocados con cuidado junto a sus dueños—. En el momento en que dé la instrucción, ¡abran sus jaulas y dejen escapar a los prisioneros! Y apunten en dirección del parque.
Los niños se agacharon a recoger sus jaulas. Las voces y el canto de cien gargantas diminutas cesaron. Se hizo silencio en la azotea y en esa extraña reunión. El sol se derramaba resplandeciente sobre todas las cosas y el rostro del profesor goteaba.
—¡Una —gritó con la voz trémula de emoción—, dos, tres… y a volar!
Se