El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood
Su marido fue un “hombre religioso” que combinaba triunfalmente sus grandes riquezas con la encantadora ocupación de salvar almas. Corpulento, alto, con grandes manos de dedos rojos y rechonchos, su dignidad, que apenas se libraba de ser pomposa, tenía algo de implacable. Sus ojos proyectaban certeza sin ningún remordimiento, sobre todo cuando predicaba. Las amenazas que profería sobre el fuego del Infierno sin duda asustaron a almas más fuertes que la tímida y receptiva Mabel, con quien se casó. La vestimenta del banquero consistía en largos abrigos que se abrochaba saltando botones, grandes botas cuadradas y pantalones que siempre formaban bolsas en las rodillas y le quedaban algo cortos. Usaba cuellos bajos, a veces polainas y un alto sombrero negro que no era de seda. Su voz alternaba entre la dureza y la untuosidad, y consideraba los teatros, los salones de baile y los hipódromos como antesalas del lago de azufre, cuya geografía presumía conocer tan detalladamente como las oficinas de su banco. Nadie dudaba, sin embargo, de su total sinceridad. Su filantropía, la firmeza de sus convicciones y la fe proveniente de su modo de vivir quedaban demostradas al aparecer su nombre como tesorero, donador principal o dirigente de abundantes asociaciones admirables. En el mundo de hacer el bien, el bulto de su presencia dominaba y constituía una roca amplia y majestuosa en el combate contra la maldad. Además, tenía un corazón genuinamente tierno y bondadoso hacia los demás… siempre y cuando creyeran lo mismo que él.
No obstante, a pesar de su auténtica compasión frente al sufrimiento y su deseo de ayudar, era igual de estrecho que un cable de telégrafo y más inflexible que una columna de iglesia. Mantenía una actitud intensamente egoísta, no menos intolerante que un ministro de la Inquisición; su alma burguesa edificaba una repugnante imagen del Cielo reproducida en miniatura en todas sus acciones y planes. La fe representaba el sine qua non de la salvación, y entendía por dicha “fe” la creencia en sus puntos de vista personales, “una fe que, exceptuando a aquellos que se conservan completamente puros y sin mancha, condena a todos a la eterna destrucción”. El mundo entero, menos su propia secta mínima y exclusiva, quedaba sentenciado a la maldición eterna… Una lástima, pero inevitable. Él necesitaba tener razón.
Sin embargo, rezaba sin cesar y socorría a los pobres generosamente. Solamente era incapaz de dar grandes ideas a su deidad suburbana. Más mezquino que un insecto, más obstinado que una mula, expresaba la humildad superior y pulcra de un “elegido”. También se desempeñaba como mayordomo de la iglesia. Leía las lecciones en algún “lugar de oración”, que solía ser demasiado frío o excesivamente cálido, donde no se permitían órgano, vestiduras ni velas encendidas, pero tan sólo el olor a champú en las cabezas de los niños de las últimas filas llenaba todo el edificio.
Tal vez resulte un poco exagerado semejante retrato del banquero, dedicado a acumular riquezas tanto en la tierra como en el Cielo, pues Frances y yo teníamos un “temperamento artístico” que rechazaba a ese tipo de gente y los consideraba indignos de confianza, casi merecedores de desprecio. La mayoría valoraba a Samuel Franklyn como buen ciudadano. Y seguramente la mayoría tenía una perspectiva más saludable. De haber vivido unos cuantos años más le habrían otorgado algún título nobiliario. Alivió muchos sufrimientos en el mundo, al menos al mismo grado en que su énfasis en la condenación causó agonías de miedo y tortura en muchas almas. Habríamos sido menos severos si pudiéramos encontrar un rasgo de belleza en su persona; sin embargo, no fue así, aunque admito que tampoco nos esforzamos demasiado por hallarlo. No podré olvidar nunca la mirada de agrio perdón con que oyó nuestras excusas por no acudir a las oraciones matutinas aquel domingo temprano en la única visita que hicimos a las Torres. Mi hermana supo que poco después se efectuó un cambio, y las oraciones “conducidas” por él a primera hora de la mañana se trasladaron a después del desayuno.
Las Torres se alzaban solemnes sobre una colina de Sussex, en medio de un terreno parecido a un parque moderno, pero no es posible describir la casa —entre otras razones, porque sería demasiado fatigoso—, a menos que se califique como un cruce entre una villa de Norwood pretenciosa y excesivamente grande, y uno de aquellos institutos saturninos para lisiados frente a los que pasa avergonzado el tren al atravesar el sur de Londres para llegar a Surrey. Estaba amueblada con gran ostentación y a primera vista parecía imponente, pero un examen más minucioso descubría una personalidad paupérrima, estéril y austera. Uno esperaba encontrar en las paredes una lista de reglas y obligaciones, todas firmadas por la Orden. La mansión venía a ser una cárcel que aprisionaba al “mundo exterior”. Por supuesto, no incluía salones para fumar ni mesas de billar ni habitaciones dispuestas para otros juegos, y el gran espacio al fondo, que fue antes una capilla y pudo ser destinada a bailes y funciones teatrales, entre otras diversiones inocentes, la consagró el banquero a reuniones de diversas clases, sobre todo brigadas y sociedades de templanza y evaluación de misiones. En un extremo se arrinconaba un armonio, y al otro lado, sobre el mismo nivel, se alzaba un estrado. Arriba, una galería se destinaba a las habitaciones de sirvientes, jardineros y cocheros. La calefacción consistía en tubos de vapor y las paredes estaban ornadas con cuadros de Doré, aunque pronto se juzgaron demasiado poco espirituales y se desterraron al ático. La madera pulida y brillante contribuía a darle el aspecto de una miniatura del pequeño y exclusivo Cielo que siempre lo acompañaba y manifestaba en todas sus actividades y disposiciones, incluso en los jardines en torno a la mansión.
Frances me comentó que los cambios a las Torres se llevaron a cabo durante el primer año de viudez que pasó Mabel en el extranjero: puso un órgano en el pabellón principal, recatalogó la biblioteca e hizo habitable la mansión, una vez que era permisible suponer que había vuelto a encontrar su propia alma y podía retornar a su vida normal y saludable, que incluía juegos y diversiones, literatura, música y arte, sin el toque de trivialidad que suele calificarse de mundano. La señora Franklyn, tal como yo la recordaba, era una mujer tranquila, quizá de poca profundidad y fácil de influir, pero con una sinceridad canina y muy leal en sus amistades. En su corazón, sus gustos eran católicos, sencillos y poco dados a imaginar cosas. Su afición por los diversos movimientos de moda no era más que un signo de que buscaba dentro de su camino limitado alguna creencia que le proporcionara un poco de paz. En realidad, se trataba de una mujer muy ordinaria, de calibre algo inferior al de Frances. Yo estaba al tanto de que ellas hablaban de toda clase de teorías, pero como nunca las llevaban a la acción llegué a creer que no les harían ningún daño. Con todo, no lamenté su casamiento, y tampoco di la bienvenida a la renovación de su antigua intimidad. El filántropo no le dio hijos; de otro modo, habría sido una madre buena y sensata. Sin duda se casaría de nuevo.
—Mabel menciona que desde finales de agosto ha estado sin nadie más en las Torres —me contó Frances mientras tomábamos el té—. Estoy segura de que se siente sola y fuera de contexto. Ir será un acto de bondad. Además, ella me agrada desde siempre.
Manifesté mi aprobación, pues me encontraba recuperado de mi acceso de egoísmo.
—Ya le avisaste que aceptábamos —dije, preguntando a medias.
Frances asintió.
—Le agradecí de tu parte —añadió en voz baja—, diciendo que por el momento no estabas libre, pero que poco después podrías acompañarnos por un tiempo, si no le resulta inconveniente.
Me quedé mirándola. Frances en ocasiones decide cosas con la mayor independencia. Quedé así condenado y de paso sentenciado.
Por supuesto discutimos e intercambiamos explicaciones, como corresponde a hermanos afectuosos, pero registrar aquella conversación reviste poco interés. Las cosas quedaron así dispuestas y ambos nos sentimos satisfechos. Dos días después ella se marchó a las Torres y me dejó solo en el departamento después de dejar todo listo para mi comodidad y buena conducta, ya que le agradaba tiranizarme discretamente. Sus últimas palabras cuando la dejé en la estación de Charing Cross permanecieron en mi mente durante mucho tiempo después de su partida:
—Te escribiré y te haré saber cómo me va, Bill. Come bien, y si algo no anda como es debido me lo dices.
Agitó la manita enguantada, asintió con la cabeza hasta que los cabellos rozaron el vidrio, y partió.
II