El valle perdido y otros relatos alucinantes. Algernon Blackwood
sino fluctuante, transitorio, la sensación de no permanencia que experimentan los huéspedes de un hotel, pero no el invitado a la casa de un amigo, ya sea en visitas cortas o largas. A Frances, una mujer impresionable, la sensación la alarmó. No le agradaba pasar la noche ella sola, aunque anhelaba dormir. No logré captar la idea exacta, que apenas rozaba mis pensamientos y quedaba en tres cuartas partes oculta, pero sí me di cuenta de que ambos sentíamos lo mismo y ninguno de los dos podía declararlo con suficiente claridad. No sucedió. Sin que lográramos identificar su origen, compartimos la inquietud.
De momento, me sentí perdido. Frances iba a interpretar mis titubeos como una forma de apoyo, y eso podría ser lo que menos le sirviera para superarlo.
—A menudo surgen dificultades al dormir en una casa extraña —terminé diciendo—, y uno se siente solo. Después de quince meses en nuestro pequeño departamento, en esta casa tan grande resulta fácil perderse un poco. Conozco bien esa incómoda sensación. Además, este lugar es como una barraca, ¿no te parece? La masa de muebles lo vuelve todavía peor. Uno se siente como en una bodega bajo el suelo, los muebles no amueblan. Sin embargo, no conviene dejarse llevar por la imaginación…
Frances miró a través de la ventana. Se veía un tanto decepcionada.
—Después de vivir en la sobrepoblación de Chelsea —añadí enseguida—, aquí se tiene una sensación de aislamiento.
Pero no se dio vuelta, y quedó claro que mi respuesta no la ayudaba. Una oleada de compasión sacudió mis emociones. ¿Estaba tal vez realmente asustada? Tenía mucha imaginación, desde luego, pero nunca para asuntos deprimentes. A pesar de su gran sensibilidad, gozaba de un robusto sentido común, y yo capté los ecos de un fuerte susto irracional en ella. Permaneció de pie en mi balcón, mirando el océano de bosque que se extendía con poca nitidez en la penumbra del crepúsculo. Imaginé que sus sombras profundas entraban en la habitación desde el terreno de afuera. Al seguir la dirección de su mirada, surgió en mí un fuerte deseo de escapar, de huir de aquel sitio. El viento, el espacio y la libertad quedaban allá afuera, mientras que el enorme edificio era opresivo, silencioso, inmóvil. Se me presentó la imagen de grandes catacumbas, cosas bajo tierra, prisiones y cautiverios. Creo que incluso sentí un leve escalofrío.
Le toqué un hombro. Ella giró con lentitud y nos miramos a los ojos con elocuencia.
—Fanny, ¿estás asustada? —pregunté en tono más grave de lo que deseaba—. ¿No ha pasado nada?
—¡Claro que no! —replicó con énfasis—. ¿Qué podría pasar? Quiero decir, ¿por qué yo…?
Se interrumpió como si le generara confusión lo que quería decir.
—Es solamente que me da terr… que no me gusta dormir yo sola.
Naturalmente mi primera ocurrencia consistió en poner fin a la visita. Pero no lo mencioné. Si ahí radicara la solución, Frances me lo habría dicho antes.
—¿No podría Mabel dormir en la misma habitación que tú, o darte un cuarto adyacente y dejar la puerta abierta? —dije, en cambio—. Dios sabe que lugar hay de sobra.
Abajo sonó el gong que anunciaba la cena mientras ella hacía un esfuerzo por hablar:
—Mabel me lo ofreció, la tercera noche, cuando se lo comenté. Pero preferí no aceptar.
—¿Prefieres entonces estar tú sola a dormir cerca de ella? —pregunté con cierto alivio.
Me respondió con tanta gravedad que incluso un niño se daría cuenta de que había algo más al fondo:
—No fue por eso; yo sentí que en realidad ella no lo deseaba.
Tuve una intuición instantánea y hablé por impulso.
—Quizás ella siente lo mismo, pero quiere enfrentarlo y superarlo por sí sola, ¿no crees?
Mi hermana agachó la cabeza. Su gesto me permitió ver cómo nuestra charla se convertía en un diálogo cargado de grave solemnidad, como si habláramos de algún portento. Sucedió por sí solo, imperceptiblemente, igual que un cambio gradual de temperatura. Pero ninguno de los dos supo cuál era su naturaleza, pues no podíamos enunciarlo llanamente. No pasaba nada, ni siquiera en nuestras palabras.
—A mí me dio esa misma impresión, que si se deja llevar por el miedo lo estimula —dijo ella—. Y es tan fácil formar un hábito. Piensa nada más qué fastidio sufriríamos si todo el mundo tuviera esa clase de miedo a la soledad.
Frances se sonrió un poco: la primera seña de liviandad que percibí en ella, y quise aprovechar la oportunidad. Nos reímos, aunque esa risa callada quedaba fuera de lugar. La tomé del brazo y nos acercamos a la puerta.
—Un desastre, de hecho —asentí.
Volvió a alzar la voz a su timbre normal, igual que yo hice un poco antes.
—Ya se me pasará, ahora que ya estás aquí. Por supuesto, es sobre todo mi imaginación.
Su voz asumió un tono más ligero, aunque desde entonces yo ya pensaba que el asunto carecía de liviandad.
—De cualquier modo —añadió apretándome más el brazo cuando vimos bajo las escaleras a la señora Franklyn, que nos esperaba en el nada alegre vestíbulo—, estoy de veras contenta de que hayas venido, Bill, y sé que Mabel siente lo mismo que yo.
—Y si no se te pasa —dije haciendo un leve intento por bromear—, vendré por la noche a roncar al lado de tu puerta. Después de eso te aliviará tanto librarte de mi presencia que ya no te importará estar sola.
—Trato hecho —dijo Frances.
Estreché la mano de mi anfitriona, diciendo alguna banalidad sobre el tiempo transcurrido sin verla, y fui tras ellas hacia el comedor, iluminado por unas velas, preguntándome cuántos días más habría que soportarlo, y qué pudo llevarnos a abandonar nuestro departamentito para entrar en aquella desolación de falso lujo. En la pared más distante, desde arriba de la potente chimenea, me miraba la fea imagen del difunto señor don Samuel Franklyn. Se me ocurrió que tenía el aspecto de un pomposo mayordomo del Cielo que negaba a todo el mundo, y a nosotros en particular, el derecho a entrar sin una tarjeta de presentación firmada personalmente por él, como prueba de que pertenecíamos a su grupo exclusivo. La mayoría de la gente, pese al profundo duelo del predicador y todas sus oraciones por ella, debía arder y “perecer eternamente”.
IV
POSEO UN SALUDABLE INSTINTO DE SOLTERO, consistente en tratar siempre de crear un nido en donde vivo, bien sea por pocos o muchos días. Como visitante, en un hotel o una pensión, lo más esencial es mi nido, objetos personales puestos en las paredes, tal como un pájaro lo construye con sus plumas. Puede tener un aspecto desolado e incómodo para otros ojos, pues el detalle principal no es la cama ni el ropero, ni tampoco el sofá o el sillón, sino una buena mesa para escribir, con patas firmes y suficiente espacio para acomodarse. Desde mi punto de vista, la más vívida descripción de las Torres radica en un solo hecho: ahí me fue imposible “anidar”. Descubrir esto me tomó varios días, pero la inicial impresión de no permanencia resultó más fuerte de lo que yo pensaba. Las plumas de mi mente se rehusaban a alinearse en un solo sentido. Se desordenaban, apuntaban a cualquier dirección y asumían un aspecto silvestre.
Los muebles lujosos no entrañan comodidad; era lo mismo que tratar de instalarme en un sofá y un sillón dentro de una gran tienda departamental. En la recámara era más fácil, pero el cuarto de trabajo privado, especialmente dispuesto para mi uso, me hacía sentir tan marginado como un paria. Por fuera parecía contar con todo lo que se pudiera desear: una antecámara a la gran biblioteca, no con una sola mesa generosa de roble, sino dos de ellas, por no mencionar otras más pequeñas junto a las paredes, con amplios cajones. Además, tenía escritorios para lectura, con atriles para sostener libros, una iluminación perfecta, y era más silenciosa que una