Alfred Hitchcock presenta: Los mejores relatos de crimen y suspenso. VV.AA.

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con cuchillo. Se lanzó derecho contra mí, un error grave de su parte. Agarré la muñeca de la mano con el cuchillo y le di vuelta rodeándole el cuello de modo que lo coloqué entre su padre y yo. El señor Costa sacó una fea pistolita automática y se puso a dar vueltas alre­dedor de mí buscando un espacio para disparar, pero la chi­ca pegó un grito y él desvió la mirada. Ese error fue todavía peor que el primero.

      Paulie le dio un trago largo a su cerveza.

      —¿Dónde están ahora, Paulie? ¿Dentro del auto?

      —¿En el auto? No. Pensé que ese monumento de piedra de Charlie le quedaba demasiado grande a un solo tipo, y en cambio podían acomodarse en él tres muertos. De cualquier modo, dice “Costa” en la lápida, ¿verdad?

      —¿Y la chica, Paulie? ¿Qué fue de ella?

      —Ahí sigue con la señora Stansfield. Un poco después quise hablar con ella y fui a la casa, pero se sentía demasiado débil y no pudo decirme casi nada. Pero apuesto a que se siente contenta de estar fuera de esa caja.

      —Eso creo —afirmé, y volví a respirar después de estar reteniendo el aliento—. Paulie, vamos a tener que decirle a Ira todo esto, ya sabes.

      —Eso pensé desde el principio, pero Hec me advirtió que me iba a meter en problemas. Creo que no quería que nadie viniera a investigar. Lo bueno es que la señora Stansfield al parecer me ha tomado un poco de cariño. A lo mejor gruñía tanto por sentirse demasiado sola.

      —Es posible —dije con el ceño fruncido, pues algo me pinchaba la memoria—. Paulie, ¿no me dijiste que la casa de la señora Stansfield quedaba al oeste del cementerio?

      Movió la cabeza afirmando. Contemplé los campos de ma­íz dorado que se extendían hasta los cerros cubiertos de pi­nos en el horizonte. El sol del atardecer colgaba encima de ellos como un ojo feroz y solitario.

      —Paulie, no hay ninguna casa al oeste del cementerio.

      —Claro que sí —dijo, con signos de irritación—. Esa casa de piedra al otro lado de la barda. La señora Stansfield vive ahí desde hace más tiempo que el alcalde, desde 1852 o 1851… Ya no puedo manejar bien los números.

      —¿Qué cree usted que será de Paulie? —le pregunté al sheriff.

      —Cualquiera lo sabe —repuso LeClair, hundido en el asiento de mi auto de alquiler.

      Lucía agotado, pero le brillaban los ojos, casi como si tuviera fiebre. Se encontraba mirando a los hombres en el asiento trasero del jeep frente a nosotros, mientras el convoy se dirigía a Algoma bajo la luz del crepúsculo. Paulie hablaba animadamente con un par de guardias, y gracias al movimiento de luces se distinguían sonrisas en sus rostros.

      —¿Puede visualizar a Paulie declarando en el proceso de instrucción? —dijo con suavidad—. Lo harán trizas. Lo enviarán tres meses a Ypsilanti para evaluarlo psicológicamente; si tiene suerte, volverá al hospital de veteranos y si no la tiene, quizás a la cárcel.

      —Eso es lo más probable —concedí—. Mató a dos personas y al menos contribuyó a que muriera otra más.

      —En realidad no sé si hizo eso o no —admitió LeClair, reflexivamente—. Sólo sé lo que usted me ha dicho. No soy más que un sheriff de pueblo chico, y los Costa son ricos e influyentes. Podría sentirme muy poco dispuesto a solicitar una orden de exhumación basándome en la palabra de un pobre veterano con daños cerebrales.

      —No puede estar hablando en serio —objeté, mirándolo un momento.

      —No sé —dijo—. Voy a ser sincero con usted. Me importa un pepino lo que les haya pasado a los Costa. Sólo lamento que haya pasado aquí. Me siento mal respecto a la chica, pero ella debió cuidarse al elegir a sus compañeros de juego, y a estas alturas ya no hay modo de ayudarla. Eso deja solamente a Paulie. Ya pasó por la molienda una vez, y detesto la idea de volver a meterlo por la maquinaria.

      —Pero hay tres muertos.

      —Se equivoca usted, amigo, hay muchos más muertos que eso. Recibieron abundantes balazos mientras el hijo de Roland Costa usaba su exención del servicio militar para aprender los negocios de su familia, en los días en que le arreglaban la cabeza a Paulie Croft para que pudiera trabajar cavando tumbas, en lugar de conducir un camión como su padre. Le diré qué voy a hacer, García: nothing. Nada. Dejo todo en sus manos. Decida usted quién le debe a quién y a cuánto ascienden tales deudas. Una vez que lo tenga decidido, me informa. ¿De acuerdo?

      —Eso no es justo —dije de plano.

      —¡No me diga! —repuso reprimiendo un bostezo—. No necesitamos ser justos. Nosotros somos la ley. Y no se preocupe por Hec. Yo me encargo de él.

      —La falta de sueño lo está haciendo alucinar —gruñí—, o quizás una sobredosis de aire fresco le ha afectado la mente. No puede salir bien librado con tales medidas.

      —Probablemente tenga razón —admitió—, pero si me descubren, estoy protegido. Basta con que mueva los pies en el polvo y declare que me confundió un policía lenguaraz de la gran ciudad. No sé qué excusa pueda tener usted, pero ese problema sería suyo.

      El débil sonido de risas nos llegó desde el jeep, arrastrado por el viento, y pude ver las lámparas de la calle del pueblo encendidas a la distancia. Las dos lámparas.

      —Pues yo tampoco sé —confesé, hablando con lentitud—, pero quizá no necesite ninguna excusa. Me refiero a que nada puede sucederle a nadie en un pueblucho como éste.

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