Desaparecido: memorias de un cautiverio. Mario Villani

Desaparecido: memorias de un cautiverio - Mario Villani


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en Buenos Aires, tenía treinta y ocho años cuando fue secuestrado en plena calle el 18 de noviembre de 1977 para ser llevado al primero de los cinco centros clandestinos donde permaneció hasta agosto de 1981. En su juventud había ingresado al Liceo Naval Militar de Río Santiago, y uno de sus recuerdos más perdurables es cuando en 1952, con apenas trece años, hizo guardia junto al féretro de Eva Perón como cadete del Liceo. De allí pasó a la Escuela Naval Militar, con la idea de recibirse de oficial de la Marina de Guerra. A los dieciséis años pidió la baja durante la presidencia de Pedro Eugenio Aramburu, poco después del golpe militar de 1955 contra Juan Domingo Perón, desilusionado y, según confiesa, sintiéndose indisciplinado y harto del régimen militar. A los diecisiete años ingresó a la Facultad de Ingeniería de La Plata pero al poco tiempo comenzó a cursar la licenciatura en Física. Tras recibirse fue profesor adjunto de Física y Matemáticas en distintas facultades de La Plata, mientras simultáneamente llevaba a cabo trabajos de investigación en espectroscopía por microondas en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad Nacional de La Plata.

      Su concientización política comenzó durante la dictadura de Juan Carlos Onganía y se acentuó cuando en 1974 se lo designó secretario académico de la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de La Plata. Poco a poco se acercó al peronismo de izquierda y profundizó su actividad gremial en la Asociación de Trabajadores de la Universidad de La Plata (ATULP) y en la Juventud Trabajadora Peronista (JTP). Cuando comenzaron los asesinatos de opositores por parte de la Triple A, durante el gobierno de Isabel Perón, renunció en protesta junto con todos los decanos y secretarios académicos de la universidad. Para escapar de las amenazas de la Triple A dejó La Plata y se mudó a Buenos Aires, donde en 1975 ingresó a la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA). Sin embargo, al producirse en abril de 1976 la desaparición de su amigo y compañero de militancia en la CNEA, el físico Antonio Misetich (hermano de Mirta Misetich, secuestrada y desaparecida en julio de 1971 junto con su compañero Juan Pablo Maestre), presentó su renuncia y comenzó a trabajar dando clases privadas. Cuando fue secuestrado en noviembre de 1977 llevaba un tiempo viviendo solo para no poner en peligro a su familia, aislado de su compañera y amigos y siempre con temor a ser localizado. Tras ser liberado, casi cuatro años más tarde, ocupó un puesto en el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), integró la Asociación de Ex Detenidos-Desaparecidos y, hasta su mudanza a Miami en 2003, fue miembro del grupo encargado de la recuperación arqueológica de las ruinas del antiguo campo de concentración Club Atlético en Buenos Aires.

      Foto de estudio de Mario Villani tomada mientras aún era cadete de la Escuela Naval Militar. Marzo de 1955.

      El 21 de febrero de 2005 Villani dio la charla en Atlanta, que anuncié con el título “Surviving State Terror in Argentina: A Conversation with a Former Desaparecido” (Sobrevivir al terrorismo de Estado en Argentina: una conversación con un ex desaparecido). Debajo del título, una breve descripción aclaraba que Mario Villani, secuestrado por la dictadura, era uno de los pocos sobrevivientes del campo de concentración de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). Desde el momento en que lo fui a buscar al hotel tipo bed and breakfast donde se alojó durante los tres días que duró la visita (una hermosa casona antigua en una de las pocas zonas de Atlanta que todavía conservan el aire señorial del viejo Sur), me llamaron la atención dos rasgos de su personalidad. Por un lado, la objetividad distante con que contaba los sucesos más horrorosos de su historia como si no le hubieran ocurrido a él sino a otra persona, algo que fácilmente podía confundirse con frialdad o falta de apasionamiento. El otro rasgo –en aparente contradicción con el primero– era la calidez de su sonrisa y su humor constante cuando no estaba dando testimonio público. Eso hacía aun más intrigante la personalidad de Villani: ¿se trataba de un ser comunicativo y lleno de vida, o estaba rodeado de una caparazón autoimpuesta para no dejar traslucir sus sentimientos?

      Yo había conocido a otros ex desaparecidos a lo largo de los años, pero nunca a nadie con una historia tan inusual. Una querida amiga, Nora Strejilevich, había estado secuestrada en el Club Atlético, y su hermano y dos primos habían muerto a manos de la represión. Nora relató luego sus experiencias en una novela conmovedora, oscilante entre lo testimonial y lo lírico, Una sola muerte numerosa, ganadora del premio Letras de Oro 1995-1996. También conocí a Alejandra Naftal, sobreviviente del centro clandestino conocido como el Vesubio, quien en la organización Memoria Abierta coordinó un ambicioso proyecto de digitalización del archivo de testimonios orales de familiares de desaparecidos. Años más tarde conocí a Ana María Careaga, sobreviviente del Club Atlético, quien hoy dirige el Instituto Espacio para la Memoria (IEM) en Buenos Aires; ella me ayudó a coordinar las visitas de estudiantes estadounidenses a sitios de memoria como la ESMA y el Parque de la Memoria.

      Mucho antes había tenido un contacto brevísimo y traumático con la dimensión de los centros clandestinos de detención cuando permanecí ocho días en el D2 (Departamento de Informaciones) de la Policía de Córdoba en septiembre de 1976, junto con mis padres y mi hermano menor. Cuando me “legalizaron” y me trasladaron a la Unidad Penitenciaria Nº 1 de Córdoba, conocí a compañeros que antes habían pasado por los campos de La Perla y La Ribera. En la cárcel, por lo general, no hacíamos preguntas sobre lo que cada uno había vivido durante su secuestro. Se trataba de una medida de seguridad (mientras menos supiéramos, mejor), sumada a cierto respeto por la intimidad de cada persona. Pero cada vez que se abría la puerta del pabellón y entraba alguien nuevo diciendo “vengo de La Perla” (la base militar en las afueras de Córdoba donde desaparecieron cerca de dos mil personas), se nos erizaba la piel como si un soplo helado recorriera el pasillo. Todavía tengo grabadas ciertas imágenes: las quemaduras de picana en las piernas de un compañero que estuvo en La Perla cerca de dos meses, las cicatrices en los brazos de otro que trató de suicidarse cortándose las venas con un cepillo de dientes partido en dos. También se susurraban casi en secreto los espantos innombrables relatados por algunos compañeros llegados de centros clandestinos en Tucumán: gente enterrada en pozos con la cabeza afuera a merced de las hormigas, personas colgadas de las piernas desde helicópteros que sobrevolaban los árboles a baja altura para que las ramas los azotaran. La certeza de que la línea divisoria entre la relativa seguridad de la cárcel y el submundo infernal de los campos era muy tenue nos mantenía en permanente tensión, y el temor a que nos llevaran a esos lugares no nos abandonaba nunca.

      Ese contacto tangencial con los centros clandestinos de detención alimentó durante años mis peores temores y fantasías. ¿Cómo había sido la vivencia de quienes estuvieron secuestrados en esos lugares inimaginables? ¿Qué se siente cuando se está encapuchado por semanas o meses, escuchando los gritos de los supliciados? ¿Se puede volver a la realidad y sacar fuerzas para seguir viviendo después de semejante experiencia? Tal vez por eso, cuando salí en libertad y me mudé a St. Louis, Estados Unidos, donde me inscribí en la universidad, un curso inmediatamente me llamó la atención: el que ofrecía el inolvidable profesor Harry James Cargas (hoy fallecido) sobre la literatura del Holocausto. Más que leer, devoré las memorias y novelas escritas por sobrevivientes de los campos nazis, buscando allí respuestas a las preguntas que me venían atormentando desde la Argentina. Noche, una breve novela autobiográfica de Elie Wiesel (premio Nobel de la paz 1986), me impactó particularmente por el relato de su paso por Auschwitz y la pérdida de toda su familia cuando sólo tenía quince años. De ahí mi emoción indescriptible cuando recibí una nota de puño y letra de Wiesel: el profesor Cargas, amigo suyo, le había hecho llegar una copia de mi trabajo final para el curso sobre literatura del Holocausto donde, en mi inglés todavía precario, yo reflexionaba sobre lo que había visto en las cárceles argentinas.

      Desde entonces leo ávidamente todo lo que cae en mis manos con relación a la supervivencia, la memoria y el trauma. Pero la lectura de testimonios del horror es como una droga dura: mientras más se lee, más se siente la insatisfacción de no poder llegar al fondo de un misterio que apenas se vislumbra y se muestra siempre elusivo: ¿cómo narrar aquello que por su naturaleza misma es inenarrable? Y si no se lo puede narrar, ¿cómo acceder mínimamente a eso que se niega a dejarse representar? Años después de aquellas primeras lecturas sobre el Holocausto, conocí la filosofía de Ludwig Wittgenstein y encontré en él una parecida frustración


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