El derecho contra el capital. Enrique González Rojo
En este sentido, las libertades negativas se topan (tanto como las positivas) necesariamente con el problema de cómo obtener los recursos necesarios para garantizarlas y, al menos en ese sentido, se ven forzadas a intervenir en el ámbito privado de la propiedad privada por la vía de la recaudación.
No hay, pues, ningún derecho ni garantía (ni negativo ni positivo) que pueda eludir esta cuestión de los recursos y la recaudación tributaria y, por lo tanto, ningún derecho que no implique, como mínimo en ese sentido, la necesidad de tomar decisiones políticas (y hacerlas efectivas con carácter coactivo) que interfieren de un modo sustancial en el terreno privado de la propiedad individual.
En este sentido, la decisión política de ampliar las garantías de “integridad personal” hasta el punto de asegurar no sólo seguridad sino también, por ejemplo, dos mil calorías diarias, vivienda o acceso a servicios sanitarios no introduce ninguna novedad sustancial (sólo de grado) en lo relativo a la “interferencia” que implica respecto al espacio privado de la renta y el patrimonio.
4.2. Una confusión interesada: derechos fundamentales y derechos patrimoniales
Ahora bien, junto a esta distinción (a nuestro entender engañosa) entre libertades positivas y negativas, el discurso liberal reposa en una confusión (a nuestro entender interesada) entre derechos fundamentales y derechos patrimoniales. En efecto (al menos algunos comunistas) no rechazamos discutir la cuestión a partir del reconocimiento del carácter inalienable (absoluto e incondicionado) de ciertos derechos fundamentales (que remiten, sí, a derechos y garantías de los individuos que deben ser respetados con carácter incondicionado).
Pero, a este respecto, creemos que la discusión debe centrarse en qué cabe considerar derechos fundamentales y qué no y, ciertamente, la principal estrategia de los discursos liberales pasa siempre por defender que el derecho de propiedad debe contarse sin duda entre ellos. Sin embargo, como demuestra Ferrajoli de un modo a nuestro entender incontrovertible, el “derecho de propiedad” no reúne los requisitos mínimos que caracterizan a los derechos fundamentales, empezando, evidentemente, por el principal y decisivo de estos requisitos que es, precisamente, el de la posibilidad de ser derechos para todos por igual. En efecto, resulta absurdo reclamar como derecho fundamental algo que puedo tener yo sólo a condición de que no lo tenga nadie más (tal como ocurre con la propiedad sobre bienes materiales). Ciertamente, yo puedo tener un derecho de propiedad sobre las tierras de mi familia, y puede tratarse de un derecho importante, pero no puedo pretender que la propiedad-sobre-las-tierras-de-mi-familia constituya un derecho fundamental, pues con ello estaría exigiendo que la propiedad-sobre-las-tierras-de-mi-familia fuese un derecho igual para todos, lo cual es absurdo, dado que el concepto de propiedad ya no significaría nada.
Otra cosa enteramente distinta (y que sí es, como resulta evidente, perfectamente universalizable) es el derecho de los individuos a ser, en general, sujetos del derecho a propiedad. Todos somos posibles sujetos del derecho de propiedad, pero no cabe pretender que, a partir de ahí, se conviertan en “derecho fundamental” las cuestiones relativas al patrimonio en concreto y a las distribuciones patrimoniales de hecho.
Así pues, la textura mínima que define a los derechos fundamentales es su posibilidad de estar asegurados por igual para todos. Y éste puede ser el caso, por ejemplo, de la libertad de expresión, el derecho a recibir asistencia sanitaria o educación y, también, la posibilidad de ser propietario de bienes en general. Sin embargo, la propiedad privada sobre esas tierras o aquella renta no puede, por definición, ser universalizada y, por lo tanto, no puede aspirar al rango de derecho fundamental. La propiedad sobre un patrimonio concreto puede sin duda constituir un derecho más o menos importante. Pero, insistimos una vez más, el derecho sobre un patrimonio en concreto sólo se puede tener a condición de que no lo tenga nadie más y, por lo tanto, puede constituir un derecho, sí, pero no un derecho fundamental en ningún caso, sino sólo un derecho patrimonial.
Ahora bien, sin perjuicio de su importancia y del alto grado de garantías que quepa exigir al respecto, se trata necesariamente de un derecho de rango inferior que debe quedar subordinado al cumplimiento efectivo de los derechos fundamentales y, por lo tanto, debe poder ser sometido, por ejemplo, a un impuesto de patrimonio si ello resulta necesario para atender a las exigencias de libertad, seguridad, salud, educación o independencia que en cada caso se hayan establecido constitucionalmente como derechos fundamentales.
El planteamiento en realidad no puede ser más sencillo: si la tutela judicial efectiva es un derecho fundamental, también lo son los medios materiales y las instituciones de garantía necesarias para sostenerla y, por lo tanto, que unas tierras en concreto formen o no parte de mi patrimonio es un derecho importante pero en cualquier caso subordinado al cumplimiento de los derechos fundamentales. Del mismo modo, la garantía de acceso plural a los medios de información, como condición esencial de la deliberación pública y la participación política, debe imponerse en el orden jerárquico sobre el hecho patrimonial de que la cadena sea propiedad privada de éste o aquél particular. Igualmente, si se considera la salud, la educación o dos mil calorías diarias un derecho fundamental, no cabe aducir derechos patrimoniales para impedirlo. En este sentido los derechos fundamentales son todos aquellos respecto a los que no cabe la pregunta de si son viables o no (y mucho menos, claro, si son rentables o no) y respecto a los que la única pregunta posible es quién los paga.
5. El liberalismo y el intento de reducir el Estado a “nada más que” una herramienta de explotación de clase
Así pues, todo el escándalo con el que alborota el liberalismo radical ante cualquier planteamiento de este tipo y, a partir de ahí, la correspondiente propuesta de “Estado mínimo” que defienden autores como von Mises, Hayek, Nozick o Milton Friedman, se sostiene enteramente, como estamos intentando defender, sobre una distinción engañosa y una confusión interesada.
De hecho, llevando hasta el límite último esa confusión terminaría siendo imposible defender ninguna institución de garantía, ni siquiera las relativas a la protección de los derechos civiles y la seguridad jurídica mínima de los individuos (la vida, la libertad y la propiedad), pues cualquier institución de garantía (también los tribunales, la policía, el sistema penitenciario, etc.) requiere recursos. Y, ciertamente, si el Estado debe limitarse a defender las llamadas “libertades negativas” (es decir, excluyendo por supuesto cualquiera que implique directamente provisión de servicios) y se incluyen como parte de esas libertades las cuestiones patrimoniales (es decir, la defensa en cualquier caso de la estructura de distribución de renta dada), nos encontramos con que, en el límite, no se podría justificar un sistema fiscal ni siquiera para sostener la policía y los tribunales (pues todo sistema fiscal implica detraer coactivamente recursos del patrimonio de los individuos o grupos de individuos libremente asociados —empresas—, lo cual sería ya por sí mismo un atentado a la libertad en sentido negativo).
En cualquier caso, aquí no nos interesan tanto las encrucijadas en las que se encuentran para justificar la necesidad y la legitimidad de las instituciones de garantía al menos para las libertades negativas (llegando a coquetear incluso con la idea de sostenerlo todo en donaciones privadas y fondos fiduciarios voluntarios; algo que realmente causa estupor). Lo que nos interesa es ver que todos los defensores del “Estado mínimo” defiendan un Estado que, precisamente, se limite nada más que a las funciones que Marx consideraba propias del Estado como herramienta de dominación de clase. En efecto, incluso Robert Nozick, que es probablemente el más radical de esta tradición, termina defendiendo la existencia del Estado siempre que se limite a las funciones de protección contra la violencia, el robo, el fraude y la violación de contratos.10 Es decir, exactamente los elementos que Marx demuestra que hay que sostener para garantizar la eficacia del sistema de explotación de clase. En definitiva, se trata simplemente de garantizar la propiedad (en la estructura de distribución en la que se encuentra de hecho, como si esa distribución fuese en sí misma un derecho fundamental) y, a partir de ahí, garantizar la libertad individual sin límites para establecer contratos.
Ahora bien, conviene recordar el mecanismo elemental que Marx localiza por el que, una vez establecida