El derecho contra el capital. Enrique González Rojo
etc.
Y, evidentemente, hablar de las instituciones de garantía es hablar de la gestión de recursos necesarios para su ejecución.
3) Y, por último, debe no perderse de vista que si estamos hablando de derechos fundamentales (y de sus correspondientes instituciones de garantía) es evidente que hablamos de algo que debe quedar fuera del terreno de lo “políticamente decidible” y, por lo tanto, a resguardo de cualquier posible juego de eventuales mayorías y minorías. Es decir, que del mismo modo que ninguna mayoría (por muy mayoritaria que sea) puede decidir suprimir las garantías procesales, tampoco debe poder decidir no proteger a una víctima de la violencia machista (poniendo en operación los medios, y los recursos, que resulten necesarios); igual que en cualquier ordenamiento de derecho ninguna mayoría puede decidir eliminar la libertad de expresión, tampoco hay derecho a que decida no garantizar de un modo efectivo, por ejemplo, los medios para la organización política y la información veraz; o, del mismo modo que no cabe decidir el exterminio de una minoría tampoco debe haber margen para decidir que no cubre necesidades sanitarias.13
A partir de aquí, cabría definir un Estado comunista como un Estado democrático en el que los derechos civiles, políticos y sociales básicos no dependan del impulso político (o no) de un eventual gobierno comunista, sino que se hallen consagrados como tales derechos fundamentales y amparados (con carácter incondicional) por las correspondientes instituciones de garantía.
Bibliografía
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Engels, Friedrich. Carta a Bebel, 18-28 de marzo de 1875, en MEW, 34.
Klein, Naomi. La doctrina del shock, Paidós, Barcelona, 2007.
Lenin, Vladimir. El Estado y la revolución, en Obras escogidas, vol. VII, Progreso, Moscú, 1977.
Losurdo, Domenico. Stalin, Viejo Topo, Barcelona, 2010.
Marx, Karl (1875). Kritik des Gothaer Programms, en MEW, 19.
Nozick, Robert. Anarchy, state, and utopia, Basil Blackwell, Oxford, 1999.
Fraternidad y democracia en el origen de nuestra modernidad política
Ricardo Bernal Lugo
Introducción
En la Francia revolucionaria de 1792 la noción robespierrista de fraternidad funcionaba como una auténtica metáfora política. Contrario a lo que suele suponerse, la aspiración de una ciudadanía fraternal no era un mero ideal romántico, sino una afortunada figura retórica destinada a abanderar un programa político concreto, a saber: la defensa de la ley como instrumento para combatir la reproducción de las relaciones de dependencia patriarcal en la esfera política y en el ámbito civil.14 No obstante, los analistas contemporáneos acostumbran ignorar el papel que esta noción tuvo en la construcción del horizonte político moderno por considerarla una expresión estrictamente sentimental o una reivindicación más psicológica que política.15 Así, comparada con las nociones de libertad e igualdad, la fraternidad estaría desprovista de todo contenido político y, por lo mismo, no formaría parte de los cimientos de nuestras democracias modernas.
Semejante interpretación se encuentra vinculada a un tipo de narrativa bastante peculiar, una narrativa que, sin embargo, ha dominado nuestra cartografía política en los últimos años. Según una idea bastante extendida en el mundo académico, nuestra democracia moderna no sólo habría tomado sus principios básicos de la tradición liberal, sino que lo habría hecho en franca oposición a una especie de democracia popular identificada con el jacobinismo revolucionario. Así, las principales características del liberalismo (división de poderes, principio de representación popular, defensa de la libertad individual y la propiedad privada) se distinguirían plenamente de los fundamentos de una democracia radical (aclamación popular, prioridad de la voluntad del pueblo sobre los derechos civiles, subordinación de la propiedad privada a la igualdad material) afortunadamente ya superada. Aunque esta concepción de las cosas funciona bastante bien en el marco de una filosofía propensa a las idealizaciones normativas, dista mucho de atenerse a la realidad histórica. De hecho, el liberalismo de los siglos XVIII y XIX no contenía de forma larvada todas las virtudes de la democracia moderna, más bien al contrario, representaba una corriente expresamente antidemocrática incompatible con cualquier visión mínimamente progresista de la democracia contemporánea.16
Aunque campeones en la defensa de los derechos civiles, los liberales de los siglos XVIII y XIX se oponían a la intervención del derecho en la llamada “cuestión social” con el mismo fervor con el que rechazaban la universalización de los derechos políticos. La historia del liberalismo está plagada de afirmaciones de autores como Benjamin Constant, François Guizot o John Adams argumentando que, debido a su dependencia material, los miembros de las clases desposeídas se encontraban incapacitados para participar en la esfera pública de manera autónoma. En su gran mayoría, los pensadores liberales sostenían que el sistema jurídico moderno debía limitarse a garantizar la libertad civil de todos los hombres, restringiendo, en cambio, los derechos políticos a aquellos que no dependían de otro para subsistir. La aparición de la noción de fraternidad en el vocabulario político debe entenderse en ese contexto: apelando a dicha noción no se pretendían despertar los impulsos más solidarios de los seres humanos, más bien se intentaba evidenciar la insuficiencia de la libertad —exclusivamente civil— defendida por los sectores liberales de la época. Algo parecido ocurriría medio siglo después cuando los partidarios de la II República francesa reivindicaron la noción de fraternidad para enfrentarse a los ideólogos de la industrialización capitalista, quienes, embozados con las máscaras de la libertad industrial y la libertad de trabajo, reivindicaban la desregulación jurídica del mercado laboral.
I. Fraternidad en la primera República
La acepción específicamente política del concepto de fraternidad sólo resulta comprensible si se toman en cuenta tres factores esenciales en el contexto de la Revolución de 1789: a) la implementación del sufragio censitario fundado en la división entre ciudadanos activos y pasivos; b) el estatuto jurídico de la propiedad en la transición del Antiguo Régimen al primer gobierno revolucionario; y c) las condiciones de marginación y dependencia de los trabajadores provocadas por la ausencia de propiedad en la Francia dieciochesca.
a) Sufragio censitario
Seis días después de la toma de la Bastilla, Emmanuel Sieyès defendió la necesidad de establecer una distinción política entre ciudadanos pasivos y ciudadanos activos.17 El abate francés había presentado los argumentos que justificaban esta posición un mes antes en el Comité Constitucional de la Asamblea Nacional:
Todos los habitantes de un país deberían gozar en él de los derechos de los ciudadanos pasivos, todos tienen derecho a la protección de su persona, de su propiedad, de su libertad, etc. Pero no todos tienen el derecho de desempeñar un papel activo en la formación de las autoridades públicas; no todos son ciudadanos activos. Las mujeres (al menos en el momento actual), los niños, los extranjeros y aquellos otros que no contribuyen en nada al sostén del establecimiento público no deben estar autorizados a influir activamente sobre la vida pública. Todos tienen derecho a gozar de las ventajas de la sociedad, pero sólo aquellos que contribuyen al establecimiento público son verdaderos accionistas de la gran empresa social. Sólo ellos son ciudadanos activos, verdaderos miembros de la asociación.18
Esta distinción fue incorporada a la legislación francesa del 3 de septiembre de 1791, momento en el que la Asamblea Nacional estableció el sufragio censitario mediante un “decreto legal que definía a los ciudadanos activos como aquellos que pagaban un mínimo de tres días de salario como impuesto directo”.19