Nuestro universo. Jo Dunkley

Nuestro universo - Jo Dunkley


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el estudio de todo lo que está por fuera de la atmósfera terrestre y el intento de entender por qué todo eso se comporta como se comporta.

      La humanidad practica la astronomía desde hace miles de años, siguiendo los patrones y los cambios del cielo nocturno e intentando encontrarles sentido. Durante la mayor parte de la historia, la humanidad se limitó a observar lo que se ve a simple vista: la Luna, los planetas más brillantes de nuestro Sistema Solar, las estrellas cercanas y algunos cuerpos pasajeros, como los cometas. En los últimos cuatrocientos años, y gracias a la invención de los telescopios, los seres humanos logramos observar el espacio con mucha mayor profundidad, lo que amplió nuestros horizontes y nos permitió estudiar las lunas de otros planetas, estrellas mucho más tenues que las que percibimos a simple vista y nubes de gas donde nacen las estrellas. Durante el último siglo, el horizonte humano dejó de limitarse a nuestra galaxia, la Vía Láctea, lo que hizo posible descubrir y estudiar innumerables galaxias lejanas. Y ya en las últimas décadas, los avances de la tecnología en materia de telescopios y cámaras para capturar imágenes hicieron que la ciencia extendiese aún más los horizontes astronómicos. Hoy podemos cartografiar millones de galaxias; estudiar fenómenos como las explosiones estelares, el colapso de los agujeros negros y las colisiones galácticas; y encontrar planetas completamente nuevos alrededor de otras estrellas. Con todo esto, la astronomía moderna sigue buscando respuestas a los antiguos interrogantes sobre nuestra aparición en la Tierra, qué lugar ocupamos en el amplio escenario que habitamos, qué será de la Tierra en el futuro lejano y si hay más planetas que podrían albergar otras formas de vida.

      Los primeros registros astronómicos tienen más de 20 000 años: consisten en huesos tallados que permitían seguir las fases de la Luna y se utilizaban antiguamente como calendarios en África y en Europa. En Irlanda, Francia e India, los arqueólogos encontraron pinturas rupestres de cinco mil años que registran eventos extraordinarios observados en el cielo, como eclipses de luna y de sol y apariciones repentinas de estrellas brillantes. También existen monumentos de la misma antigüedad, como Stonehenge en Inglaterra, que es posible que se hayan utilizado como observatorios astronómicos para seguir el recorrido del Sol y de las estrellas. Los primeros registros escritos sobre el tema se remontan a los sumerios y luego a los babilonios, habitantes de la Mesopotamia, hoy territorio de Irak. Entre esos registros figuran los primeros catálogos de estrellas, grabados en tablillas de barro en el siglo xii a. C. También hubo astrónomos activos en la China y la Grecia antiguas durante los primeros siglos antes de Cristo.

      Si bien las únicas herramientas de los primeros astrónomos eran sus propios ojos, ya para los primeros siglos anteriores a nuestra era, los babilonios habían comenzado a identificar los planetas por su movimiento, a distinguirlos del fondo estelar y a trazar su itinerario meticulosamente noche tras noche. También comenzaron a sistematizar los registros en diarios astronómicos, lo que los llevó a descubrir patrones regulares en los movimientos de los planetas y en acontecimientos específicos del firmamento nocturno, como los eclipses lunares. Nadie sabía demasiado bien qué eran esos objetos y eventos del cielo, pero sí podían crear modelos matemáticos para predecir dónde estarían los planetas y la Luna cada noche.

      A pesar de los considerables avances realizados, seguía habiendo gran incertidumbre en torno a la composición y la organización de los cuerpos celestes. ¿Cuál de ellos era el centro de todo: la Tierra o el Sol? El descubrimiento de que, en realidad, no lo era ninguno de los dos (es decir, de que el universo no tiene centro) llegaría muchos años más tarde. Durante el siglo iv a. C., el filósofo griego Aristóteles propuso un modelo basado en las ideas de astrónomos y filósofos griegos anteriores a él, como Platón, que ubicaban a la Tierra en el medio del universo. Según ese modelo, el Sol, la Luna, los planetas y las estrellas estaban sujetos a una serie de esferas concéntricas inalterables que giraban alrededor de un centro, la Tierra. Aristóteles suponía que los cielos eran distintos de nuestro planeta tanto en su composición como en su comportamiento e imaginaba que las esferas celestes estaban hechas de un quinto elemento transparente conocido como «éter».

      Durante el siglo iii a. C., al astrónomo griego Aristarco de Samos sugirió la idea alternativa de que, en realidad, el Sol podría estar en el centro de todo y que lo que iluminaba la Luna era su luz. Este modelo heliocéntrico (o «centrado en el Sol») explicaba mejor el movimiento de los planetas y los cambios en la intensidad de su luz. Si bien hoy sabemos que es el modelo acertado, por lo menos en lo que respecta a nuestro Sistema Solar, las ideas astronómicas de Aristarco fueron rechazadas mientras vivió, y pasaron más de mil años hasta que alcanzaron aceptación. Aparentemente, los defensores del geocentrismo (es decir, los que creían que la Tierra era el centro del universo), tenían argumentos sólidos a su favor: por ejemplo, si la Tierra se mueve, ¿por qué las estrellas no cambian de lugar unas en relación con otras a medida que cambia la posición de la Tierra? De hecho, las estrellas sí cambian de lugar, pero a una velocidad extremadamente lenta porque están lejísimo. Aristarco lo sospechaba, pero no tenía manera de demostrarlo.

      El erróneo modelo geocéntrico se siguió imponiendo cuando lo adoptó Claudio Ptolomeo, un erudito de enorme prestigio oriundo de Alejandría, ciudad del Imperio romano en Egipto donde vivió durante el siglo ii d. C. Ptolomeo escribió uno de los primeros libros de astronomía, el Almagesto, en el que inventarió cuarenta y ocho constelaciones compuestas por estrellas conocidas, junto con tablas que indicaban las posiciones pasadas y futuras de los planetas en el cielo nocturno. Muchas de esas tablas provenían de un catálogo anterior que incluía unas 1000 estrellas, elaborado por el astrónomo griego Hiparco. Ptolomeo declaraba en su Almagesto que la Tierra debía ser el centro de todo, y tuvo tanta influencia que la idea prevaleció durante siglos. El Almagesto fue un texto central de la astronomía durante años, y se fue ampliando con los aportes de generaciones posteriores de astrónomos.

      Durante la Edad Media, los mayores progresos en astronomía se produjeron lejos de Europa y del Mediterráneo, principalmente en Persia, China e India. En 964, el persa Abd al-Rahman al Sufi escribió el Libro de las estrellas fijas, un texto en árabe bellamente ilustrado que describe las estrellas constelación por constelación. El libro combina el catálogo y las constelaciones del Almagesto de Ptolomeo con descripciones de criaturas y objetos imaginarios de la tradición árabe, a partir de patrones formados por las estrellas; también incluye el primer informe sobre nuestra vecina, la galaxia de Andrómeda, a la que en ese momento se consideraba una mancha de luz de apariencia distinta a la de una estrella común. En ese mismo siglo, Abu Sa’id al-Sijzi, astrónomo persa él también, propuso la idea de que la Tierra rota sobre su propio eje, un paso en la dirección contraria de Ptolomeo, que sostenía que la Tierra estaba fija. Persia también fue la cuna del gran observatorio de Maraghe, un centro de investigaciones fundado en 1259 por el sabio Nasir al-Din al-Tusi en las colinas de Azerbaiyán. Allí se congregaron astrónomos de Persia, pero también de Siria, Anatolia y China con el objeto de observar en detalle los movimientos planetarios y la posición de las estrellas.

      En los siglos xvi y xvii se produjo una profunda revolución en la astronomía. En 1543, el polaco Nicolás Copérnico publicó De Revolutionibus Orbium Coelestium, donde proponía que la Tierra no solo rotaba sobre su propio eje, sino que giraba alrededor del Sol junto con los demás planetas. La idea recibió duras condenas por parte de la Iglesia Católica, que la consideró una herejía; de hecho, para que finalmente se la aceptara fue necesario el apoyo sostenido de varias figuras clave y años de nuevas observaciones. El avance decisivo llegó con la invención del telescopio, a principios del siglo xvii.

      Vemos gracias a la luz. Cuanta más luz acumulamos, más lejos podemos ver en el espacio. Un telescopio es, en parte, un recipiente para acumular luz con mucha más capacidad que el ojo humano, lo que nos permite percibir distancias mayores en la oscuridad del espacio y distinguir mejor lo que vemos. El astrónomo italiano Galileo Galilei fue el primero que apuntó un telescopio hacia el cielo, en 1609. Se trataba de una versión primitiva diseñada por él mismo, que aumentaba el paisaje del cielo unas veinte veces. Con eso le alcanzó para ver que Júpiter tiene sus propias lunas, que aparecían como puntos de luz a cada lado del planeta y cambiaban de posición a medida que giraban. Si no se observan con telescopio o con un par de binoculares modernos, quedan ocultas; su luz es tan débil que no las habrían descubierto a simple vista.

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