Nuestro universo. Jo Dunkley
Mensajero sideral. Allí apoyaba la visión de Copérnico, alentado por el descubrimiento de las lunas de Júpiter: la existencia de esas lunas demostraba que había objetos celestes que no giraban alrededor de la Tierra. Por desgracia, las pruebas de Galileo no convencieron a la Iglesia Católica, que mantuvo su férrea oposición al modelo copernicano del cosmos y condenó a Galileo a permanecer preso en su hogar hasta el día de su muerte.
A pesar de la oposición de la Iglesia, los astrónomos siguieron avanzando. El alemán Johannes Kepler, que adhería a las ideas de Copérnico y de Galileo, demostró en 1609 que todos los planetas se movían alrededor del Sol con trayectorias en forma de elipse (que es como un círculo un poco aplastado). También descubrió que los planetas obedecían un patrón específico: la distancia que los separa del Sol permite predecir el tiempo que les lleva trazar una órbita completa alrededor del astro. Cuanto más lejos están del Sol, más tiempo tardan, pero la distancia y el tiempo no aumentan en la misma proporción: a un planeta que está al doble de distancia del Sol que otro planeta le lleva casi tres veces más recorrer una órbita entera. En ese mismo siglo, en 1687, el físico inglés Isaac Newton propondría su ley de gravitación universal y explicaría por qué funcionaba ese patrón, en su famosa obra Principia. Según esa ley, todo objeto con masa atrae a otros objetos, y cuanto más grande es el objeto y más pequeña es la distancia que lo separa de otro, más fuerte es la atracción. Si estamos dos veces más cerca del objeto, sentiremos una atracción del cuádruple de intensidad y nos llevará menos tiempo trazar una órbita completa alrededor de él. La ley de Newton explicaba los patrones que había detectado Kepler, según los cuales los planetas y el Sol giraban alrededor de un centro de masa en común, y mostraba que las leyes de la naturaleza funcionan de la misma manera en los cielos que en la Tierra. Había llegado el momento en que la observación y la teoría coincidían en todo: por fin se tomaba en serio una alternativa al sistema celeste de Ptolomeo en todo el mundo. La Tierra sí giraba alrededor del Sol.
En el siglo xix, se produjo una segunda revolución en la astronomía, impulsada por la invención de la fotografía en 1839, mérito de Louis Daguerre. Hasta ese entonces, las ilustraciones en astronomía se hacían a mano, lo que traía aparejadas imprecisiones inevitables. Las cámaras fotográficas, en cambio, no solo permiten medir con mayor precisión la posición y el brillo de los objetos celestes, sino que además posibilitan las exposiciones prolongadas, lo que hace que reciban más luz de la que percibe el ojo humano. En 1840, el científico angloestadounidense John William Draper tomó la primera fotografía de una luna llena, y en 1850, William Bond y John Adams Whipple tomaron la primera fotografía de una estrella, Vega, en el Observatorio de la Universidad de Harvard. En la década de 1850 también se inventó el espectroscopio, artefacto que separa las diferentes longitudes de onda de la luz recibida por un telescopio (tema que ampliaremos en el capítulo 2). Estos avances permitieron que los astrónomos elaboraran extensos catálogos de estrellas pertenecientes a nuestra galaxia, la Vía Láctea, e incluyeran su posición, nivel de brillo y color.
A principios del siglo xx, los astrónomos ya construían telescopios más grandes para llegar a lugares del espacio cada vez más lejanos. Estos progresos se sumaron a otros avances clave en nuestra comprensión de la física, incluidas las teorías de la relatividad general de Albert Einstein y de la mecánica cuántica de Max Planck, Niels Bohr, Erwin Schrödinger, Werner Heisenberg y otros. Las nuevas ideas permitieron que los astrónomos avanzaran muchísimo en la comprensión de la naturaleza de los objetos en el espacio, y del espacio en sí. Entre los logros más notables figuran el descubrimiento que Edwin Hubble hizo en 1923 de que la Vía Láctea no es más que una galaxia entre tantas, y el de Cecilia Payne-Gaposchkin, en 1925, de que las estrellas están compuestas principalmente de hidrógeno y de helio (temas que ampliaremos en los capítulos 1 y 2).
Hay dos avances tecnológicos del siglo xx que vale la pena destacar, y ambos tuvieron lugar en los Estados Unidos, más precisamente en Nueva Jersey, en los Laboratorios Telefónicos Bell, una empresa de investigación y desarrollo conocida comúnmente como Bell Labs. El primero se produjo en 1932 y fue obra de Karl Jansky: consistió en el descubrimiento de que es posible observar ondas de radio provenientes de objetos espaciales y significó abrir una nueva ventana hacia el universo. Esa ventana se abrió aún más en la década de 1960 con la inclusión de otros tipos de luz que el ojo humano tampoco puede ver. El segundo avance importante fue la invención del dispositivo de carga acoplada, también conocido como CCD, creado en 1969 por Willard Boyle y George Smith. Mediante un circuito eléctrico que convierte la luz en una señal eléctrica, este artefacto produce un tipo de imagen digital que conocemos bien: es la que se utiliza en los teléfonos celulares. Estos dispositivos son más sensibles que las películas fotográficas, lo que permite a los astrónomos capturar imágenes de objetos espaciales más lejanos o de luz más débil.
En las últimas décadas, se produjeron abundantes avances en la tecnología, las teorías y la informática de la astronomía que nos trajeron a nuestro estado de conocimiento actual. Ya hemos recorrido con la vista todo el camino del universo observable, hemos encontrado millones de galaxias fuera de la nuestra y elaborado una descripción coherente de la evolución de nuestro Sistema Solar en el contexto de nuestra galaxia. La travesía que culminó en nuestra comprensión actual del universo y las muchas cosas extrañas y maravillosas que hoy sabemos sobre su funcionamiento constituyen el tema de este libro.
Con los años, a medida que se amplió el alcance de la astronomía, también fue cambiando la naturaleza del trabajo que realizan astrónomas y astrónomos. El título de «astrónomo» o «astrónoma»1 sigue siendo el más genérico: se aplica a quienes estudiamos e interpretamos lo que vemos en el cielo, pero también hay otros. Algunos no nos autodenominamos «astrónomos», sino «físicos». La diferencia más común es que los astrónomos estudian el cielo y hacen observaciones sobre lo que hay en el espacio, mientras que los físicos son científicos interesados en descubrir las leyes de la naturaleza que explican cómo se comportan e interactúan los objetos, incluidos los que están en el espacio. Las dos especialidades se superponen, y no hay manera de marcar un límite estricto entre ellas. Muchos somos tanto astrónomos como físicos; se suele usar la denominación «astrofísico» para quienes trabajamos en ese terreno de superposición. También existen diferentes tipos de astrónomos, según el tipo de preguntas que se hagan. Algunos se ocupan del funcionamiento interno de las estrellas; otros, de galaxias enteras y de cómo crecieron y evolucionaron. La cosmología se concentra en los orígenes y la evolución del espacio en su totalidad. Una de las ramas de la astronomía que más está creciendo es la de los exoplanetas, es decir, el estudio de los planetas que giran alrededor de otras estrellas, no de la nuestra.
En la actualidad, existen los astrónomos profesionales y los aficionados. En el pasado, la división entre los dos grupos era menos pronunciada: Ptolomeo, Copérnico y Galileo estudiaron varias disciplinas. Tanto ellos como quienes vinieron después se dedicaron a campos muy diversos, como la botánica, la zoología, la geografía, la filosofía y la literatura, además de la astronomía. Hoy, la mayoría de los descubrimientos astronómicos solo se puede realizar con telescopios profesionales demasiado caros y grandes para una sola persona. Para interpretar en detalle los fenómenos que observamos a través de esos telescopios, hoy se requieren años de preparación. Eso significa que necesitamos astrónomos profesionales, es decir, profesionales que dediquen prácticamente todo su trabajo al estudio del universo. Nos financian las universidades, los gobiernos y, cada vez más, los filántropos. Nuestro perfil demográfico también cambió con los años, y hoy hay más mujeres que nunca en este campo.
No solo necesitamos profesionales: los aficionados también cumplen una importante función. Los telescopios pequeños siguen siendo muy valiosos a la hora de realizar observaciones específicas, especialmente cuando se produce un evento muy raro e inesperado y alguien tiene que ponerse a seguirlo de inmediato. También hacen falta muchos aficionados que ayuden a clasificar los objetos astronómicos registrados por grandes telescopios, cuyas imágenes se suben a Internet. Suele haber tanta información que la pequeña comunidad profesional no da abasto para procesarla; por otro lado, los seres humanos siguen siendo mejores que las computadoras a la hora de hacer distinciones sutiles, especialmente cuando las características analizadas son poco frecuentes. En la última década, los aficionados descubrieron planetas