Hombre sin rotro. Yormary Rincón Parra

Hombre sin rotro - Yormary Rincón Parra


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mientras busco un taxi con la mirada. Una mujer de edad indefinible, desdentada y sucia se me acerca y me ofrece un volante publicitario. Instintivamente aprieto la cartera contra mi costado. Ella descifra en mis ojos la desconfianza que me genera pero sigue ahí con el brazo estirado, insistiendo en silencio. Cojo el papel por deshacerme de ella y lo guardo en el bolsillo de la chaqueta, hago señas al taxi que se aproxima. Subo, miro el reloj. He perdido por lo menos quince preciosos minutos. Le doy la dirección al taxista y de pronto me acuerdo del papel que aguarda en el bolsillo. Lo saco y leo: “cambie su vida en solo diez minutos”, las letras rojas danzan ante mis ojos. Debajo en letra más pequeña dice: “solo para mujeres”, y luego una dirección. Compruebo extrañada, que está cerca al apartamento donde vivo.

      Movida por un impulso inexplicable le digo al taxista que he cambiado de opinión y que por favor me lleve a una nueva dirección. Él me mira fastidiado por el retrovisor y me pregunta que si estoy segura, y yo le digo que sí. Entonces hace un giro prohibido y se dirige hacia el sur. Al cabo de unos cuantos minutos frena con brusquedad y me anuncia que hemos llegado. Cobra la tarifa mínima y arranca a toda velocidad amenazando con salpicarme de barro.

      La calle luce sucia y llena de charcos. Unos obreros de un taller de mecánica apostados en la esquina toman tinto. Hacen bromas entre ellos y lanzan piropos obscenos a las mujeres que pasan. Avanzo leyendo las nomenclaturas. La que busco está a mitad de la cuadra. Me sorprende esta edificación sencilla y moderna. Contrasta con tanta ruina y fealdad circundante. Entro y un olor familiar embriaga mis sentidos y en ese instante descubro que se trata de un centro médico. Tres mujeres están sentadas en la sala de espera. Me siento en una de las tantas sillas vacías. Tomo una revista y la hojeo al descuido sin leer algo en particular. Al momento, una voz monótona va llamando una a una a las tres mujeres. Finalmente llega mi turno y yo me pregunto quién le habrá dado mi nombre. La pregunta se me atora en la garganta y la joven enfermera me hace pasar al consultorio. Me señala el baño, dice que me desnude de la cintura para arriba y me ponga la bata. Luego desaparece.

      Cuando salgo, el medico está sentado en el escritorio. Es un hombre de unos cuarenta años, apuesto y huele a loción para afeitar. Sin levantar la vista del computador donde escribe, me dice que tome asiento y empieza a llenar una ficha con mis datos. De forma mecánica hace las preguntas de rutina.

      —¿Nombre?

      —María de los Ángeles Bello —respondo.

      —¿Edad?

      —Veintiocho años.

      —¿Estado civil?

      —Soltera.

      —¿Fuma?

      —No.

      —¿Bebe?

      —No. Y casi no como —estoy a punto de decirle, acordándome que he tomado la “sana costumbre” de almorzar únicamente. Pero este hombre no parece estar para bromas, así que doy un lacónico “no” por respuesta.

      —¿Ocupación?

      —Secretaria —digo. ¿De qué serviría decir la verdad? ¿Que soy enfermera?, ¿que llevo meses desempleada porque el hospital donde trabajaba lo cerraron?

      —Dígame señorita —dice, y por primera vez me mira a la cara. —¿En su familia hay personas que hayan padecido cáncer? Mi respuesta es un No rotundo.

      El parece por fin interesarse en mi persona. Me mira fijo y me pregunta.

      —¿Está segura?

      Yo le sostengo la mirada.

      —Sí, doctor. Segura. Lo único seguro que tenemos es la muerte, como decía mi madre —pienso, pero no lo digo.

      Terminado el interrogatorio que ha abarcado hasta mis preferencias sexuales y métodos de planificación, me indica que suba a la camilla. Obedezco en silencio y cruzo mis brazos sobre el pecho como protegiéndome. Él me dice que los coloque a los costados, abre la bata y empieza a examinar mis senos. El contacto me sorprende. Así que este hombre de hielo tiene unas manos cálidas y suaves, pienso. Manos de cirujano, como otras que conocí. Tiempo pasado infortunadamente. ¿Qué pensaría el doctor si pudiera auscultar mis pensamientos? La idea casi me hace reír, pero él permanece concentrado en el minucioso examen. Luego, saca del bolsillo de la bata algo que parece un bolígrafo. Y en la base de mi seno izquierdo traza una línea y con un rapidísimo movimiento de la mano como en un truco de magia, lo que parecía un esfero se convierte en escalpelo. Las alarmas en mi cerebro se encienden pero ya es tarde. Con exquisita precisión, el cirujano corta siguiendo la línea que ha trazado. La sangre brota y ensucia la blancura de su bata. Grito y me incorporo. Estiro mis piernas entumecidas, me restriego los ojos tratando de borrar de la retina aquella imagen.

      Por la ventana un rayito de sol enclenque y descolorido pretende calentar la tarde. Maldigo en voz alta por haberme quedado dormida. Contrariada me doy cuenta que he perdido la cita de trabajo. Entro al baño. Me quito la camiseta frente al espejo y muy despacio, como cumpliendo con una tarea ingrata, subo el brazo por encima de la cabeza y palpo. Y ahí bajo mi piel, incubando como el huevo de una serpiente letal y peligrosa, encuentro la única herencia que me dejó mi madre.

       Hombres sin rostro

      Solo después de su muerte la familia supo que la tía Aurora era una excelente pintora.

      Era la mayor de cinco hermanas. Llegó al mundo dotada de una belleza extraordinaria que mis abuelos interpretaron como un regalo de Dios y fue la hija preferida hasta el día en que sin explicación ni razón le dio un “no” rotundo al único novio que tuvo.

      Mi abuelo dejó de hablarle por meses, pero mi abuela no se lo perdonó nunca. Siempre dijo que una mujer bonita, sana y vital como ella no tenía derecho a negarle la felicidad al hombre que la había elegido como esposa y menos desobedecer a la santa madre iglesia el mandato divino de crecer y multiplicarse.

      En la adolescencia, la tía Aurora no parecía darse cuenta de lo hermosa que era. La desconcertaba que las miradas masculinas se concentraran solo en ella como si las amigas de su misma edad o sus hermanas fueran invisibles. Pero lejos de sentirse halagada le fastidiaba. No entendía por qué los hombres la pretendían si ella no hacía ni el mínimo esfuerzo para atraerlos.

      Las hermanas se casaron en cuanto llegaron a los dieciséis. Mientras tanto ella siguió viendo el mundo con esa mirada de perplejidad que tuvo toda la vida, asombrada y preguntándose las razones por las que las mujeres se afanaban tanto por dedicarle su vida a un hombre y a unas criaturas que les chupaban como sanguijuelas su tiempo, su libertad y sus energías.

      Con el tiempo se quedó sola con los padres. Poco a poco y a medida que ellos envejecían, se hizo cargo de los asuntos domésticos. Todo lo manejó con mano diestra, menos los negocios de mi abuelo. Para él los asuntos de dinero estaban vedados al universo femenino.

      Su tiempo de ocio lo dedicaba a leer novelas por entrega que venían en Vanity, una revista española de variedades femeninas que compraba todos los jueves. Aprendió a tejer, a hacer punto de cruz y a bordar, por correspondencia. Labores que en el colegio nunca quiso aprender a pesar de los esfuerzos que hicieron las monjas para moldearla y entregarle a la sociedad una mujer apta para el matrimonio.

      No le faltaban pretendientes. Pero en cuanto alguno se acercaba con fines amorosos, ella lo sometía a un minucioso examen buscando los atributos físicos, morales y espirituales de los personajes de sus novelas y en seguida los descartaba sin piedad. Y así se fue convirtiendo en una mujer inaccesible.

      Iba a cumplir los treinta cuando conoció a Mariano. Un hombre que frecuentaba la casa porque tenía negocios con mi abuelo. Ella lo encontró atractivo, elegante y refinado. Era lo más parecido al hombre que había soñado. Formalizaron el compromiso y el noviazgo se consolido con las cartas que intercambiaron por un año. Ella admiraba su caligrafía que revelaba una personalidad serena y confiable. A él lo enamoró el romanticismo de sus esquelas perfumadas.

      Cuando llegó el día para acordar la fecha de la


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