1984. George Orwell
embargo, Syme descubrió inmediatamente una cierta falta de entusiasmo.
–Tú no aprecias la neolengua en lo que vale –dijo Syme con tristeza–. Incluso cuando escribes sigues pensando en la antigua lengua. He leído algunas de las cosas que has escrito para el Times. Son bastante buenas, pero no pasan de traducciones. En el fondo de tu corazón prefieres el viejo idioma con toda su vaguedad y sus inútiles matices de significado. No sientes la belleza de la destrucción de las palabras. ¿No sabes que la neolengua es el único idioma del mundo cuyo vocabulario disminuye cada día?
Winston, que no lo sabía, sonrió –creía hacerlo agradablemente– porque no se fiaba de hablar. Syme comió otro bocado del pan negro, lo masticó un poco y siguió:
–¿No ves que la finalidad de la neolengua es limitar el alcance del pensamiento, estrechar el radio de acción de la mente? Al final, acabamos haciendo imposible todo crimen del pensamiento. En efecto, ¿cómo puede haber crimental si cada concepto se expresa claramente con una sola palabra, una palabra cuyo significado está decidido rigurosamente y con todos sus significados secundarios eliminados y olvidados para siempre? Y en la onceava edición nos acercamos a ese ideal, pero su perfeccionamiento continuará mucho después de que tú y yo hayamos muerto. Cada año habrá menos palabras y el radio de acción de la conciencia será cada vez más pequeño. Por supuesto, tampoco ahora hay justificación alguna para cometer crimen mediante el pensamiento. Sólo es cuestión de autodisciplina, de control de la realidad. Pero llegará un día en que ni esto será preciso. La revolución será completa cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es Ingsoc e Ingsoc es neolengua –añadió con mística satisfacción–. ¿No se te ha ocurrido pensar, Winston, que, a más tardar hacia el año 2050, ni un solo ser humano podrá entender una conversación como esta que ahora sostenemos?
–Excepto... –empezó a decir Winston, dubitativo, pero se interrumpió alarmado.
Había estado a punto de decir “excepto los proles”, pero no estaba muy seguro de que esta observación fuera muy ortodoxa. Sin embargo, Syme adivinó lo que iba a decir.
–Los proles no son seres humanos –dijo–. Hacia el 2050, quizá antes, habrá desparecido todo conocimiento efectivo del viejo idioma. Toda la literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron... sólo existirán en versiones neolingüístcas, no sólo transformados en algo muy diferente, sino convertidos en lo contrario de lo que eran. Incluso la literatura del Partido cambiará; hasta los slogans serán otros. ¿Cómo vas a tener un slogan como el de “la libertad es la esclavitud” cuando el concepto de libertad no exista? Todo el clima del pensamiento será distinto. En realidad, no habrá pensamiento en el sentido en que ahora lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no necesitar el pensamiento. Nuestra ortodoxia es la inconsciencia.
De pronto Winston tuvo la profunda convicción de que uno de aquellos días vaporizarían a Syme. “Es demasiado inteligente. Lo ve todo con demasiada claridad y habla con demasiada sencillez. Al Partido no le gustan estas gentes. Cualquier día desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara”.
Winston había terminado el pan y el queso. Se volvió un poco para beber la taza de café. En la mesa de la izquierda, el hombre de la voz estridente seguía hablando sin cesar. Una joven, que quizás fuera su secretaria y que estaba sentada de espaldas a Winston, lo escuchaba y asentía continuamente. De vez en cuando, Winston captaba alguna observación como: “Cuánta razón tienes” o “No sabes hasta qué punto estoy de acuerdo contigo”, en una voz juvenil y algo tonta. Pero la otra voz no se detenía ni siquiera cuando la muchacha decía algo. Winston conocía de vista a aquel hombre aunque sólo sabía que ocupaba un puesto importante en el Departamento de Novela. Era un hombre de unos treinta años con un poderoso cuello y una boca grande y gesticulante.
Estaba un poco echado hacia atrás en su asiento y los cristales de sus gafas reflejaban la luz y le presentaban a Winston dos discos vacíos en vez de un par de ojos. Lo inquietante era que del torrente de ruido que salía de su boca resultaba casi imposible distinguir una sola palabra. Sólo un cabo de frase comprendió Winston, “completa y definitiva eliminación del goldsteinismo”, pronunciado con tanta rapidez que parecía salir en un solo bloque como la línea, fundida en plomo, de una linotipia. Lo demás era sólo ruido, un cuac-cuac-cuac, y, sin embargo, aunque no se podía oír lo que decía, era seguro que se refería a Goldstein acusándolo y exigiendo medidas más duras contra los criminales del pensamiento y los saboteadores. Sí, era indudable que lanzaba diatribas contra las atrocidades del ejército eurasiático y que alababa al Gran Hermano o a los héroes del frente malabar.
Fuera lo que fuese, se podía estar seguro de que todas sus palabras eran ortodoxia pura. Ingsoc cien por cien. Al contemplar el rostro sin ojos con la mandíbula en rápido movimiento, Winston tuvo la curiosa sensación de que no era un ser humano, sino una especie de muñeco. No hablaba el cerebro de aquel hombre, sino su laringe. Lo que salía de ella eran palabras, pero no un discurso en el verdadero sentido, sino un ruido inconsciente como el cuac-cuac de un pato.
Syme se había quedado silencioso unos momentos y con el mango de la cucharilla trazaba dibujos entre los restos del guisado. La voz de la otra mesa seguía con su rápido cuac-cuac, fácilmente perceptible a pesar de la algarabía de la cantina.
–Hay una palabra en neolengua –dijo Syme– que no sé si conoces: pathablar, o sea, hablar de modo que recuerde el cuac-cuac de un pato. Es una de esas palabras interesantes que tienen dos sentidos contradictorios. Aplicada a un contrario, es un insulto; aplicada a alguien con quien estés de acuerdo, un elogio.
No cabía duda, volvió a pensar Winston, a Syme lo vaporizarían. Lo pensó con cierta tristeza aunque sabía perfectamente que Syme lo despreciaba y era muy capaz de denunciarlo como criminal mental. Había algo sutilmente malo en Syme. Algo le faltaba: discreción, prudencia, algo así como estupidez salvadora. No podía decirse que no fuera ortodoxo. Creía en los principios del Ingsoc, veneraba al Gran Hermano, se alegraba de las victorias y odiaba a los herejes, no sólo sinceramente, sino con inquieto celo, hallándose al día hasta un grado que no solía alcanzar el miembro ordinario del Partido. Sin embargo, se cernía sobre él un vago aire de sospecha. Decía cosas que debía callar, leía demasiados libros, frecuentaba el Café del Nogal, guarida de pintores y músicos.
No había ley que prohibiera la frecuentación del Café del Nogal. Sin embargo, era sitio de mal agüero. Los antiguos y desacreditados jefes del Partido se habían reunido allí antes de ser “purgados” definitivamente. Se decía que al mismo Goldstein lo habían visto allí algunas veces hacía años o décadas. En consecuencia, el destino de Syme no era difícil de predecir. Pero, por otra parte, era indudable que si aquel hombre olía sólo por tres segundos las opiniones secretas de Winston, lo denunciaría inmediatamente a la Policía del Pensamiento. Por supuesto, cualquier otro lo haría; Syme se daría más prisa. Pero no bastaba con el celo. La ortodoxia era la inconsciencia.
Syme levantó la vista:
–Aquí viene Parsons –dijo.
Algo en el tono de su voz parecía añadir, “ese idiota”.
Parsons, vecino de Winston en las Casas de la Victoria, se abría paso por la atestada cantina. Era un individuo de mediana estatura con cabello rubio y cara de rana. A los treinta y cinco años tenía ya una buena cantidad de grasa en el cuello y en la cintura, pero sus movimientos eran ágiles y juveniles. Todo su aspecto hacía pensar en un muchacho con excesiva corpulencia, hasta tal punto que, a pesar de vestir el mono reglamentario, era casi imposible no imaginarlo con los pantalones cortos y azules, la camisa gris y el pañuelo rojo de los Espías. Al verlo, se pensaba siempre en escenas de la organización juvenil. Y, en efecto, Parsons se ponía shorts para cada excursión colectiva o cada vez que cualquier actividad física de la comunidad le daba una excusa para hacerlo.
Saludó a ambos con un alegre ¡Hola, hola!, y se sentó a la mesa esparciendo un intenso olor a sudor. Su cara rojiza estaba perlada de gotitas de transpiración. Tenía un enorme poder sudorífico. En el Centro de la Comunidad se podía siempre asegurar si Parsons había jugado al tenis de mesa por la humedad del mango de la raqueta. Syme sacó una tira de papel en la que había una larga columna