El asesino en su salsa. Pino Imperatore
toma una silla y acércate. Tenemos un huésped distinguido.
Braciola se acercó cauto, acompañado por Zorro.
—Debe disculpar a mi padre, es un poco invasivo —dijo acomodándose entre Nonno Ciccio y Scapece.
—No se preocupe, estábamos haciéndonos amigos.
—Peppe, ¿sabes a qué se dedica este buen señor? —preguntó Nonno Ciccio con tono eufórico—. Es inspector de policía. En la comisaría de enfrente.
—¿En serio? Soy Peppe Vitiello y…
El padre lo interrumpe:
—Ya le he dicho quién eres, ahórrate el aliento. Inspector, precisamente ahora estaba leyendo en el periódico un artículo sobre el cadáver que encontraron ayer por la mañana en via Orazio. Una historia horrible.
—Horrible, sí. Horrible y extraña. Estoy ocupándome del caso.
—Uànema, ¿usted está llevando adelante la investigación? ¿Qué ha descubierto? ¿Cuándo atraparán al asesino?
—Papá, la investigación sobre un homicidio es reservada —intervino Peppe—. El inspector no puede decirte lo que ha descubierto.
—¿Por qué no? No voy a contárselo a nadie.
—Todavía no hay una pista concreta —reveló Scapece—. Alrededor del cuerpo de la víctima hemos encontrado varios elementos simbólicos, como si el homicida hubiera querido sugerirnos un móvil. O quizá lo hizo para confundirnos, para despistarnos.
—Ajo, aceite y peperoncino —enumeró Nonno Ciccio—. Si le agregaba también espaguetis, el plato estaba completo.
—Papá, sobre estas cuestiones no se bromea —lo reprendió Peppe.
—Yo sí lo puedo hacer. Con la muerte puedo bromear. Tengo ochenta años; dentro de no mucho tiempo, la conoceré: quiero verle la cara que tiene a esa sinvergüenza. De todos modos, inspector, si necesitara nuestra ayuda, estamos aquí, a su disposición. Sepa cómo es esto: entre una conversación y otra, lo podemos ayudar a tomar el camino correcto. El cerebro no lo tenemos nunca en reposo.
Zorro, acurrucado bajo la mesa, ladró.
—Hermoso animal —observó Scapece.
—Es nuestro guardián de la ley —afirmó Peppe.
—¿Cómo se llama?
—Zorro.
—Como el justiciero enmascarado.
—Sí. Le faltan la espada y el caballo. Se los regalaremos para Navidad.
Zorro sonrió.
—Son simpáticos y hospitalarios —dijo Scapece—. Creo que me convertiré en un cliente fijo.
—Inspector, dado que se llama Scapece, ¿es napolitano? —preguntó Nonno Ciccio.
—De pura cepa.
—¿De qué barrio?
—Soy de aquí, de Mergellina. Mi padre tenía una pescadería en la Torretta, en via Giordano Bruno.
Nonno Ciccio dio un salto.
—¿Cómo? ¿Es usted el hijo de Nicola Scapece?
—Sí.
—¡Madonna! Por muchos años fui a su local a comprar el pescado para la trattoria. ¡Qué buena persona! Y cómo me entristeció cuando la dejó. Era un caballero como pocos.
—Gracias.
—¿Y por qué me da las gracias? Debo yo estar agradecido por haberlo conocido y por haberme sumergido en los recuerdos. No lo puedo creer: el hijo de Nicola Scapece…
Zorro suspiró.
—Discúlpeme, pero ahora debo irme —dijo el inspector—. Mañana tengo un día muy ocupado. La cuenta, por favor.
—Nada de cuenta —replicó Peppe irguiendo la mole de su cuerpo—. Esta noche la casa invita. ¿No es cierto, papá?
—Por supuesto —confirmó Nonno Ciccio—. Necesita descansar, inspector. Y haga cosas positivas. El delito de via Orazio espera un culpable. Y nosotros lo atraparemos.
4
Zucchine alla scapece
En cuanto llegó a casa, Peppe Vitiello sintió un grito escalofriante. Se estremeció, tiró al piso el abrigo y se precipitó hacia el living.
—Angeli’, ¿qué pasó? ¿Qué te están haciendo?
Desparramada sobre el sillón, su esposa Angelina en estado de duermevela frente al televisor encendido, abrió los ojos.
—Hola, Peppe, ¿qué quieres?
—Gritaste.
—¿Yo? —dijo Angelina hinchando el pecho—. ¿Y por qué debería gritar?
Peppe entendió. La esposa estaba mirando una película de su género favorito, el terror, y el grito había salido de la televisión.
—Me hiciste dar un susto; abrí la puerta y escuché un chillido.
—Sí. ¿Y qué pensaste? —preguntó Angelina con malicia.
—Que te estaban degollando.
—¿Te gustaría, no?
—No, me daría asco.
Angelina se levantó. Le llevaba media cabeza a Peppe. Los cabellos cortos, los brazos musculosos y una leve patilla sobre las mejillas le daban un aspecto de marimacho.
—¿Qué hora es? —le preguntó al marido.
—Casi la una.
—¿Y por qué te retiraste tan tarde?
—Angeli’, ¿es posible que todas las veces que vuelvo a casa después de una jornada de trabajo me hagas siempre la misma pregunta?
—No me vengas con rodeos, responde.
Peppe asumió la actitud de un colegial interrogado por la maestra.
—Estuve en la trattoria. Los últimos clientes terminaron de comer a medianoche. El tiempo de ordenar las mesas y la cocina y cerrar el negocio.
—Siempre la misma excusa —exclamó Angelina extendiéndose sobre el sillón—. Siempre atornillado a esa trattoria.
—Pero ¿qué razonamiento es ese? ¿Qué debería hacer?
—Cerrarla.
—¿Cerrar la trattoria? ¿Y después de qué vivimos? ¿Del aire caliente?
—Podrías encontrar un trabajo más decente y regresar a casa antes, así me harías compañía.
Peppe estaba por hacerle un corte de manga, pero se lo aguantó.
—¿Por qué no vienes a hacerme compañía? Me podrías dar una mano.
—Seguramente, cocinaría mejor que tú y tu padre. No saben hacer siquiera un omelette.
A Peppe se le ensombreció el rostro.
—No te permito que digas eso. ¡Somos uno de los mejores locales de la región! Cocinamos obras maestras y todos nos valoran. Nunca nadie se quejó. Estamos casi siempre con todas las mesas ocupadas. Esta noche vino a cenar incluso un inspector de policía.
—¿Y no los arrestó?
Peppe se pudrió.
—Angeli’, ¡basta! No entiendo por qué te la agarras conmigo. ¿Qué te hice? Cuando te conocí, eras cariñosa y amable. Ahora eres una hiena. Peor que Jantipa, la terrible esposa de Sócrates.
—No