Doce Pasos y Doce Tradiciones. Anonimo
o con el estado de nuestra alma, tanto aquí como en el más allá? La vida real y actual nos ofrecía suficientes satisfacciones. La voluntad de triunfar nos salvaría. Pero entonces el alcohol empezó a apoderarse de nosotros. Finalmente, al mirar al marcador y no ver ningún tanto a nuestro favor y darnos cuenta de que con un fallo más nos quedaríamos para siempre fuera de juego, tuvimos que buscar nuestra fe perdida. La volvimos a encontrar en A.A. Y tú también puedes hacer lo mismo.”
Ahora nos enfrentamos con otro tipo de problema: el hombre o la mujer intelectualmente autosuficiente. A estas personas, muchos A.A. les pueden decir: “Sí, éramos como tú—nos pasábamos de listos. Nos encantaba que la gente nos considerara precoces. Nos valíamos de nuestra educación para inflarnos de orgullo como globos, aunque hacíamos lo posible para ocultar esta actitud ante los demás. En nuestro fuero interno, creíamos que podíamos flotar por encima del resto de la humanidad debido únicamente a nuestra capacidad cerebral. El progreso científico nos indicaba que no había nada que el hombre no pudiera hacer. El saber era todopoderoso. El intelecto podía conquistar la naturaleza. Ya que éramos más inteligentes que la mayoría de la gente (o así lo creíamos), con sólo ponernos a pensar tendríamos el botín del vencedor. El dios del intelecto desplazó al Dios de nuestros antepasados. Pero nuevamente Don Alcohol tenía otros planes. Nosotros, que tanto habíamos ganado casi sin esfuerzo, lo perdimos todo. Nos dimos cuenta de que, si no volviéramos a considerarlo, moriríamos. Encontramos muchos en A.A. que habían pensado como nosotros. Nos ayudaron a desinflarnos hasta llegar a nuestro justo tamaño. Con su ejemplo, nos demostraron que la humildad y el intelecto podían ser compatibles, con tal de que siempre antepusiéramos la humildad al intelecto. Cuando empezamos a hacerlo, recibimos el don de la fe, una fe que obra. Esta fe también la puedes recibir tú.”
Otro sector de A.A. dice: “Estábamos hartos de la religión y de todo lo que conlleva la religión. La Biblia nos parecía una sarta de tonterías; podíamos citarla, versículo por versículo, y en la maraña de genealogías perdimos de vista las bienaventuranzas. A veces, según lo veíamos nosotros, la conducta moral que proponía era inalcanzablemente buena; a veces, indudablemente nefasta. Pero lo que más nos molestaba era la conducta moral de los religiosos. Nos entreteníamos señalando la hipocresía, la fanática intolerancia y el aplastante fariseísmo que caracterizaban a tantos de los creyentes, incluso en sus trajes de domingo. Cuánto nos encantaba recalcar el hecho de que millones de los ‘buenos hombres de la religión’ seguían matándose, los unos a los otros, en nombre de Dios. Todo esto, por supuesto, significaba que habíamos sustituido los pensamientos positivos por los negativos. Después de unirnos a A.A., tuvimos que darnos cuenta de que esa actitud nos había servido para inflar nuestros egos. Al destacar los pecados de algunas personas religiosas, podíamos sentirnos superiores a todos los creyentes. Además, podíamos evitarnos la molestia de reconocer algunos de nuestros propios defectos. El fariseísmo, que tan desdeñosamente habíamos condenado en los demás, era precisamente el mal que a nosotros nos aquejaba. Esta respetabilidad hipócrita era nuestra ruina, en cuanto a la fe. Pero finalmente, al llegar derrotados a A.A., cambiamos de parecer.
“Como los siquiatras han comentado a menudo, la rebeldía es la característica más destacada de muchos alcohólicos. Así que no es de extrañar que muchos de nosotros hayamos pretendido desafiar al mismo Dios. A veces lo hemos hecho porque Dios no nos ha entregado las buenas cosas de la vida que le habíamos exigido, como niños codiciosos que escriben cartas a los Reyes Magos pidiendo lo imposible. Más a menudo, habíamos pasado por una gran calamidad y, según nuestra forma de pensar, salimos perdiendo porque Dios nos había abandonado. La muchacha con quien queríamos casarnos tenía otras ideas; rezamos a Dios para que le hiciera cambiar de parecer, pero no lo hizo. Rezamos por tener hijos sanos y nos encontramos con hijos enfermizos, o sin hijos. Rezamos por conseguir ascensos en el trabajo y nos quedamos sin conseguirlos. Los seres queridos, de quienes tanto dependíamos, nos fueron arrebatados por los llamados actos de Dios. Luego, nos convertimos en borrachos, y le pedimos a Dios que nos salvara. Pero no pasó nada. Esto ya era el colmo. ‘¡Al diablo con esto de la fe!’ dijimos.
“Cuando encontramos A.A., se nos reveló lo erróneo de nuestra rebeldía. Nunca habíamos querido saber cuál era la voluntad de Dios para con nosotros; por el contrario, le habíamos dicho a Dios cuál debería ser. Nos dimos cuenta de que nadie podía creer en Dios y, al mismo tiempo, desafiarle. Creer significaba confiar, no desafiar. En A.A. vimos los frutos de esta creencia: hombres y mujeres salvados de la catástrofe final del alcoholismo. Les vimos reunirse y superar sus otras penas y tribulaciones. Les vimos aceptar con calma situaciones imposibles, sin tratar de huir de ellas ni de reprochárselo a nadie. Esto no sólo era fe, sino una fe que obraba bajo todas las circunstancias. Para conseguir esta fe, no tardamos en encontrarnos dispuestos a pagar, con toda la humildad que esto nos pudiera costar.”
Consideremos ahora el caso del individuo rebosante de fe, pero que todavía apesta a alcohol. Se cree muy devoto. Cumple escrupulosamente con sus obligaciones religiosas. Está convencido de que cree todavía en Dios, pero duda que Dios crea en él. Hace un sinfín de juramentos solemnes. Después de cada uno, no sólo vuelve a beber, sino que se comporta peor que la última vez. Valientemente se pone a luchar contra el alcohol, suplicando la ayuda de Dios, pero la ayuda no le llega. ¿Qué será lo que le pasa a esta persona?
Para los clérigos, los médicos, para sus amigos y familiares, el alcohólico que tiene tan buenas intenciones y que tan resueltamente se esfuerza por dejar de beber, es un enigma descorazonador. A la mayoría de los A.A., no les parece así. Multitud de nosotros hemos sido como él, y hemos encontrado la solución al enigma. No tiene que ver con la cantidad de fe, sino con la calidad. Esto era lo que no podíamos ver. Nos creíamos humildes, pero no lo éramos. Nos creíamos muy devotos en cuanto a las prácticas religiosas, pero al volver a considerarlo con toda sinceridad, nos dimos cuenta de que sólo practicábamos lo superficial. Otros de nosotros habíamos ido al otro extremo, sumiéndonos en el sentimentalismo y confundiéndolo con los auténticos sentimientos religiosos. En ambos casos, habíamos pedido que se nos diera algo a cambio de nada. En realidad, no habíamos puesto nuestra casa en orden, para que la gracia de Dios pudiera entrar en nosotros y expulsar la obsesión de beber. Nunca, en ningún sentido profundo y significativo, habíamos examinado nuestra conciencia, ni habíamos reparado el daño a quienes se lo habíamos causado, ni habíamos dado nada a otro ser humano sin exigir algo o esperar alguna recompensa. Ni siquiera habíamos rezado como se debe rezar. Siempre habíamos dicho, “Concédeme mis deseos,” en vez de “Hágase tu voluntad.” Del amor a Dios y del amor al prójimo, no teníamos la menor comprensión. Por lo tanto, seguíamos engañándonos a nosotros mismos y, en consecuencia, no estábamos en la posibilidad de recibir la gracia suficiente para devolvernos el sano juicio.
Son muy contados los alcohólicos activos que tan siquiera tienen una vaga idea de lo irracionales que son o que, si llegan a darse cuenta de su insensatez, pueden soportarla. Algunos están dispuestos a decir que son “bebedores problema”, pero no pueden aceptar la sugerencia de que son, de hecho, enfermos mentales. Un mundo que no distingue entre el bebedor normal y el alcohólico contribuye a que sigan en su ceguera. El “sano juicio” se define como “salud mental.” Ningún alcohólico que analice fríamente su comportamiento destructivo, ya sea que haya destruido los muebles de su casa o su propia integridad moral, puede atribuirse a sí mismo la “salud mental”.
Por lo tanto, el Segundo Paso es el punto de convergencia para todos nosotros. Tanto si somos ateos, agnósticos, o antiguos creyentes, podemos estar unidos en este Paso. La verdadera humildad y amplitud de mente pueden llevarnos a la fe, y cada reunión de A.A. es un seguro testimonio de que Dios nos devolverá el sano juicio, si nos relacionamos de la forma debida con Él.
Tercer Paso
“Decidimos poner nuestras voluntades y nuestras vidas al cuidado de Dios, como nosotros lo concebimos.”
PRACTICAR el Tercer Paso es como abrir una puerta que todavía parece estar cerrada y bajo llave. Lo único que nos hace falta es la llave y la decisión de abrir la puerta de par en par. Sólo hay una llave, y es la de la buena voluntad. Al quitar el cerrojo con la buena voluntad, la puerta casi se abre por sí misma, y al asomarnos,