¿Quién hablará en europeo?. Arman Basurto
de su marco lingüístico a pesar de los numerosos cambios en los equilibrios lingüísticos que se han producido durante las últimas décadas.
La parte segunda del ensayo plantea en primer término una pregunta: ¿está surgiendo una nueva variante del inglés entre las élites corporativas y políticas de la Unión? A día de hoy, el broken English que se escucha en lugares como Bruselas, algo tosco y falto de naturalidad, no merece siquiera el calificativo de habla. Sin embargo, ya empiezan a adivinarse en él ciertos rasgos distintivos, basados en palabras y expresiones de las lenguas maternas de quienes lo usan como segunda lengua.
Ante la evidencia de su generalización, cabe preguntarse si el uso del inglés como lengua propia podría extenderse entre los ciudadanos europeos hasta el punto de amenazar la hegemonía de algunas de las lenguas nacionales. A tal fin se dedica el capítulo quinto, mientras el siguiente explora los riesgos polí-ticos que entrañaría la aparición de una élite anglófona en el continente. ¿Conduciría esto a un deterioro de la cohesión social? ¿Es posible que se busque reforzar la identidad europea a través de la adopción del inglés como lengua común? Aunque sea pronto para hacer conjeturas sobre un hipotético nation-building europeo y avanzar acontecimientos, tal vez la Viena de Klimt y Freud esconda más pistas de lo que pudiera parecer a simple vista.
A pesar de que la variante continental del inglés se halle en una fase embrionaria y los principales idiomas europeos gocen de buena salud, la tensión creciente entre grandes capas de la población y unas élites a las que se presenta como desconectadas de la realidad y propensas a abandonar sus identidades nacionales hace presagiar que la pujanza del inglés como lengua franca continental puede terminar por convertirse en un nuevo elemento de la pugna entre los ejes nacional y global. Si las tendencias actuales se mantienen, es difícil imaginar cómo una profundización en la construcción europea podría evitar toparse con ese debate.
¿Es viable construir una comunidad política limitándose a yuxtaponer veintisiete identidades diferentes? ¿Es posible que se genere una esfera pública de la que participe toda la ciudadanía europea sin que una lengua se asiente como la herramienta común de comunicación? ¿Es factible, en fin, que la Unión alumbre una identidad común sin que ello suponga un perjuicio al riquísimo acervo cultural que atesora nuestro pequeño continente?
La consolidación lingüística es uno de los principales nudos gordianos a los que habrá de enfrentarse la sociedad europea en el futuro, y la historia es parca a la hora de mostrar precedentes en los que dichos procesos de consolidación lingüística se hayan completado sin tensiones ni conflicto.
Responder a todas estas preguntas será, por consiguiente, uno de los desafíos a los que deban enfrentarse quienes, como Lucía, aspiren a completar el salto que puede llevar a la Unión de ser una mera organización internacional a convertirse en un verdadero demos. Las siguientes páginas pretenden cartografiar el pasado y esbozar una suerte de carta náutica que permita anticipar algunos de los conflictos y las tensiones que puedan aparecer ligados a la cuestión lingüística. Suya será, después, la responsabilidad de navegar tan procelosas aguas.
CAPÍTULO 1 Europa. Lengua. Identidad
Antes de adentrarnos en la historia de Europa para analizar cuál ha sido la evolución de sus grandes lenguas, es necesario detenerse y esclarecer ciertas cuestiones: ¿cómo pudo un continente tan pequeño devenir en un contender de incontables culturas y lenguas?, ¿por qué estas últimas tienen una influencia desmedida en la formación de la identidad de las personas y los colectivos? Y, por abundar: ¿qué diferencia a una koiné de una lengua franca? En la respuesta a todas esas preguntas se encuentran algunas de las claves para comprender cómo se ha alcanzado el equilibrio lingüístico que rige en la Europa actual, y cómo este podría verse alterado en un futuro no tan lejano.
Una singularidad europea
Si se asume que, tal y como reza el dicho, las fronteras son las cicatrices que nos ha legado la historia, las disputas lingüísticas o religiosas son con frecuencia las heridas que las motivaron. Y, de entre todas las tierras del mundo, las de Europa han sido especialmente propensas a sufrir desgarros de este tipo.
No es fácil explicar con criterios geográficos cómo el continente europeo devino en una ecuación con centenares de lenguas que ni siquiera la modernidad logró despejar. Sin embargo, hay tres condicionantes que se han planteado a lo largo de los años y que deberían constar en cualquier análisis, al menos como hipótesis pendientes de ser testadas. En primer lugar, el núcleo del continente europeo forma un continuo por el que resultaba sencillo que circulasen la información y las gentes. Una gran planicie se extiende desde Bruselas a la frontera rusa, mientras que las grandes cordilleras europeas son únicamente las costuras que cosen las tres grandes penínsulas del sur a la masa continental. Por otra parte, y a pesar de que Europa siempre fue un continente con unos límites definidos, lo cierto es que se halla enormemente expuesto a la influencia de sus vecinos, desde el estrecho de Gibraltar y las islas del Egeo hasta las llanuras de la Rusia europea. Y, por último, las tierras del continente europeo tienen una distribución anómala, pues otra parte relevante de su territorio se compone de penínsulas como la itálica e islas como Gran Bretaña. Los golfos, los canales y las cordilleras constituyen grandes barreras que separan la llanura central de la periferia, lo que facilitó que en un continente tan pequeño surgiesen ecosistemas lingüísticos muy diferenciados.
Si la planicie central y sus grandes ríos fueron decisivos a la hora de facilitar los intercambios culturales y el desarrollo económico (al igual que sucede en otras áreas geográficas), la influencia proveniente de los continentes vecinos fue clave a la hora de incorporar elementos que hoy son percibidos como centrales en la cultura europea. El cristianismo, para algunos el verdadero germen de la civilización occidental, no deja de ser una fe importada del Medio Oriente, sin ir más lejos.
Por lo que respecta a la tercera particularidad, la comparti-mentalización del continente en unidades geográficas más pequeñas contribuyó a que la progresiva homogeneización lingüística que trajo la Edad Moderna se produjese de forma distinta en cada uno de los distintos compartimentos geográficos: mientras el inglés se expandía por las islas británicas, el castellano hacía lo propio a costa del acervo lingüístico ibérico. La fragmentación política contribuyó a preservar la diversidad lingüística, cierto, pero las barreras geográficas lo hicieron en igual o mayor medida. En Italia, cuyo norte estuvo expuesto durante siglos a la influencia y dominación germana, los dialectos italianos se mantuvieron indemnes, mientras que el castellano (y antes el catalán) no lograron asentarse en el reino de Nápoles a pesar de los siglos de dominio hispánico. Los Alpes y el mar Tirreno demostraron ser una barrera más formidable que las fronteras entre las pequeñas repúblicas italianas.
Aunque no esté del todo claro que estas particularidades fuesen la única causa de la fragmentación lingüística que aún hoy impera en el Viejo Continente, lo indiscutible es que Europa se convirtió pronto en un continente donde pervivían numerosas comunidades lingüísticas muy cerca las unas de las otras. Pero sería falso afirmar que este hecho, a pesar de haber creado un fermento de desconfianza ya presente durante el periodo medieval, se encuentra detrás de los conflictos a gran escala que asolaron el continente durante la Edad Moderna. Mientras la noción de cristiandad se impuso sobre la noción cultural de Europa, la religión fue el principal elemento catalizador de los conflictos religiosos y sociales. De la Noche de San Bartolomé a la de los Cristales Rotos, la pulsión sectaria ha sido uno de los principales motores de la violencia sobre la población durante los últimos cinco siglos. Solo cuando el declinar de la religión como elemento aglutinador permitió que los Estados se lanzasen a ocupar los vacíos que esta había ido dejando pasaron las lenguas a ocupar progresivamente el carácter divisivo que la religión había jugado durante la alta Edad Moderna. Ya en el siglo XIX, parecía que las diferentes ramas del cristianismo habían perdido su prestigio como elemento identitario, mientras que las lenguas lo conservaban intacto.
Era previsible, con todo,