La escritura del destierro. Michelle Evans Restrepo
años que, como vicepresidente, rigió los destinos de Colombia”.24 Sin duda el viaje de Santander fue a la vez hedonista y útil. Al suyo puede extenderse lo que dijo David Viñas del viaje utilitario de Juan Bautista Alberdi. Según Viñas, con el viajero argentino ocurrió una especie de conquista simbólica del Viejo Continente. Alberdi se apropia de Europa por medio de la estadística, la reduce a su mínima expresión, a datos positivos que le permiten domesticar un mundo extraño —tal como hicieron los viajeros ingleses cuando tomaron nota pormenorizada de la realidad argentina para sus propósitos mercantilistas—.25 Santander, como Alberdi, es enciclopédico, sistemático, generoso en informaciones duras que no tienen otro fin más que la utilidad, cuando no la conveniencia pública por lo menos el aprovechamiento personal.
En síntesis, aun destituido de sus funciones, Santander mantenía la mirada del funcionario y, lo que es más, del funcionario español. En el fondo de sus palabras resuenan los mecanismos de la maquinaria hispánica a pesar de sus esfuerzos por romper con el pasado colonial. Incluso la captura más “espontánea” de la realidad, como la que experimenta el viajero que se topa por primera vez con su destino, está cargada de un gran peso cultural. El lastre de la tradición se refleja en la pulsión escrituraria, la estructura retórica y la pregunta por lo que reporta utilidad. El Diario de Santander se fijaba así a las bases de un imperio en ruinas.
La retórica del viaje era una forma de expresión utilizada por los naturalistas de comienzos del siglo XIX en el Nuevo Reino, conforme afirma Mauricio Nieto Olarte: “Entre los neogranadinos el viaje es una forma de narrar”.26 No sorprende entonces que, para dar cuenta de las características de su provincia, un autor como José Manuel Restrepo se representara como el viajero que la visita por primera vez: “De la agradable temperatura de este valle se eleva el viagero poco á poco a la cima de la gran cordillera”.27 Cuando el autor encarna el rol del viajero, se arroga para sí las cualidades convencionalmente atribuidas a su personaje en términos de veracidad, confiabilidad y acceso directo a la realidad narrada. No bastaba con ser testigo de los hechos, era necesario dotarlos de la legitimidad que les imprime el contexto del viaje o la voz autorizada del viajero. A través de ese mecanismo, los criollos aspiraban al régimen de verdad que detentaban los relatos de viaje de extranjeros por el Nuevo Mundo.28
La influencia de la literatura de viajes sobre América es enorme, no solo porque evidenció la magnitud de un territorio en gran parte inexplorado, sino porque reveló a sus habitantes un modelo cognitivo a través del cual representar el mundo: los ciudadanos de las nuevas repúblicas comenzaron a utilizar estrategias textuales similares a las de los europeos que visitaban sus tierras.29 Hasta finales del siglo XVIII, los visitantes no ibéricos tuvieron prohibido entrar en los dominios transatlánticos de las monarquías española y portuguesa; a partir de entonces, y hasta mediados del siglo XIX, se suscitó lo que se conoció como “el descubrimiento de América por los viajeros”,30 una oleada de europeos que se volcó hacia el Nuevo Mundo como consecuencia de las expediciones científicas. El redescubrimiento de América como un continente en estado de naturaleza virgen sirvió a los europeos para justificar su proyecto económico y a los intelectuales latinoamericanos como paradigma alrededor del cual articular su proyecto político.
El marco de pensamiento que determinó la práctica de los exploradores europeos era la racionalidad científica moderna,31 que guiaba su expedición bajo principios de objetividad y experimentación, apoyados teóricamente en los postulados de la historia natural, y técnicamente en los instrumentos de visión, medición y precisión.32 El nuevo orden científico comportó cambios también en el lenguaje, en adelante el vocabulario para nombrar el mundo se formaría de palabras “lisas, neutras y fieles”, aplicadas a las cosas mismas “sin intermediario alguno”.33 No que en la relación entre la realidad y su designación desapareciera por completo el sujeto, era solo que el observador objetivo se imponía sobre el ser subjetivo.
La literatura de viajes repercutió en la generación de los “iluminados” criollos activa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX a través de los textos de Joseph Gumilla, Charles Marie de La Condamine, Jorge Juan de Santacilia y Antonio de Ulloa, entre otros que promovieron el redescubrimiento científico de América por Europa.34 Con todo, el explorador que más impactó el contexto local y que mejor encarna el programa del viaje ilustrado es Alexander von Humboldt, quien arribó a Santafé en 1801 en medio de su travesía por el continente. Según Jaime Labastida,
[…] el discurso de Humboldt posee una clara estructura científica; es el discurso de un sujeto racional, moderno, por el que intenta ampliar el dominio de la naturaleza, que se asume como un sujeto racional, un modelo de comprensión de la naturaleza: sujeto de la enunciación y, al propio tiempo, objeto de la narración, presente en el lugar de los hechos que narra, describe, cuantifica, mide. En ese discurso coherente no hay una sola fisura. Es un todo duro, acabado, racional, preciso.35
El ascendiente de Humboldt se percibe principalmente en Francisco José de Caldas, primer científico colombiano36 y su más ferviente admirador en estas tierras.37 Caldas, de hecho, halló su vocación en medio de la lectura de viajeros, cuya influencia se advierte en el comentario a Santiago Pérez de Arroyo de que pretendía dar a sus trabajos forma de viaje.38 A este mismo invita a seguir su método de escritura, consistente en “poner todos los días por la noche una notita del día pasado, si amaneció claro, si fue muy asoleado, nublado, seco, lluvioso, truenos, rayos, granizo, escarcha, etc.”.39 La sistematicidad humboldtiana de Caldas recuerda mucho el desapasionamiento de Santander cuando, referido a uno de los mayores espectáculos a la vista de un habitante de un país sin estaciones, dice sin más: “Por primera vez he visto caer nieve hoy. No ha llegado la posta de París”.40
Sobre ese laconismo, Sylvain Venayre afirmó que “hasta las primeras décadas del siglo XIX el relato científico de viajes se enorgullecía de la parquedad de sus enunciados y de su falta de estilo”, y agrega: “En teoría, aquellos relatos se limitaban a presentar a los lectores la exposición rigurosa de fenómenos desconocidos […] no había lugar para la impresión personal. Por el contrario, el rechazo a la novela y la anécdota era precisamente la prueba de la dignidad científica”.41
El trabajo intelectual presupone el deslinde afectivo del objeto de estudio. En el campo científico, la despersonalización es indispensable para obtener un conocimiento objetivo, “libre” de la arbitrariedad de las sensaciones humanas. No se trataba solamente de tomar distancia epistemológica del lenguaje cotidiano, sino también del mundo interior del autor. La normalización del discurso según los parámetros europeos de la comunicación científica permitía insertarse en lo que los ilustrados llamaban el “orbe literario”, entendiendo por tal, como José Celestino Mutis, el espacio intelectual europeo.42 A ese nivel aspiraba el órgano más importante de difusión del movimiento, el Semanario del Nuevo Reino de Granada, cuyo editor exhortaba a sus colaboradores a escribir con “exactitud y verdad”,43 pues “el Semanario es un papel serio, y está consagrado a memorias sólidas sobre los puntos que más nos interesan […] asuntos más importantes que todas aquellas cuestiones ruidosas en las que puede lucir el genio, la erudición y la elocuencia”.44
En síntesis, aunque Santander no llegó a tomar parte del movimiento ilustrado, pues para la época de mayor actividad era apenas un joven estudiante, el Diario sí pudo ser permeable a sus efectos, por lo menos en lo que al contacto con algunos de sus principales exponentes se refiere.45 El reflejo de las luces criollas se adivina en el tono concreto de la narrativa de quien asume el viaje como forma de conocimiento. No quiere decir que Santander aspirara al estatuto de cientificidad de sus compatriotas novatores, simplemente que había echado raíz en los círculos letrados una forma de escritura positiva, desprovista de sentimentalismo, que iba muy bien con el temperamento reservado de un hombre de Estado. Aunque el de Santander no fue un viaje naturalista, en su Diario tanto un edificio como un espectáculo afloran con la misma precisión con la que el