El tesoro de los Padres. José Antonio Loarte González

El tesoro de los Padres - José Antonio Loarte González


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fuera del sentir de la Iglesia, y menos aún, contra el sentir de la Iglesia. Cuando se cercena esta relación esencial existente entre la Biblia y la Iglesia, la Palabra de Dios queda desposeída de su virtud salvífica, transformadora de los hombres y de la sociedad, y se ve reducida a mera palabra de hombres.

      Los Padres son testigos privilegiados de la Tradición

      Los Santos Padres nos transmiten, con sus comentarios y escritos, la doctrina viva que predicó Jesucristo, transmitida sin interrupción por los Apóstoles a sus sucesores, los obispos. Por su cercanía a aquel tiempo, el testimonio de los Padres goza de especial valor.

      Habitualmente se considera que su época abarca los siete primeros siglos de la Era Cristiana. Naturalmente, cuanto más antiguo sea un Padre, más autorizado será su testimonio, siempre que su doctrina resulte concorde con lo que Jesucristo reveló a la Iglesia, y su conducta haya estado en sintonía con esas enseñanzas.

      Ortodoxia de doctrina y santidad de vida constituyen, pues, notas distintivas de los Padres. Algunos —no muchos en relación al total— han sido formalmente declarados tales por la Iglesia, al ser citados con honor por algún Concilio o en otros documentos oficiales del Magisterio eclesiástico. La mayoría, sin embargo, no han recibido esa aprobación explícita; el solo hecho de su antigüedad, unida a la santidad de su vida y a la rectitud de sus escritos, basta para hacerles merecedores del título de «Padres» de la Iglesia.

      Como se ve, esas dos notas resultan esenciales. Por esta razón, si falta alguna, a esos escritores no se les cuenta propiamente en el número de los Padres, aunque sean muy antiguos. Muchos de ellos, sin embargo, son tenidos en gran consideración por la Iglesia, que les reconoce incluso una especial autoridad en algún campo. Resulta obvio aclarar que nunca se trata de autores que voluntariamente se apartaron de la unidad de la fe, como es el caso de los que fueron declarados herejes por algún Concilio. Se trata más bien de personajes que, de buena fe, erraron en algún punto de doctrina no suficientemente aclarado en esos momentos; muchas veces ese error es achacable más bien a sus seguidores. En estos casos, aun sin darles el título de «Padres», la Iglesia los honra como escritores eclesiásticos cuyas enseñanzas gozan de especial valor en algunos aspectos.

      Los Padres nos transmiten un método teológico luminoso y seguro

      Aunque a veces, desde el punto de vista técnico, los instrumentos de que disponían los Padres para el estudio científico de la Palabra de Dios eran menos precisos que los que ofrece la moderna exégesis bíblica, no hay que olvidar lo que poníamos de relieve al principio: que los Libros Sagrados no son unos libros cualquiera, sino Palabra de Dios entregada a la Iglesia, y sólo en la Iglesia y desde la Iglesia puede desentrañarse su más hondo contenido. En este nivel profundo, los Padres se constituyen en intérpretes privilegiados de la Sagrada Escritura: a la luz de la Tradición, de la que son exponentes de primer plano, y apoyados en una vida santa, captan con especial facilidad el sentido espiritual de la Escritura, es decir, lo que el Espíritu Santo —más allá de los hechos históricos relatados y de lo que se deduzca científicamente de unos concretos géneros literarios— ha querido comunicar a los hombres por medio de la Iglesia.

      Por otra parte, a los Santos Padres debemos en gran parte la profundización científica en la doctrina revelada, que es la tarea propia de la teología. No sólo porque ellos mismos constituyen una «fuente» de la ciencia teológica, sino también porque muchos Padres fueron grandes teólogos, personas que utilizaron egregiamente las fuerzas de la razón para la comprensión científica de la fe, con plena docilidad al Espíritu Santo. En algunos campos, sus aportaciones a la ciencia teológica han sido definitivas. Y todo esto, sin perder nunca de vista el sentido del misterio, del que tan hambriento se muestra el hombre de hoy, gracias precisamente a su sintonía con el espíritu de la Sagrada Escritura y a su experiencia personal de lo divino.

      Los Padres son portadores de una gran riqueza cultural, espiritual y apostólica

      En los escritos de los Padres se encuentra una gran riqueza cultural, espiritual y apostólica. Predicaban o escribían con la mirada puesta en las necesidades de los fieles, que en gran medida son las mismas ayer que hoy; por eso se nos muestran como maestros de vida espiritual y apostólica. Constituyen además, especialmente en estos momentos, un ejemplo luminoso de la fuerza del mensaje cristiano, que ha de «inculturarse» en todo tiempo y lugar, sin perder por ello su mordiente y su originalidad. Resulta impresionante comprobar, en efecto, cómo los Santos Padres supieron fecundar con el mensaje evangélico la cultura clásica (griega y latina), cómo en algunos casos fueron creadores de culturas (en Armenia, en Etiopía, en Siria, por ejemplo), cómo sentaron las bases para la gran floración de la época medieval, pues prepararon la plena inserción de los pueblos germánicos, pertenecientes a una tradición cultural completamente diversa, en la raíz del Evangelio.

      Es el deseo que me ha movido a recoger esta selección de textos y ponerlos al alcance de un público amplio. Si sirven para que los cristianos de comienzos del tercer milenio se familiaricen un poco con estos hermanos nuestros en la fe, a quienes debemos en gran parte que la antorcha de la doctrina cristiana haya seguido encendida por siglos y siglos, me daré por muy satisfecho.

      [1] 1 Cor 4, 15.

      [2] Contra los herejes 4, 41, 2.

      [3] Epístola 140, 2.

      [4] Cfr. CONGREGACIÓN PARA LA ENSEÑANZA CATÓLICA, Instrucción sobre los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal, 30-XI-1989.

      [5] CONGREGACIÓN PARA LA ENSEÑANZA CATÓLICA, Instrucción sobre los Padres de la Iglesia en la formación sacerdotal, 30-XI-1989. n. 47.

      TESTIGOS DE LOS COMIENZOS

      (SIGLOS I-II)

      Después de la Ascensión del Señor al Cielo y de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles, cumpliendo el mandato de Cristo, se dispersaron por todo el mundo entonces conocido para llevar a cabo la misión que el Señor mismo les había confiado: id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 19-20).

      Muy pronto, comenzando por Jerusalén y por Judea, el Cristianismo se extendió por toda Palestina y llegó a Siria y Asia Menor, al norte de África, a Roma y hasta los confines de Occidente. En todas partes, los Apóstoles y los discípulos de la primera hora transmitieron a otros lo que ellos habían recibido, dando así origen a la Tradición viva de la Iglesia. Los primeros eslabones de esta larga cadena que llega hasta nuestros días son los Apóstoles; de ellos penden, como eslabones inmediatos, los Padres y escritores de finales del siglo I y primera mitad del siglo II, a los que habitualmente se denomina apostólicos por haber conocido personalmente a aquellos primeros. El nombre proviene del patrólogo Cotelier que, en el siglo XVI, hizo la edición príncipe de las obras de cinco de esos Padres, que según él «florecieron en los tiempos apostólicos». En esa primera edición, figuran la Epístola de Bemabé


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