El poder del amor y otras fuerzas que ayudan a vivir. Enrique Chaij

El poder del amor y otras fuerzas que ayudan a vivir - Enrique Chaij


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cualquier acusación. Proceder de este modo equivale a obrar con la tibieza del sol, antes que con la furia del viento, que nada consigue.

      ¡El viento y el Sol! ¿A cuál de los dos se parece usted en su vida de relación, dentro y fuera de su hogar?

       Es dando como recibimos

      Dos amigos habían salido de viaje por las frías estepas de su país. Pero, repentinamente, se levantó una terrible tormenta de viento y de nieve, que puso en peligro la vida de los viajeros. La gran distancia a la que se encontraban de la población más cercana los obligó a continuar aceleradamente el viaje. Poco después, uno de ellos se sintió exhausto, y le expresó a su amigo el deseo de descansar un momento en medio de la nieve.

      Si se detenían, ambos corrían el riesgo de morir congelados. De modo que el menos cansado se puso firme e impidió que su compañero se detuviera en el camino. Además, le comenzó a friccionar y a mover sus miembros semiendurecidos. Como resultado, ambos entraron en calor, tanto el que recibió como el que dio los enérgicos masajes. Enseguida continuaron viaje, y así se salvaron de una muerte segura.

      En el viaje de la vida, a cada paso nos encontramos con espíritus congelados por la apatía, la indiferencia, la maldad o el dolor. Parecería tratarse de personas abatidas por las tormentas del mal y la desorientación. Y, si nuestra actitud frente a estos desdichados compañeros de viaje fuera solo de contemplación, ¿podríamos soportar verlos sucumbir en medio del camino?

      En todo lugar, en el hogar, en el taller, en la oficina, en el aula o quizás en la calle, la necesidad del hermano nos puede dar ocasión de brindar calor humano y ayuda fraterna; con esta ventaja: el que da también recibe. Como ocurrió con el viajero del relato, quien por haber evitado el congelamiento de su compañero lo evitó en sí mismo también.

      Es sembrando en el terreno ajeno como cosechamos en el nuestro propio. Es procurando la felicidad del hermano como encontramos también la nuestra. Es compartiendo el bien con el prójimo como recibimos copiosas bendiciones del Altísimo. ¿Cree usted en esto?

      “Haz tú lo mismo

      Nos acercábamos a la ciudad de Jericó, en el sur de Palestina, cuando el guía hizo detener el ómnibus, para señalarnos un angosto camino de tierra que atravesaba la ruta principal. “¿Qué será eso?”, nos preguntamos. Y, antes de que se escuchara nuestra pregunta, el guía nos indicó que dos mil años atrás, en ese viejo camino de tierra, había sido robado y mal herido un judío que viajaba hacia Jericó. Entonces, de inmediato recordamos el resto de la historia. Pasaron por el lugar un sacerdote y luego un levita, pero ambos se limitaron a mirar al infortunado, se compadecieron de él y siguieron su camino sin brindar ayuda.

      Finalmente pasó por allí mismo un samaritano, un enemigo acérrimo de los judíos. Y cuando este vio al hombre agonizante, se olvidó de su enemistad y de los odios nacionales. Lo único que vio fue un hombre urgentemente necesitado de ayuda. Y, sin vacilar, lo socorrió con amor fraternal. Le vendó las heridas y, colocándolo sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón, cuidó de él y pagó todos los gastos.

      Esta simple historia narrada por Jesucristo es conocida como la historia del “buen samaritano”. Y el Maestro terminó su relato diciendo: “Vé, y haz tú lo mismo” (S. Lu­cas 10:37).

      Mientras el guía nos mostraba aquel sitio histórico, íntimamente pensé: los siglos han pasado, y todavía seguimos viendo a seres que buscan con ansiedad una mano samaritana, impregnada de amor. Esa mano puede ser la suya o la mía. ¡Hay tantas necesidades a nuestro lado! Claro, tenemos nuestras “razones”. Que la gente es mal agradecida. Que es mejor no complicarse la vida. Que antes de pensar en los demás tenemos que pensar en nosotros mismos. En resumen, la actitud fácil y egoísta del que se lava las manos, y dice: “No te metas”.

      Este es el mundo en el cual nos ha tocado vivir. Cargado de corazones fríos e indiferentes hacia la necesidad del hermano. Hombres y mujeres que, incluso, se llaman “cristianos” pero que, cuando deben mostrarse como tales en favor del alma afligida, inventan mil excusas o se hacen aun lado para no ver al necesitado.

      Si usted y yo hubiéramos pasado junto al hombre robado y herido, ¿habríamos actuado como el buen samaritano? ¿Somos hoy capaces de socorrer al extraño que llora en la vía pública, al accidentado en la ruta, o al desdichado que no tiene qué comer?

      ¿Qué clase de amor fraternal practicamos con el menos favorecido? ¿No valdría la pena analizar un poco la clase de corazón que tenemos hacia nuestro prójimo? Decía el poeta:

       ¿Sabes tú lo que vale para un ser ya vencido

       en la lucha de la vida un socorro tener?

       ¿Sabes tú cuánto alivio y consuelo se siente

       cuando a tiempo una mano se nos llega a tender?

       Ten en cuenta que nadie en el mundo está exento

       de dolores y penas y de dar un traspié;

       y que al más saludable, más fuerte y más rico

       bien le viene en la prueba un alivio tener.

       Las mejores piedras

      Un hombre contemplaba con verdadero deleite la famosa colección de piedras preciosas que tenía un amigo. El brillo, las formas y los colores de esos tesoros lo habían dejado deslumbrado, cuando el dueño de la colección le dijo: “Ven ahora por aquí, te mostraré las dos piedras mejores que tengo en mi casa”.

      Y, a continuación, le mostró dos grandes piedras para moler trigo. El amigo visitante quedó confundido en un principio, pero enseguida entendió. Las otras piedras, aunque preciosas, eran simplemente parte de una colección, pero no prestaban utilidad alguna. En cambio, esas dos piedras rústicas, sin brillo ni color atrayente, prestaban un servicio práctico y útil a su dueño: le proporcionaban el pan de cada día.

      ¿No es esta una lección válida para todos los tiempos y todas las personas? Vale más el que más sirve, y no el que más impresiona o el que tiene la habilidad de hacerse servir. Por eso, descuellan tanto las palabras milenarias de Jesús, quien dijo que no había venido “para ser servido, sino para servir” (S. Mateo 20:28).

      Y esto lo dijo para condenar la actitud ambiciosa de sus discípulos, cuando estos expresaron su deseo de poseer un puesto de preeminencia en el reino terrenal que creían que su Maestro iba a establecer. Por eso, también les dijo: “El que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor; y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro siervo” (vers. 26, 27). ¡Qué reto y qué lección encierran estas palabras! Pero, a la vez, ¡qué ejemplo admirable contiene la vida de quien las pronunció!

      Cuán a menudo se busca la mayor recompensa con el mínimo de servicio, o el puesto más elevado para trabajar menos. Pero, la enseñanza del gran Maestro señala que el más apto y el más grande a la vista de Dios es aquel que posee mayor capacidad y disposición para brindarse en bien de los demás.

      Esta es la manera en que se comporta la propia naturaleza. Como dijera Gabriela Mistral: “Sirve la nube, sirve el viento, sirve el surco”. Y añade: “El servir no es faena solo de seres inferiores. Dios, que da el fruto y la luz, sirve... Y tiene sus ojos fijos en nuestras manos, y nos pregunta cada día: ¿Serviste hoy? ¿A quién? ¿Al árbol, a tu amigo o a tu madre?”

      Cuando decimos que tal o cual cosa “no sirve”, es porque está de más y la tiramos a la basura. Algo parecido ocurre con nosotros. Si no servimos como Dios desea, ¿de cuánto valemos, o qué finalidad tiene nuestra vida? Alguien dijo: “Quien no vive para servir no sirve para vivir.

      


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