La pirámide visual: evolución de un instrumento conceptual. Carlos Alberto Cardona

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aisladas las que se someten al tribunal de la contrastación; se puede pensar, más bien, en hacer, de las teorías, la mínima unidad de evaluación empírica.

      Es cierto que son muy discutidas la naturaleza y la estructura de una teoría. Podemos, sin embargo, estar de acuerdo en que una teoría es un cuerpo de principios básicos, a partir de los cuales, con ciertas condiciones antecedentes que definen el marco de aplicación, es posible inferir algunas proposiciones que se pueden someter a contrastación.

      Los principios constituyen el corazón de las teorías y, dado su carácter universal y el hecho de que en su contenido no puede haber términos que refieran a objetos singulares, antes que proposiciones, son esquemas para producir proposiciones. Una teoría es, pues, un esquema para ocuparse de lo que todavía no es el caso (predicciones), de lo que fue el caso y ya no lo es (postdicciones) o de lo que podría haber sido el caso sin serlo en el momento (evaluaciones contrafácticas o subjuntivas).

      Dado que en los principios básicos de una teoría no se puede hacer mención a objetos singulares, no podemos valernos de tales principios para hacer predicciones, postdicciones o evaluaciones contrafácticas, si no contamos con condiciones auxiliares que indiquen cómo podemos reemplazar, en las leyes universales, los términos vacíos de referencia, es decir, los términos teóricos, por los términos que sí refieren en dichas condiciones auxiliares.4

      La evaluación empírica de teorías enfrenta dos, entre otros tantos, problemas básicos: puede ocurrir que, siendo verdaderas todas las consecuencias finitas de una teoría, muchos esquemas teóricos, aunados con condiciones antecedentes adecuadas, conduzcan a las mismas consecuencias, pero difieran en consecuencias aún no observadas. También puede acontecer que una consecuencia verdadera se logre a partir de una teoría falsa, armonizada con condiciones auxiliares también falsas.5 En ese orden de ideas, las teorías no pueden ser la mínima unidad de evaluación empírica.

      Karl Popper (1902-1994) sugirió una forma ingeniosa para conservar esquemas deductivos en la práctica científica y salvar las dificultades que surgen al reconocer la imposibilidad de dar una respuesta positiva al problema de la inducción. Si bien es cierto que la verdad de p (las consecuencias que se derivan de la aplicación de una teoría) no garantiza, de suyo, la verdad de las teorías que permiten su anticipación, sí podemos aseverar que la falsedad de p autoriza inmediatamente el reconocimiento de la falsedad de las teorías así evaluadas. En ese orden de ideas, es el modus tollens el que rige el esquema fundamental de la práctica científica y no el modus ponens. Contamos con criterios para desacreditar teorías, mientras carecemos de criterios para verificarlas. La tarea básica de la actividad científica no consiste en verificar teorías que tenemos por verdaderas, sino en falsear teorías o procurar hacerlo (Popper, 1935/1991, pp. 27-47).

      La propuesta de Popper encara dos dificultades centrales: por un lado, presupone que hemos resuelto el problema de la base empírica, esto es, que existen criterios para decidir si una proposición elemental es falsa con independencia de cualquier compromiso teórico; por otro, si aceptamos que podemos reconocer la falsedad de p sin adquirir compromisos teóricos, no es del todo seguro que podamos concluir con ello la falsedad de la teoría que facilitó su predicción. Puede ocurrir que la dificultad se encuentre en las condiciones auxiliares, por ejemplo. Más aún, si aceptamos que las condiciones auxiliares no ofrecen dificultad, todavía podemos intentar realizar modificaciones ad hoc en la teoría para salvar las apariencias. Popper aceptó la legitimidad de salvar teorías agregando modificaciones ad hoc, siempre que este movimiento incrementara el grado de falsabilidad de la teoría en su conjunto.

      Imre Lakatos (1922-1974) mostró que hay una buena cantidad de episodios históricos que sugieren que los hombres de ciencia no son del todo proclives a aceptar las recomendaciones metodológicas de Popper (Lakatos, 1978, p. 30). Por ejemplo, en ocasiones, los científicos proceden con lentitud irracional: aun cuando reconocen que la teoría tiene una instancia de falsación y aceptan que las condiciones auxiliares son confiables, aun así se demoran en desacreditar la teoría (v. gr. la demora en incorporar las anomalías del corrimiento del perihelio de Mercurio entre los falsadores potenciales de la gravitación newtoniana). También puede darse que los hombres de ciencia se empeñen en defender teorías, a pesar de la abundante evidencia en contra (v. gr. Galileo aceptó la mecánica celeste heliocéntrica, pese a la abrumadora evidencia en contra de la rotación de la Tierra).

      El panorama descrito hasta el momento sugiere una crisis profunda en el marco de quienes han querido ofrecer un fundamento racional para la práctica científica, al mismo tiempo que han pretendido desacreditar las especulaciones que denominan “metafísicas”. Este horizonte nos deja con tres alternativas abiertas: por un lado, se puede defender una forma de anarquismo (Paul Feyerabend [1924-1994]), proclive a sostener que no tiene sentido buscar criterios de demarcación y que, al contrario, lo que puede animar el progreso científico es dejar abierta la posibilidad de escuchar todas las alternativas en igualdad de condiciones; no contamos con criterios para declarar ciertas prácticas como racionales, mientras desacreditamos otras con el apelativo de “irracionales” (Feyerabend, 1975/1986).

      Por otro lado, se puede defender una forma de elitismo (Thomas Kuhn [1922-1996]), que sostiene que hemos de calificar como científicas solo ciertas prácticas que se han acreditado socialmente y se han erigido como paradigmas (Kuhn, 1962/2004). En ese orden de ideas, la dinámica que explica qué prácticas se han acreditado, además de incorporar la consideración de ciertos valores epistémicos, puede verse afectada por la pugna de intereses o de relaciones de poder. Cuando ello se puede constatar, el curso que han de seguir las acreditadas investigaciones científicas se puede explorar con las herramientas diseñadas por la sociología o la antropología de la ciencia.

      Por último, se puede insistir en la búsqueda de criterios o metodologías que rescaten algún tipo de racionalidad propia para la práctica científica y que sirvan para distinguirla de otro tipo de prácticas. En esta tercera alternativa es posible pensar en: 1) enfoques inductivistas (programas que intenten lidiar con las limitaciones que impone el hecho de no poder resolver positivamente el problema de la inducción); 2) enfoques falsacionistas (programas que sugieran criterios adecuados para descartar teorías); y 3) enfoques que concilien algunas variantes de las propuestas enumeradas. El aporte de Lakatos pretende ubicarse precisamente en este último tipo de conciliación.

      Las dificultades hasta aquí señaladas condujeron a Lakatos a proponer que la mínima unidad de evaluación empírica debía ser un programa de investigación. La propuesta supone aceptar un holismo más fuerte que el de Duhem-Quine; un holismo que abarca no una teoría aislada, sino un conjunto de teorías cuya actividad se despliega en extensos períodos. También supone aceptar las tesis del falsacionismo, pero en una dimensión histórica, lo que conduce a explorar series de teorías o conjuntos de series de teorías. Es decir, el abandono de una teoría reputada no se produce simplemente porque una instancia de falsación nos obliga a ello, sino porque: 1) aun cuando los investigadores han tenido la oportunidad de realizar todos los intentos razonables por defender la teoría, ellos han fracasado en estos; y 2) otra teoría novedosa se insinúa en el horizonte y ha mostrado su capacidad para dar cuenta de las dificultades de la primera, sin dejar de ofrecer explicaciones prometedoras de los hechos descritos exitosamente por la teoría derrotada. Así las cosas, una dificultad empírica no impone la determinación de abandonar, sino la recomendación de esperar mientras se da la oportunidad para hacer ajustes o para permitir la emergencia de nuevas orientaciones teóricas.

      El abandono de una teoría no se produce, pues, por un dictamen instantáneo, sino por un proceso que comporta dimensiones temporales considerables. Así resume Lakatos su propuesta:

      […] cualquier teoría tiene que ser evaluada junto con sus hipótesis auxiliares, condiciones iniciales, etc., y especialmente, junto con sus predecesoras, así que podamos apreciar los cambios que le dieron origen. Así las cosas, lo que nosotros apreciamos es una serie de teorías, más que las teorías aisladas (1978, p. 33).

      Un programa de investigación, en la perspectiva de Lakatos, se define como una serie de teorías [T1, T2, T3,… Tn],


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