Es de sol. Ana Fernández de Nazar Anchorena
el alma y no es estrictamente cocinar lo que Pedro hace; él más bien convoca, invita, hace una linda ceremonia que siempre reúne amigos, familiares, amigos de amigos, o incluso algún desconocido que enseguida sabe incluirlo como si viniera a casa desde siempre. Él me enseñó a querer e improvisar en este arte, cuando venía yo de una larga tradición de comida rápida, delivery o take-away. Me mostró que no era una tarea pesada en lo absoluto, sino algo que se puede hacer charlando y tomando un vaso de cerveza helada durante una noche de calor. Puse empeño y ganas y aprendí varias recetas suyas, incluso creo que tengo algún talento especial en los platos fáciles y de todos los días. Pedro dice que ama mis tartas y ensaladas y entonces yo me inflo de emoción, porque conquisté un espacio que no creía para mí y porque me gusta agasajarlo también, claro.
Cuando entramos a esta casa por primera vez, Pedro me dijo: “Quiero esta cocina”. Por suerte pudimos hacerla nuestra y vino con una casa lindísima incorporada.
El primer año de casados decidimos estar solos, sin hijos. No lo recuerdo como un año especialmente feliz, en contra de todo pronóstico. Vivir lejos de la ciudad, con escasa movilidad y pocos amigos cerca, no fue fácil. Era curioso porque lo teníamos realmente todo y especialmente nos teníamos mutuamente. Éramos jóvenes, con toda una vida por delante, entonces, ¿de qué podíamos quejarnos? El mundo estaba a nuestros pies, aunque a veces dudábamos de eso, dudábamos si queríamos todo lo que teníamos o si tal vez habíamos querido mal. Hablamos alguna noche con música sobre la posibilidad de vender la casa y aventurarnos por el mundo sin rumbo, aunque sabiendo que jamás nuestras tan conservadoras vidas permitirían semejante atrevimiento. ¡Y mucho menos nuestros padres, creo! Teníamos alma de niños tratando de hacer lo correcto y nos veíamos como hijos considerados y buenos. Entonces, en medio de toda esa deliberación, llegó Amparo, nuestra primera hija y también la primera gran lección de nuestras vidas. No podíamos adivinar, en ese momento, ni un minúsculo destello, lo que se avecinaba.
Capítulo
Mientras recordaba los orígenes de mi propia familia, volé con la imaginación mucho más atrás, a mi principio, a aquellos días tan remotos que fueron los primeros de mi vida en este mundo.
Muchas veces escuché el cuento del día en que nací. Seguramente el relato contenga algunos errores pequeños, sobre todo porque cada uno percibe las historias de acuerdo a las circunstancias que más nos llaman la atención, tal vez resaltando algo que a nuestros ojos resulta importante y dejando en el olvido otro tanto que fuera también de valor. Sin embargo, no puedo hacer más que escribirla tal y como la escuché, agitando la memoria e intentando ser lo más fiel posible a la verdad.
Nací un día de enero, estando papá, que es Capitán de Ultramar de la Marina Mercante, afuera, en un viaje que no lo esperó. Así que mamá, acompañada por mis tíos abuelos paternos, llegó una noche al sanatorio, próxima a parir. Era la más pequeña de las dos y última hija que tendría en su vida. Cuando pudieron revisarla, supieron que venía todo al revés. Estaba yo absolutamente dada vuelta y nadie lo supo de antemano, porque hasta el control anterior todo parecía ir como se debe. Presionando ya para salir y siendo imposible ubicar al médico que venía demorado de una comida lejana, la chance de hacer una cesárea quedó trunca, para iniciarse entonces el parto como estaban dadas las cosas. De forma tal que encaré ese primer gran paso de entrar al mundo puesta al revés. A veces me pregunto qué habrá pasado en la vida que transcurre en el interior de las entrañas de nuestra madre, para que me diera vuelta de pronto unos días antes de nacer.
Intentaron apresuradamente sacarme de cualquier manera. Durante algunos minutos, el médico que ya había llegado a las corridas, temió por nosotras, por las dos, pero logró que finalmente franqueáramos el contexto ilesas, al menos con seguridad mamá; tal vez y solo tal vez, también yo.
Resultó ser que el cordón se había enroscado no sé de qué manera, impidiendo el pasaje de oxígeno vaya a saber por cuánto tiempo, siendo imposible en principio evaluar daños si los hubiera. El tiempo diría entonces. Mamá estaba feliz conmigo y no se preocupó demasiado. Mi pequeña hermana claramente no se alegraba tanto, pero de a poco todo iría acomodándose entre nosotras. Papá llegó de viaje el día que nos íbamos del sanatorio y en principio nada parecía indicar que hubiera quedado en mí secuela alguna de la proeza del día del nacimiento. Hasta que la abuela Amanda, la mamá de mi mamá, empezó a mirarme diferente, a mirarme mejor y sospechó que algo no andaba bien. Le parecía que tenía la cabeza siempre de lado y que cada vez estaba más inclinada en forma notoria. Pero como los padres a veces no queremos ver o preferimos no escuchar del miedo que nos da que algo le esté pasando a nuestros hijos, mamá la retó bastante, enojada y pensando que intentaban buscar en su beba algún problema inexistente.
Sin embargo, la advertencia resultó suficiente alarma para despertar las suspicacia de mis padres, que empezaron también a verme más detenidamente, hasta que mamá no solo se dio cuenta de que mi abuela tenía razón, sino que además conectó este hecho con algunas características de mi personalidad naciente. Notó que podía pasar horas y horas en la cuna, muy quieta y tranquila, jugando con alguna cosa, pero que lloraba cada vez que alguien se acercaba a levantarme. Mientras estuviera sola y calmada, todo parecía ir bien, pero el movimiento que resultaba de intentar interactuar conmigo o hacerme upa, lograba que rompiera en llanto como si algo doliera, como si algo me hiciera mal.
Entonces me llevó al médico y le dijeron ahí cortito y al pie, que tenía la clavícula rota desde el día que había nacido. El hueso se había quebrado en el parto, en el intento por sacarme apurados esa noche, sin que aparentemente nadie lo hubiera notado. Los meses habían pasado y, para evitar el dolor o no sentirlo tanto, había ido encontrando alguna posición que me calmara, ladeando la cabeza por días y días, generando como consecuencia de la postura persistente, que los tendones y músculos se encogieran, hasta que la cabeza quedó de costado, inclinada.
Papá estaba furioso y creía que nada de eso hubiese pasado de haber estado él con nosotras ese día, lo que me recuerda que la culpa es un sentimiento que nace en los padres en el preciso momento en que nacen, también, los hijos. Con toda esa furia, fue a ver al obstetra. El pronóstico parecía algo complicado, porque algunos opinaban que la única forma de enderezar la cabeza sería operándome y haciendo algún tipo de cirugía para estirar lo que estaba encogido. Mamá se negaba. Supongo que tenía miedo por mí, tan chiquita y la sola idea de que alguien apoyara un bisturí sobre mi cuello, le parecía espantosa.
En esa entrevista tan cargada de bronca entre papá y el médico, con absoluta sinceridad admitió que aquella noche se había escuchado en la sala de partos un ruido extraño, un pequeño “crac” y que entonces habían decidido hacerme una placa de cadera, porque resulta habitual que los niños que nacen de cola tengan alguna lesión allí. La radiografía estaba perfecta y desestimaron entonces la cuestión, creyendo que nada había pasado. Papá preguntaba confundido por qué no siguieron buscando, por qué no miraron de qué otro lugar podría haber provenido el ruido, pero volver el tiempo atrás no era posible y seguir insistiendo en el asunto, no tenía ninguna razón de ser. Errar es humano. Punto.
Buscaron opiniones varias, hasta que alguien les dio una opción alternativa a la operación. Suponía algún tipo de ejercicio para estirar el cuello y volver a ubicarlo en el lugar, básicamente empujando la cabeza hacia el otro lado, rotándola hasta que lo que estaba encogido, cediera. Empecé con una kinesióloga especialista en niños y más adelante mamá misma había aprendido las maniobras y me las practicaba ella misma. Tomó las riendas de mi recuperación, segura de poder sacarme buena. ¡Y sin bisturí!
Me acostaban en una cama, atravesada y con la cabeza un poco colgando. Alguien me tomaba un rato de las manos para sostenerme, derecha y quieta y empezaban a girar y presionar la cabeza para el costado contrario al que estaba pegada. A Dios gracias no tengo consciencia de aquellas sesiones horrorosas que, aunque lograron exitosamente lo que se proponían, supongo habrán significado ratos de extremo dolor que evidentemente no fueron en vano. Tal vez nada sea casual tampoco y la vida nos vaya haciendo más resistentes para lo que vendrá.