Es de sol. Ana Fernández de Nazar Anchorena
nuestra mínima familia al hombro y volvió al mundo, un poco porque no tenía más opción y otro tanto porque alguien debía permanecer cuerdo para sacar a flote lo que quedaba de nosotros. Tenía miedo de que yo me volviera loca y se lo preguntó preocupado a mi psicóloga por teléfono. Entonces ella le contestó: “No te preocupes, no está loca, simplemente está muy, muy triste”. Y era verdad. Enojada también. Muy enojada contra todo y todos, incluso conmigo misma. Me sentía culpable y repasaba la historia hacia atrás tratando de detectar cuándo había contraído ese maldito virus que se había llevado a mi hija. Era un pensamiento absurdo, claro está, porque saberlo no habría cambiado nada de lo que me dolía, pero la cabeza nos juega muchas malas pasadas cuando estamos vulnerables y débiles de tanto dolor.
El sentimiento más recurrente que tenía, era que no quería vivir en un mundo donde no estaba Amparo. ¿Qué importancia tendría ver un lindo amanecer, la imponencia de una ola en la playa o incluso la sencillez de un desayuno en nuestra casa si ella no estaba ahí para mirarlo conmigo? Me parecía absurdo. Un día llegó Pedro del trabajo y yo estaba llorando como de costumbre. Le dije con lágrimas corriendo por las mejillas y con una voz gutural y cerrada: “¡No puedo vivir sin ella, no puedo!”. Fue la primera vez, después de muchos días de consuelo y abrazo contenedor, que Pedro me agarró de los dos brazos, me sujetó firme y me miró a los ojos diciéndome: “¡Lo lamento, pero vas a tener que poder!”. Fue un momento que recuerdo muy vívidamente. No me lo esperaba y me sacudió todas las emociones a la vez.
Muchas noches, mientras Amparo estaba enferma, pensé en ella adentro mío. ¿Qué estaría sintiendo, qué escucharía o percibiría? Por algún motivo, pensé también recurrentemente en mí y en la historia del día que nací y los días que vinieron después. Me daban ganas de protegernos a las dos, pero no había nada que pudiera hacer. Me sentí impotente con Amparo por no haber sido suficiente para mantenerla a salvo, me sentí incapaz conmigo misma porque la que fui y ya no estaba. Abracé a las dos bebitas con el corazón y derramé infinitas lágrimas por ellas; por tener que sufrir tanto siendo pequeñitas, por sentirse tal vez solas, en la soledad que la vida les impone inevitablemente a los bebés al principio, cuando no pueden hablar y dependen de alguien que los mire con mucho amor para descifrar qué necesitan.
Tenía una suerte de flashbacks permanentes y me veía siempre a mí siendo niña. Recordé mi infancia, los veranos en la quinta, la relación que tenía con mi hermana y con mis primos. Me vi en los primeros días del jardín, los primeros amigos y las incipientes redes que tejí sola, ampliando el mundo social originario que es la familia. Podría decir que tuve una infancia convencional, tranquila, pero sobre todo me recuerdo con una vida interna rica e inalcanzable para los demás. Creo que vivía también de mis sueños, en un mundo paralelo y profundo. Me acuerdo, por ejemplo, que alguna vez pasé horas y horas preguntándome en qué idioma hablaría Dios. Estaba segura de que era el castellano, entonces deduje que yo era una privilegiada por hablar el mismo idioma que Él. Se lo comenté a un primo mayor, en la galería de la quinta. Intentó explicarme que estaba confundida, que en todo caso Dios hablaba todos los idiomas juntos, pero que Jesús, cuando vivió en la tierra, hablaba un idioma muy distinto al castellano. Me pareció confusa su respuesta y seguí convencida de mi postura, creyendo que Dios hablaba el mismo idioma que yo. Ahora que lo veo a la distancia, me produce infinita ternura deducir qué significaría para mí “el idioma de Dios”. Creo que hay algo casi mágico en darnos cuenta que hablamos su mismo idioma. Porque el idioma de Dios es a veces confuso y seguramente más fácil de entender para un niño que para un adulto. Su lenguaje solo podemos comprenderlo si tenemos el corazón abierto y dispuesto; si estamos preparados para el dolor o para el sufrimiento, sabiendo que siempre estará cerca una mano amiga que nos sostenga y nos ayude a andar. Dios nos habla desde el silencio, desde la duda y muchas veces no entendemos nada cuando Dios nos habla. Entonces en la frustración de no entender, aparecen el enojo, la rabia y preguntarnos una y mil veces por qué algo tan terrible nos tuvo que ocurrir a nosotros.
Cuando Dios me hablaba en un idioma que era demasiado duro para que pudiera escuchar, el médico que nos acompañó me dijo que quizás no se trataba todo de entender, sino de aceptar; de no ofrecer resistencia y en cambio descansar en lo que nos toca, confiando en que el secreto se revelará algún día y que muy probablemente cuando ese día llegue, ya no tengamos tantas preguntas o incluso ninguna. Asimismo, me aseguró que no había cantidad de entendimiento suficiente y disponible en el mundo para abarcar la muerte de un hijo. A veces las personas queremos pensar con la mente cuestiones que solo pueden meditarse con el corazón.
Quisiera explicarles lo que resulta de la pérdida de un hijo, pero la pretensión es demasiado grande y jamás encontraría las palabras para ser completamente fiel a lo que sentí. De hecho, lo primero que advertí fue una soledad extrema, porque me vi atrapada en el silencio al que nos condenaba la ausencia de palabras y la incapacidad de contarle a cualquier otro lo que estábamos viviendo. Me di cuenta de que cada sensación tenía ahora un significado nuevo: el miedo, la pena, el dolor, la tristeza, la angustia y la desesperación. Descubrí que nunca antes había sentido verdadero miedo o verdadera angustia; que lo otro solo eran algunas facetas tímidas de la sensación que ahora me invadía toda y me arrasaba. Era como una suerte de aluvión y el cuerpo resultaba demasiado pequeño y débil para contenerlo. Entonces todo el mundo intenta decirte algo, ayudarte con alguna palabra que haga las veces de narcótico. Pero las palabras son, como dije, siempre escasas y hasta resuenan vacías y casi ridículas cuando la pena es tan grande.
Domesticar el dolor es una meta grande y necesaria. Y cada vez que sentía que no me esforzaba por combatirla, recordaba el cuento de los baobabs en “El Principito” de Saint Exupery. El Principito quería tener una oveja para que se comiera los baobabs que amenazaban con invadir su diminuto planeta. Entonces, el aviador perdido con quien dialoga este pequeño niño a lo largo de la historia, le hace notar que una oveja jamás podría comer árboles tan grandes. Sin embargo, el Principito muy astuto y con la perspicacia que caracteriza al personaje, le contesta que los baobabs, antes de ser gigantes e indomables, fueron también mínimas plantas o incluso un diminuto brote, capaz de ser arrancado por cualquier criatura pequeña. Él mismo se tomaba el trabajo cada mañana de identificar sus incipientes tallos para luego extraerlos cuidadosamente con una pala. Le advierte así al aviador, la importancia de no dejar nunca de hacer esta tarea, porque una vez crecido, el árbol sí sería más fuerte, más grande e imposible de extraer. Los baobabs se parecen a la tristeza, que crece en la medida en que la dejamos ser y que se fortalece cada día que no batallamos contra ella. La pena también tiene su talón de Aquiles, solo que cuando estamos cansados y bajo su dominio, no tenemos fuerzas para erradicarla o para domarla al menos y mantenerla a raya. Entonces, producto de la inacción, se vuelve grande, cada vez más grande, como un baobab, como un árbol inmenso y enraizado que lo oscurece todo con su sombra y ya no nos deja ver el sol.
Este pensamiento me asaltó cuando fui consciente de la angustia de Pedro. Él también sentía pena, pero no por Amparo, porque ellos tienen una relación que a veces envidio en secreto, sin tanta lágrima y furia de por medio. Amparo y Pedro simplemente se quieren a la distancia, como se quieren las almas que están conectadas para siempre, las que no necesitan de la inmediatez del tiempo, ni del contacto físico. Amparo y Pedro se acompañan y se cuentan, se ayudan, se enseñan, se abrazan desde lejos y para ellos es casi lo mismo o más especial aún. En realidad, Pedro sentía pena por mí y porque temía que mi tristeza se convirtiera en un baobab gigante que ni siquiera él, con todo el amor y la paciencia que me tenía, pudiera extirpar. Pedro me dijo un día, que mi ausencia era peor que la de Amparo, porque el alma de Amparo estaba con él, con los dos, en cambio de mí ya no quedaba nada más que un cuerpo vacío, un cuerpo despojado de mí. Y era verdad. Necesitaba hacer un trabajo profundo para aprender a llevar esta cruz que juzgaba demasiado pesada y adentrarme en los misterios de la vida entregada, confiando en el poder que habitaba en mí y en la potencia de la oración cuando le pedimos abatidos a Dios que el trabajo duro lo haga Él.
El tiempo fue pasando y aunque todavía me faltaban millones de kilómetros por recorrer, la muerte de Amparo pudo trascender la tragedia y calar hondo en nuestras vidas, transformándolas y haciéndolas nuevas, volviéndolas más auténticas, sentidas y parecidas a Dios. Amparo nos enseñó que no hay que dar nada por sentado, que la vida puede tener giros inesperados