El nervio poético. Alberto Hernández

El nervio poético - Alberto Hernández


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qué bueno. Nuestros duendes saben fabricar sorpresas.

      Entonces Gerbasi abre los abrazos como un padre feliz. Y los recibe. Y se sientan los tres en aquel bar que ya no recordamos, porque la memoria pasó a otro plano.

      —Hemos venido a posarnos en tu nube, bromea Pepe.

      —Acabo de despedir a unos ángeles medio borrachos, revoltosos los zánganos, y han caído, según me han informado, en la cabeza de Cadenas. Dudo que Rafael los pueda atender. Pero bueno, ustedes pueden estarse un rato posados en ella.

      La carcajada de Vicente Gerbasi arropa la de los recién llegados, quienes han pedido para beber, pero Gerbasi ordena la botella que le tiene guardada el mesonero.

      —La del otro día… claro, chico… esa misma.

      Entonces liban hasta muy tarde.

      Sobre la cabeza del hijo del inmigrante una nube relajada y graciosa amenaza con cubrirlos de nieve.

      Vicente canta. Eugenio y Pepe cierran los ojos y piensan en unos gansos azules sobre el lago de Ginebra.

      El silencio se adueña del lugar. El poeta de Canoabo se mira las manos y lee desde su interior estas palabras:

      Si alguien me llama

       digan que no estoy.

       Ando por las olas del mar,

       sí, ya de noche,

       por ese mar de hojas de luna,

       por el sonido con que

       embrujé el mar,

       por la lejanía

       en el sonido marino de la mar.

       Si alguien me llama

       digan que estoy solo

       con el mar.

      Unas lágrimas brotan del silencio del viejo poeta. Sin embargo, sonríe.

      —Ah, Consuelo, Consuelo, la tierra…, dice, para de nuevo volver los ojos a las manos.

      Los vasos se alzan. El boulevard se mueve con la gente, con la poca gente que queda bajo el clima nocturno. Afuera la tierra gira con su eje oxidado.

      (13)

      EN SU MULLIDO SILLÓN de rey transmutado respira Alfredo Silva Estrada. De sus ojos húmedos brota un poema mudo. El nervio de una estrofa le lame la lengua. La mujer que lo acaricia por la espalda tiene las piernas de mariposa. Vuela cuando quiere, danza cuando él la mira. La atmósfera de la sala reclama una palabra, la voz de alguien, el ímpetu de un pasado que se agita en las páginas de un libro, en las nervaduras de unas hojas lejanas. Hojas de árbol alfabético.

      —Si yo miro mi verdadero pensamiento —se dice el poeta— no me conformo con tener que soportar esa palabra interior sin nadie y sin origen, esas figuras efímeras, y esa infinidad de empresas interrumpidas por su propia facilidad que se transforman unas en otras sin que nada cambie con ellas. Incoherente sin parecerlo, instantáneamente espontáneo como él sólo, el pensamiento, por su naturaleza misma, carece de estilo.

      Silva Estrada deja el tema. Habla desde los ojos, con los ojos. Permite la caricia de Sonia Sanoja. La deja hacer con su piel, con el desgano de su cuerpo. Ella sonríe a quien la mira desde un mueble vacío. Entonces el poeta se inclina lenta y levemente, abre la boca y dice casi sin poder, al borde de la caída:

      —Un poema es una duración durante la cual yo lector respiro una ley que fue preparada; doy mi aliento y las máquinas de mi voz; o solamente su poder, que se concilia con el silencio.

      Respira con dificultad. Pero su mirada es aguda, honda. Piensa en París y sonríe. Se ve joven, fuerte. Al fondo, la famosa torre. Con él, un poema, su voz imantada por la brisa de un invierno feroz:

      La poesía desde el amanecer

      Abrir esta ventana

       Y celebrar el pan

       Y nuestro amor con horizonte

      Y la cosa aquí no ha aparecido

      Una visión de nunca

       por instantes

       en el ahondado reposo del latido

       captado hasta los poros

       se arroja a un delirio de piedra (…)

      Corta el frío el hilo de la garganta, el sonido vital de la palabra, el nervio del poema. Ahora, cierra los ojos y ve el presente, es el presente del mismo poema que ha dejado en el aire. La mujer lo acomoda en su seno. Le mesa los cabellos y lo besa.

      El poeta se aleja, se aleja.

      (14)

      AMBOS REVISAN EL TEXTO de cabo a rabo. Sueltan unas palabras atadas al eco de Guillermo Sucre:

      —Por medio del instante, el hombre se encuentra consigo mismo porque simultáneamente se encuentra con la presencia real, visible, tangible: el mundo entra en mí, yo entro en el mundo. En el instante, el tiempo deja de ser opacidad sucesiva y resume su fluir de tiempo original, desligado de la compulsión cronológica.

      Ambos se repasan la mirada, los gestos, el parpadeo congelado. Entonces el poema aparece por arte de magia en boca de Alfredo Chacón:

      El pájaro que en una de sus alas

       siente cuando se pone el sol

       es el pájaro en cuya otra ala

       el sol se está poniendo.

      —Yo me quedo con esas cuatro estrofas, afirma Montejo.

      —Ese es el poema. El instante. No hay otros instantes. Esas cuatro líneas resumen el fluir del tiempo que Guillermo Sucre destaca, el nervio del poema, el temblor del universo. El resto del texto es la cola de una metáfora, de una imagen desnuda, añade Barroeta.

      Bajo la insigne sombra de El Perecito se oye una voz que lee desde una lejana estación dilatada por la inflexión del clima:

      Le ofrezco mi vida a mi muerte

       Escasas hojas trae el verano

       a los ojos de mi extraño sueño

       Te exhalo, te exhalo y tiemblo en ti

       como si tu sangre fuera

       el último refugio de la mía

       Tómame así en las brasas

       del cuello que gira a un postrer reposo:

       que sienta vivas quemaduras tuyas

       amándome, ampollándome en una amorosa

       dulcedumbre

       Que sea tu centro

       y mi última ceguera.

      —Ese es Teófilo. No conocía ese texto, dice Montejo.

      —Un epitafio en medio de una mesa llena de cervezas, dice Barroeta.

      (15)

      EL MAR DE LISBOA va y viene en los ojos del hombre que advierte la presencia de Güigüe en la mirada perdida. Sabe que puede recordar cada nombre, que las palabras no se desgastan ni se repiten a diario, que los rostros cuarteados de la muerte pueden regresar en medio de la sal y la arena. Pero también sabe que un poema, una oración o una voz pueden hacer posible el milagro de regresar a los ausentes, a los que se han marchado o perdido en la memoria.

      Eugenio Montejo está sentado frente a Occidente. El siglo XX se muerde los talones en la marea que ha comenzado a alterar el ánimo de las gaviotas.

      Voltea y mira la ciudad despejada de neblina. Siente los pasos del poeta que nombra con frecuencia y ha hecho de su vida parte de la de él. ¿Cuántos pasos tiene que dar para llegar al sitio donde lo espera Pessoa? ¿Cuántos sonidos venidos del misterio serán posibles para que


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