La buena voluntad. Ingmar Bergman
dos hermanos dejan las bicicletas junto a un molino en ruinas y avanzan por una senda de vacas bajo alisos y troncos de abedul que se van oscureciendo. Encuentran un lugar para bañarse, una estrecha faja arenosa sombreada por denso follaje.
Después de bañarse se reparten una tableta medio derretida de chocolate. A excepción de la compañía de algunas torpes moscas, todo es quietud, no se ve una nube, aunque la atmósfera está cargada como una ansiada y temida tormenta en el horizonte. Ernst, que es un buen gimnasta, hace el pino. Anna se ha puesto la camisa y las enaguas, está tumbada de espaldas mirando el follaje, levanta un brazo y con el dedo índice sigue los bordes de las hojas que se perfilan contra la blanca bóveda del cielo.
anna: Ernst, dime, ¿tienes tú algún ideal?
ernst: ¿Qué?
anna: ¡Ideales!
ernst: ¡Qué pregunta!
anna: Sí, te puede parecer rara, pero es una pregunta y quiero que me contestes.
ernst: Ideales. Pues claro: ganar dinero. No tener que trabajar. Amantes apasionadas. Buen tiempo. Buena salud. Inmortal, quiero ser inmortal, no morirme nunca. Ser inmortal en el sentido de ser famoso me deja completamente frío. Quiero que las personas a las que amo sean tan felices como yo. No quiero odiar a nadie. No quiero casarme jamás. Pero me gustaría tener muchos hijos. Así que, sí, tengo ideales.
anna: ¿Es que no puedes tomarte nada en serio?
ernst: No, Anita, no me tomo nada en serio. ¿Cómo voy a tomarme nada en serio viendo cómo se comporta la gente? Lo que sí necesito, y mucho, es salvaguardar mi sano juicio. Por eso no me dedico a pensar. Si pensase, «volveríame loco», como dice Lucidor.
anna: En la Escuela de Enfermeras tenemos bastantes clases teóricas. Casi siempre son muy aburridas, pero de vez en cuando son tan emocionantes, tan fascinantes que…
ernst: … Tú tienes el don de la compasión y yo no. En eso soy igual que nuestra madre.
anna: Un día vino una mujer médico, catedrática de pediatría. Empezó a hablar y a dar ejemplos de su consulta, solamente. Sobre todo de niños con tumores. Nos contó sufrimientos tan espantosos que apenas podíamos dominarnos, lo único que queríamos era llorar y librarnos de todo ese horror. Niños sufriendo como condenados. Niños pequeños, ¿te das cuenta Ernst?, que no comprenden nada y que ven adultos a su alrededor que no saben qué hacer. Son niños atormentados, llorosos, valientes, callados, estoicos. Y se mueren, no hay remedio. A veces desgarrados en varias operaciones hasta quedar irreconocibles. Esa profesora hablaba con la mayor serenidad. Su compasión era total todo el tiempo, ¿comprendes, Ernst?
ernst (un poco sarcástico): No, Anna, mi querido arándano rojo. ¿Qué es lo que quieres que comprenda?
anna: Yo quiero ser como esa profesora. Yo quiero estar en medio de la más incomprensible crueldad, Ernst. Quiero ayudar, mitigar y consolar. Y debo tener todos los conocimientos necesarios.
ernst: Entonces la Escuela de Enfermeras está muy bien para ti, ¿no?
anna: Sí, no está mal. La mitad de las compañeras se casan en cuanto terminan. Pero a mí me interesa algo más importante y más difícil. Es que, ¿sabes Ernst?, a veces me parece que tengo una fuerza enorme. Pienso que Dios me ha creado para hacer algo importante… Algo importante por los demás.
ernst: Pero ¿tú crees en Dios?
anna: No, la triste realidad es que no creo en Dios.
ernst: Cavilas demasiado. Es por eso que tienes dolor de estómago.
anna: Tengo que hablar con papá y mamá sobre esto de estudiar Medicina.
ernst: No va a ser fácil, Anita. ¡Figúrate Upsala! ¡Figúrate los estudiantes de Medicina que conoces! ¡Figúrate los catedráticos!
anna: Si ella fue capaz de hacerlo, también yo.
ernst: ¿Y qué va a ser de nosotros si tú te haces catedrática?
anna: Nos casamos y tú te ocupas de llevar la casa.
ernst: Pero es que yo quiero tener hijos.
anna: Ya tienes a tus amantes, caramba.
ernst: Pero tú vas a tener unos celos horribles y a armar cada trifulca…
anna: Eso es verdad. A mis amores no me los toca nadie.
ernst: ¿Quiénes son tus amores, pues?
anna: A que te gustaría saberlo, ¿eh? Pues, papá, claro. Y tú, claro (se calla).
ernst: ¿Y Torsten Bohlin?
anna: No, por Dios, qué tonterías dices. Torsten no es uno de mis amores.
ernst: Pero alguien sí lo es.
anna: A lo mejor. Pero no lo sé, la verdad.
ernst (inopinadamente): A propósito, ¿te apetece venir a pasar unos días conmigo a Upsala?
anna: No sé si me dejará mamá.
ernst: Tranquila, de eso me ocupo yo.
anna: ¿Qué vas a hacer en Upsala a mediados de julio?
ernst: Acaban de inaugurar un departamento de Meteorología. El profesor Beck me ha dicho que me matricule.
anna: ¿Y eso te gustaría?
ernst: Contemplar el firmamento y las nubes y el horizonte, volar, quizás, en un globo… ¿No te parece precioso?
anna: Tendrás que hablar con mamá. No creo que me deje ir.
ernst: ¿Quién va a hacerme la comida? ¿Quién va a zurcirme los calcetines? ¿Quién va a ocuparse de que el niño mimado de mamá se acueste como es debido por las noches? Lo podemos pasar bien, ¿sabes?
anna: Apetecer, me apetece muchísimo.
ernst: Yo voy en bici y tú tomas el tren. Y nos vemos en casa. Este verano tan bucólico está empezando a atacarme los nervios.
anna (le da un beso): Eres un pícaro, Ernst.
ernst: Y tú también, Anita bonita, vergel de arándanos. Aunque de otro tipo.
Estudiar en vacaciones. Alumno reacio y deprimido con postillas en las rodillas, medio dormido. Profesor reacio y deprimido con rabia contenida y pensamientos disolutos. La ventana se abre hacia el verano. A lo lejos, pero perfectamente visibles, se bañan cuatro muchachas entre gritos y risas. Aromas balsámicos del jardín. La casona de Åkerlunda, en la finca del mismo nombre, unas decenas de kilómetros al noroeste de Upsala. El arroyo del parque, los cultivos, los rápidos, las colmenas, unas vacas indolentemente desorientadas en el sembrado de centeno. Estudiar en vacaciones.
El joven conde se llama Robert y mira fijamente y de mal humor la gramática alemana abierta frente a él. Se espera que de un momento a otro recite el presente, el imperfecto y el pluscuamperfecto y, a ser posible, también el futuro del verbo auxiliar «sein». Henrik, con corbata y en mangas de camisa, está sentado al otro extremo de la mesa, estudiando Historia de la Iglesia. De tanto en tanto subraya algo con un trozo de lápiz romo. Robert y Henrik, dos esclavos encadenados en el fondo de las galeras de la sabiduría. Las chicas que se bañan, gritan. Robert alza la mirada y la clava en la ventana con blancas cortinas que se ondulan perezosamente. Henrik quita los pies de la mesa y cierra el libro.
henrik: ¿Y bien?
robert: ¿Qué?
henrik: ¿Ya te lo sabes?
robert: ¿No podríamos ir a bañarnos?
henrik: ¿Qué crees que diría tu padre?
El joven conde remueve el trasero, se tira un pedo y dirige a su torturador una mirada de aborrecimiento. Robert, en realidad, es un chico guapo, el ojito derecho de su madre, pero ahí está ahora, entre el yunque y el martillo: la vanidad y las aspiraciones del conde.
robert: Me cago en la puta de los cojones, maldita