La buena voluntad. Ingmar Bergman

La buena voluntad - Ingmar Bergman


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      La madre vuelve a reírse y se levanta llena de súbita energía. Va al enorme aparador que domina todo el espacio entre las ventanas, saca una botella de oporto y sirve dos vasos. Henrik se echa a reír también —esta es una situación conocida de antiguo y cargada de una curiosa seguridad: él y ella sumidos en la aflicción, y, de pronto, una carcajada irresistible, mamá se ríe—, las cosas entonces no son tan graves. ­Brindan y ­beben. Ella se inclina hacia delante, suspirando.

      alma: He oído decir que los estafadores verdaderamente inteligentes nunca hacen trampas con calderilla. Van a por un dineral, directamente. Así resultan más dignos de crédito y pueden robar aún más dinero.

      henrik: Ahora no te entiendo.

      alma: ¿No entiendes? ¡Hemos sido demasiado modestos! Pero esta vez las tías van a tener que soltar dinero en abundancia. Vamos a ir de visita, Henrik. Enseguida. Mañana mismo.

      En una casa de madera junto al río Ljusnan, veinte kilómetros al sur de la ciudad de Bollnäs, viven las míticas tías. Son hermanas del abuelo de Henrik y bastante viejas, el abuelo es el hermano menor, nació cuando ya no se esperaba. La mayor se llama Ebba; la del medio, Beda; y la más joven, Blenda.

      Lo que pasa con ellas es, en pocas palabras, lo siguiente: el bisabuelo era un hombre que tenía bosques, tierras y talento para los negocios. Cuando empezó en serio la explotación de Norrland, el enérgico Leonhard se preocupó de labrarse una fortuna. A su muerte dejó una herencia considerable. El abuelo Bergman pensaba que no había que tocar nada y que todo debía entrar a formar parte y perpetuarse en el capital y el funcionamiento de la finca familiar. Nadie osó oponerse excepto Blenda, que exigió la partición de la herencia para ella y sus hermanas. El hermano se negó, pero Blenda llevó la controversia ante la Audiencia Provincial de Gävle. Antes de que estallase el escándalo, Fredrik ­Bergman cedió y, con el corazón temblando de odio, tuvo que pagarles los lotes de la herencia a sus hermanas solteras. Después de aquello no quiso volver a dirigirles la palabra, y el odio estaba bien enraizado por ambas partes. Ni nacimientos, ni bodas, ni óbitos habían sido capaces de superar el recíproco rencor.

      Blenda, la más joven, que había demostrado tener tanta energía, se hizo cargo de la administración de la fortuna. Con inteligencia y talento para los negocios hizo que siguiera aumentando. Mandó construir una magnífica casa de madera con vistas a la más bella comarca del río Ljusnan. La casa se acondicionó con el mobiliario más cómodo de la época y las paredes se empapelaron y decoraron con los papeles pintados, los adornos y los cuadros de peor gusto del siglo.

      La casa tiene un jardín, casi un parque, que baja en terrazas hasta el río. En él trabajan las tres hermanas en primavera, verano y otoño, vestidas de hilo blanco, con delantales, sombreros de anchas alas, guantes y zuecos. Todo el amor, la ternura y la inventiva que tienen y que apenas se prodigan entre ellas, los dedican al jardín, que a su vez les corresponde con intenso verdor, árboles cargados de frutos y esplendorosos macizos de flores.

      Ebba es la mayor, un poco pazguata, siempre lo ha sido. Además, está sorda y no habla mucho; tiene un amigo fiel, un labrador perdiguero muy viejo y aquejado por la gota. La cara de Ebba es como de pétalos de rosas mustias, debe de haber sido muy guapa en su juventud.

      Beda, a pesar de sus años, sigue teniendo el pelo oscuro, los ojos son también oscuros y su aspecto es trágico. Lee novelas y toca a Chopin con más pasión que conocimiento, se enfada con frecuencia y se queja ruidosamente de casi todo. De vez en cuando se va, pero siempre regresa. Las salidas son espectaculares y las entradas prosaicas. A diferencia de sus hermanas, ha vivido —se asegura— una pasión.

      Blenda, finalmente, es menuda, rápida y muy dueña de sí. Tiene fama de saber cómo salirse con la suya. Pelo entrecano, frente baja y ancha, nariz grande y un poco rojiza, boca sarcásticamente torcida, adecuada para relampagueantes ocurrencias e irónicos denuestos.

      Una vez al año viajan a la capital, alternan con la buena sociedad, asisten a conciertos y a funciones de teatro y se encargan ropa cara y moderna en las mejores tiendas de la ciudad. En ocasiones van a algún balneario al sur de ­Alemania o a Austria.

      Eso es lo que hay respecto a las tías de Elfvik.

      Los dormitorios de las hermanas están amueblados conforme al gusto de cada una, pero terriblemente abarrotados. Ebba tiene un ambiente floreado y luminoso en su cuarto, el de Beda es violeta con motivos modernistas, mientras que el de Blenda es todo azul, azul claro, azul oscuro, azul apagado. En este instante reina gran agitación. Están vistiéndose para la cena y se consultan y se ayudan unas a otras; se pelean un poco, también. Las habitaciones se comunican entre sí con puertas, casi siempre cerradas, pero ahora abiertas de par en par.

      blenda: ¿Los ves?

      beda: ¿Qué están haciendo?

      ebba: ¡Ay, Dios mío! Están junto a la caseta de baño.

      blenda: Pero, ¡bueno! ¿Van a bañarse en el río?

      ebba: ¡Ay, Dios mío! ¡Pues claro que piensan bañarse!

      blenda: Es ridículo. Alma, gorda como una vaca. Es ridículo.

      beda: Déjame ver.

      blenda: Van a entrar en la caseta.

      ebba: Sí que se van a meter en el agua, sí.

      beda: ¡A quién se le ocurre bañarse ahora! No creo que el agua esté a más de diez grados.

      blenda: ¿Me pongo el azul claro?

      beda: ¿No te parece demasiado elegante? Alma ­podría sentirse rebajada. Seguro que ella viene de negro.

      blenda: Entonces me pongo el gris perla.

      beda: Pero, hija, ese es aún más elegante.

      ebba (a voces): ¡Ay, Dios mío! Que se desborda el Ljusnan.

      blenda: ¿Qué estás diciendo?

      ebba: La montaña de grasa de Alma se ha metido en el agua.

      beda: No te quedes ahí mirando, anda, ponte el corsé, que te ayudo a apretarlo.

      ebba: ¿Qué decías? ¡Ahora se ha desnudado Henrik!

      beda: ¡No me digas! Eso tengo que verlo.

      blenda: No empujes. ¡Oh, qué guapo es ese chico!

      ebba: ¡Ay, qué delgado está!

      beda: Pero tiene una hermosa espalda. Y un buen tipo.

      blenda: Yo lo que me pregunto es a qué vienen.

      beda: Pues no es muy difícil adivinarlo.

      ebba: Nada muy rápido.

      beda: Pero ¿te vas a poner por fin el gris perla?

      blenda: Pues, mira, sí.

      beda: La verdad es que le va bien al rojo de tu nariz.

      ebba: Ya vuelven hacia la caseta. ¡Ay, Jesús mío! ¿Qué haríamos si se ahogaran?

      blenda: Pagar el entierro, supongo.

      beda: Ebba, ven, que te visto.

      ebba: No, no, que quiero verlos al salir del agua.

      beda: ¿Salen ya?

      ebba: ¡Están saliendo! ¡Y van de la mano!

      blenda: Ya me figuro yo a lo que vienen, ya.

      beda: Bueno. ¿Y qué, pedazo de roñosa?

      blenda: De aquí no sale ni un centavo de cobre, eso os lo digo yo. Ni un centavo de cobre. Ya les hemos hecho un préstamo que no tienen que amortizar hasta que Henrik sea sacerdote.

      ebba: Henrik es guapísimo. Pero resulta raro que anden así, desnudos.

      beda (a ebba): He sacado el traje rosa. (Tiembla). ¡El rosa!

      ebba: No, no quiero el rosa. Quiero el de flores y encaje.

      beda: ¡Ah!, sí. El que te hace


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